Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

SÍ.

—Pensaré en ello.

GRACIAS.

—Bueno —dijo el sargento Colon—, esto, hombres, es vuestra porra, también nomenclaturada como vuestro palo nocturno o bastón del cargo.

Hizo una pausa mientras intentaba recordar sus días del ejército, y de pronto sonrió.

—¡Cuidaréis de él! —gritó—. Comeréis con él, dormiréis con él, y…

—Disculpe.

—¿Quién ha dicho eso?

—Aquí abajo. Soy yo, el guardia interino Cuddy.

—¿Sí, peregrino?

—¿Cómo hacemos para comer con él, sargento?

La braveza del sargento Colon se quedó sin cuerda y dejó de funcionar. Estaba empezando a recelar un poco del guardia interino Cuddy. Sospechaba que el guardia interino Cuddy era la clase de persona que siempre está creando problemas.

—¿Qué?

—Bueno, ¿lo usamos como si fuera un cuchillo o como si fuera un tenedor, o lo cortamos por la mitad para hacerlo palillos o qué?

—¿Se puede saber de qué estás hablando?

—¿Disculpe, sargento?

—¿Y ahora qué pasa, guardia interina Angua?

—¿Exactamente cómo dormimos con él, sargento?

—Bueno, yo… Lo que quería decir era que… ¡Cabo Nobbs, deje de reírse ahora mismo!

Colon se puso bien la coraza y decidió atacar en una nueva dirección.

—Bueno, lo que tenemos aquí es un muñeco, momiecita o egifie —dijo, señalando una forma vagamente humanoide hecha de cuero y rellena de paja que estaba colocada encima de un poste—, conocida con el apodo de Arthur, adiestramiento en el uso de las armas, para el uso de dichas. Dé un paso al frente, guardia interina Angua. Dígame, guardia interina, ¿cree usted que podría matar a un hombre?

—Pues no sé… esta porra no parece gran cosa.

Hubo una pausa mientras levantaban del suelo al cabo Nobbs y le daban palmaditas en la espalda hasta que se hubo calmado.

—Muy bien —dijo el sargento Colon—, y ahora lo que debéis hacer es empuñar vuestra porra así, y a la orden de uno, proceder con rapidez hacia Arthur y a la orden de dos, darle bien dado en el coco. Uno… dos…

La porra rebotó en el casco de Arthur.

—Muy bien, solo has hecho una cosa mal. ¿Alguien quiere decirme qué ha sido?

Todos negaron con la cabeza.

—Desde atrás —dijo el sargento Colon—. Se les golpea desde atrás. No hay por qué correr el riesgo de tener problemas, ¿verdad? Ahora inténtelo usted, guardia interino Cuddy.

—Pero mi sargento…

—Hágalo.

Miraron.

—Quizá podríamos traerle una silla —dijo Angua, después de quince segundos muy embarazosos.

Detritus soltó una risita.

—Él demasiado pequeño para ser guardia —dijo.

El guardia interino Cuddy dejó de dar botes.

—Lo siento, sargento —dijo—, pero es que los enanos no lo hacemos de esta manera, ¿sabe?

—Pues así es como lo hacen los guardias —dijo el sargento Colon—. Muy bien, guardia interino Detritus… no salude… haga un intento.

Detritus sostuvo la porra entre lo que técnicamente tenía que llamarse pulgar e índice, y la descargó sobre el casco de Arthur. Luego contempló con expresión pensativa el muñón de porra que le quedaba. Acto seguido cerró lo que a falta de otra palabra mejor había que llamar puño, y aporreó una y otra vez lo que por unos instantes fue la cabeza de Arthur hasta que un metro entero de poste hubo quedado hundido en el suelo.

—Ahora el enano, él puede probar suerte —dijo.

Hubo otros cinco segundos muy embarazosos. El sargento Colon se aclaró la garganta.

—Bueno, sí, me parece que podemos considerarlo completamente arrestado —dijo—. Tome nota, cabo Nobbs. Al guardia interino Detritus… ¡no salude!… se le deduce un dólar de la paga por la pérdida de una porra. Y además se supone que luego tienes que poder hacerles preguntas.

Contempló los restos de Arthur.

—Bueno, creo que es un buen momento para hacer una demostración de los secretos de la arquería —dijo.

Lady Sybil Ramkin estaba contemplando la patética tira de cuero que era todo lo que quedaba del difunto Regordete.

—¿Quién puede haber sido capaz de hacerle algo semejante a un pobre dragoncito? —preguntó.

—Estamos tratando de averiguarlo —dijo Vimes—. Pensamos que… que quizá lo ataron al lado de un muro y estalló.

Zanahoria se inclinó sobre la pared de un aprisco.

—¿Cuchi-cuchi-cuchi-cú? —dijo. Una llama amistosa se llevó sus cejas.

—Lo que quiero decir es que Regordete era de lo más manso —dijo lady Ramkin—. El pobrecito no le hubiese hecho daño ni a una mosca.

—¿Cómo se las podría arreglar alguien para hacer estallar a un dragón? —dijo Vimes— ¿Podrías hacerlo dándole una patada?

—Oh, sí —dijo Sybil—. Pero perderías la pierna, claro está.

—Entonces no fue así como lo hicieron. ¿Hay alguna otra manera? De forma que no te hagas daño, quiero decir.

—No, la verdad es que no. Sería más fácil arreglárselas para que el dragón se hiciera estallar a sí mismo. Realmente, Sam, no me gusta nada hablar de…

—He de saberlo.

—Bueno… en esta época del año los machos luchan. Se hacen parecer más grandes de lo que son, ¿sabes? Por eso siempre los mantengo separados unos de otros.

Vimes negó con la cabeza.

—Solo había un dragón —dijo.

Detrás de ellos, Zanahoria se inclinó sobre el siguiente aprisco, donde un dragón macho en forma de pera abrió un ojo y le miró fijamente.

—¿Verdad que eres muy buen chico? —murmuró Zanahoria—. Estoy seguro de que tengo un trocito de carbón por algún sitio…

El dragón abrió el otro ojo, pestañeó, y un instante después ya estaba completamente despierto y empezando a erguirse. Las orejas se le pegaron a la cabeza. Sus fosas nasales se dilataron. Sus alas se desplegaron. Tragó aire. El gorgoteo de los ácidos en movimiento brotó de su estómago conforme las válvulas y las esclusas iban quedando abiertas. Sus pies dejaron de estar en contacto con el suelo. Su pecho se expandió…

Vimes chocó con Zanahoria a la altura de su cintura, lanzándolo al suelo.

El dragón parpadeó dentro de su aprisco. El enemigo se había esfumado misteriosamente. ¡Se había asustado y había huido!

Soplando una enorme llamarada, el dragón fue calmándose poco a poco.

Vimes se apartó las manos de la cabeza y se puso boca arriba.

—¿Por qué ha hecho eso, capitán? —dijo Zanahoria—. Yo no estaba…

—¡Ese dragón estaba atacando a otro dragón! —gritó Vimes—. ¡Uno que se negaba a echarse atrás!

Se incorporó sobre las rodillas y dio unos golpecitos, con el dedo en la coraza de Zanahoria.

—¡La pules hasta que queda realmente brillante! —dijo—. Puedes verte a ti mismo en ella. ¡Y cualquier otra cosa también puede!

—Oh, sí, naturalmente siempre está eso —dijo lady Sybil—. Todo el mundo sabe que hay que mantener alejados a los dragones de los espejos…

—Espejos —dijo Zanahoria—. Eh, el suelo estaba lleno de trocitos de…

—Sí. Le enseñó un espejo a Regordete —dijo Vimes.

—La pobre cosita debía de estar tratando de hacerse más grande que él mismo —dijo Zanahoria.

—Estamos tratando con una mente perturbada —dijo Vimes.

—¡Oh, no! ¿Eso cree?

—Sí.

—Pero… no… no puede estar en lo cierto. Porque Nobby estuvo con nosotros durante todo el tiempo.

—No me refería a Nobby —dijo Vimes tercamente—. Por muchas cosas que pudiera llegar a hacerle a un dragón, dudo de que lo hiciera estallar. En este mundo hay personas más extrañas que el cabo Nobbs, mi querido muchacho.

La expresión de Zanahoria se deslizó hacia un rictus de intrigado horror.

—Caray —dijo.

El sargento Colon recorrió las dianas con la mirada. Después se quitó el casco y se secó la frente.

—Creo que la guardia interina Angua no debería hacer ningún otro intento con el arco largo hasta que hayamos encontrado alguna manera de evitar que su… que ella se interponga.

—Lo siento, sargento.

Se volvieron hacia Detritus, que permanecía inmóvil con expresión cariacontecida detrás de un montón de arcos largos rotos. Las ballestas estaban totalmente descartadas, ya que en las inmensas manos de Detritus parecían horquillas para el pelo. En teoría el arco largo sería un arma mortífera en sus manos, tan pronto como hubiera aprendido a dominar el arte de soltarlo a su debido tiempo.

Detritus se encogió de hombros.

—Lo siento, señor-dijo—. Arcos no son armas troll.

—¡Ja! —dijo Colon—. En cuanto a usted, guardia interino Cuddy…

—Es que no consigo pillarle el tranquillo a esto de apuntar, sargento.

—¡Creía que los enanos eran famosos por sus habilidades en la batalla!

—Sí, pero… Bueno, son otro tipo de habilidades —dijo Cuddy.

—Emboscada —murmuró Detritus.

Como era un troll, el murmullo rebotó en unos cuantos edificios lejanos. La barba de Cuddy se erizó.

—Troll traicionero, voy a coger mi…

—Bueno, bueno —se apresuró a decir el sargento Colon-, me parece que dejaremos de adiestrarnos. Tendrán que… irle pillando el truco con la práctica, ¿de acuerdo?

Suspiró. No era un hombre cruel, pero había sido o un soldado o un guardia durante toda la vida, y tenía la sensación de que se estaba esperando demasiado de él. De otra manera nunca hubiese dicho lo que dijo a continuación.

—No lo sé, de veras que no lo sé. No paráis de pelear entre vosotros, destrozáis vuestras propias armas… Bueno, lo que yo me pregunto es a quién creemos estar engañando. Ya casi es mediodía, así que ahora os tomaréis unas cuantas horas libres y ya volveremos a vernos esta noche. Si pensáis que vale la pena hacer acto de presencia, claro está.

Hubo un súbito chasquido. La ballesta de Cuddy acababa de disparársele. El dardo pasó silbando junto a la oreja del cabo Nobbs y dio en el río, donde quedó clavado.

—Lo siento —dijo Cuddy.

—Tch, tch —dijo el sargento Colon.

Aquella fue la peor parte. Todo hubiese ido mejor si le hubiera gritado unos cuantos insultos al enano. De hecho, todo hubiese ido mucho mejor si Colon hubiera conseguido dar la impresión de que Cuddy valía que se desperdiciara un insulto en él.

Dio media vuelta y echó a andar hacia Pseudópolis Yard. Todos oyeron el comentario que musitó mientras se alejaba.

—¿Qué decir él? —dijo Detritus.

—«Menudo cuerpo de hombres» —dijo Angua, enrojeciendo.

Cuddy escupió en el suelo, cosa que no requirió mucho tiempo debido a la proximidad. Luego metió una mano debajo de la capa y sacó de ella, como un mago de feria que extrae un conejo de la talla diez de un sombrero de la talla cinco, su hacha de guerra de doble hoja. Y echó a correr.

Cuando hubo llegado al blanco virginal, Cuddy ya se había convertido en una mancha borrosa. Un instante después hubo un sonido de desgarro y el maniquí estalló como un montón de paja nuclear.

Los otros dos reclutas fueron hacia allí e inspeccionaron el resultado, mientras algunas briznas de paja revoloteaban por el aire para terminar cayendo al suelo.

—Sí, muy bien —dijo Angua—. Pero dijo que se suponía que luego tenías que poder hacerles preguntas.

—Pero no dijo que tuvieran que poder responder a esas preguntas —replicó Cuddy hoscamente.

—Guardia interino Cuddy, deducir un dólar por blanco —dijo Detritus, quien ya debía once dólares por arcos.

—¡Si vale la pena hacer acto de presencia! —dijo Cuddy, volviendo a extraviar el hacha en algún rincón de su persona—. ¡Especiecista!

—No creo que lo dijera en ese sentido —dijo Angua.

—Oh, eso a ti no te afecta, claro —dijo Cuddy.

—¿Por qué?

—Porque tú eres un hombre —dijo Detritus.

Angua era lo suficientemente inteligente como para dedicar unos cuantos momentos a reflexionar sobre lo que acababa de oír.

—Soy una mujer —dijo finalmente.

—Es lo mismo.

—Solo en términos generales. Venga, vayamos a tomar una copa y…

El momento transitorio de camaradería ante la adversidad se evaporó por completo.

—¿Beber con un troll?

—¿Beber con un enano?

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Angua—. ¿Qué os parece si tú y tú venís y os tomáis una copa conmigo?

Angua se quitó el casco y sacudió la cabeza, haciendo ondear sus cabellos. Las trolls no tienen cabello, aunque las más afortunadas son capaces de llegar a cultivar una fina capa de liquen, y es más probable que se elogie a una enana por la sedosidad de su barba que por lo que hay encima de su cuero cabelludo. Pero, aun así, cabe la posibilidad de que la visión de Angua hiciera saltar unas cuantas chispas de alguna antigua masculinidad cósmica compartida.

—La verdad es que todavía no he tenido ocasión de ir a echar una mirada por ahí-dijo—. Pero vi un sitio en la calle del Brillo.

Lo cual significó que tuvieron que cruzar el río, mientras al menos dos de ellos intentaban dejar claro a los transeúntes que no estaban yendo con al menos uno de los otros dos. Lo cuál significaba que no paraban de mirar en torno a ellos con una desesperada despreocupación.

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