Vimes subió las escaleras con paso inseguro, se abrió camino hacia su despacho, se dejó caer en un sillón de cuero cuarteado cuyo relleno se salía por todas partes, rebuscó en el cajón inferior, cogió una botella, agarró el corcho con los dientes, tiró, lo escupió y bebió un largo trago. Empezaba su día.
El mundo empezó a enfocarse.
La vida es igual que la química. Una gota por aquí, una presión por allá y todo cambiaba. Engullía unos decilitros de zumos fermentados y, de repente, empezaba a vivir unas horas más.
En el pasado, en los tiempos en que aquél había sido un barrio respetable, el esperanzado propietario de una taberna en el portal contiguo pagó a un mago una considerable suma de dinero a cambio de un letrero luminoso en el que cada letra era de un color diferente. Ahora funcionaba de manera caótica, y a veces, con la humedad, se cortocircuitaba. En aquel momento la E era de un rosa enfermizo, y se encendía y se apagaba al azar.
Vimes se había acostumbrado a él. Parecía formar parte de la vida.
Contempló durante un rato el vacilante juego de luces en la fachada semiderruida. Luego, levantó un pie metido en su sandalia y dio dos fuertes patadas en los tablones que formaban el suelo.
Tras unos pocos minutos, un sonido lejano indicó que el sargento Colon subía por las escaleras.
Vimes contó en silencio. Colon siempre hacía una pausa de seis segundos al final de los peldaños para recuperar el aliento, al menos en parte.
Al séptimo segundo, la puerta se abrió. La cara del sargento apareció por la ranura como una luna llena.
Se podía describir al sargento Colon de la siguiente manera: era el tipo de hombre que, si se decidiera por la carrera militar, gravitaría automáticamente hasta el puesto de sargento. Nadie lo podía imaginar como cabo. Ni como capitán, desde luego. Fuera del ejército, parecía hecho a medida para algo como fabricante de salchichas, para cualquier cosa que requiriese un rostro sonrosado y una terrible tendencia a sudar.
Saludó y, con mucho cuidado, puso una arrugada hoja de papel sobre el escritorio de Vimes. La alisó con las manos.
—Buenas noches, capitán —dijo—. El informe de los incidentes de ayer y todo eso. Ah, se me olvidaba, debes cuatro peniques en el Club de Té.
—¿Qué es eso de un enano, sargento? —le preguntó Vimes bruscamente.
Colon arqueó las cejas.
—¿Qué enano?
—El que se acaba de unir a la Guardia. Se llama… —Vimes titubeó—. Zanahoria, o algo así.
—¿Ése? —Colon se quedó boquiabierto—. ¿Es un enano? ¡Ya decía yo que no te puedes fiar de esos malditos! Me engañó como a un tonto, capitán, ¡el muy canalla debió de mentir con respecto a su altura!
Colon se fijaba mucho en la altura, sobre todo en la de los que eran más bajos que él.
—¿Sabes que arrestó al presidente del Gremio de Ladrones esta mañana?
—¿Por qué?
—Al parecer, por ser presidente del Gremio de Ladrones.
El sargento lo miró, asombrado.
—¿Y dónde está el crimen?
—Creo que lo mejor será que tenga una charla con el tal Zanahoria —suspiró Vimes.
—¿No lo viste, señor? —señaló Colon—. Dijo que se había presentado ante ti.
—Yo, eh…, debía de estar muy ocupado en aquel momento. Con muchas cosas en la cabeza.
—Claro, señor —respondió Colon con educación.
Vimes tuvo el suficiente orgullo como para apartar la vista y remover un poco los estratos de papeles que poblaban su escritorio.
—Tenemos que sacarlo de las calles lo antes posible —murmuró—. ¡Lo próximo que se le ocurrirá será detener al presidente del Gremio de Asesinos por matar a alguien! ¿Dónde está ahora?
—Lo puse de compañero con el cabo Nobbs, capitán. Dijo que le enseñaría los entresijos de la cosa, o algo por el estilo.
—¿Has enviado a un recluta con Nobby?— casi gritó Vimes.
Colon tragó saliva.
—Bueno, señor, es un hombre con experiencia. Pensé que el cabo Nobbs podía enseñarle muchas cosas…
—Esperemos que no aprenda demasiado deprisa —dijo el capitán, al tiempo que se ponía el casco de hierro—. Vamos.
Cuando salieron de la Casa de la Guardia, había una escalera apoyada contra la pared de la taberna. Un hombre corpulento, subido a ella, maldecía entre dientes mientras trajinaba con el letrero luminoso.
—La que no funciona bien es la E —le advirtió Vimes.
—¿Qué?
—La E. Y la T chisporrotea cuando llueve. Ya era hora de que lo arreglaran.
—¿Arreglarlo? Ah. Sí. Arreglarlo. Claro. Lo estoy arreglando.
Los guardias se alejaron chapoteando en los charcos. El Hermano Vigilatorre sacudió la cabeza lentamente y volvió a concentrarse en el destornillador.
En todas las fuerzas armadas hay hombres como el cabo Nobbs. Aunque su conocimiento de las reglas suele ser enciclopédico, ponen buen cuidado en no ascender jamás más allá de cabo, por ejemplo. Nobbs hablaba por la comisura de los labios. Fumaba sin cesar, pero lo que más extrañó a Zanahoria fue que, aunque todos los cigarrillos de Nobby se convertían en colillas casi al instante, seguían siendo colillas indefinidamente, o hasta que se las colocaba tras la oreja, que era una especie de Cementerio de los Elefantes para la nicotina. En las raras ocasiones en que se sacaba una de la boca, la mantenía en la mano como si la protegiera.
Era un hombre menudo, de piernas torcidas, con un cierto parecido al chimpancé que no llega nunca a grabar anuncios divertidos de televisión.
Era de edad indeterminada. Pero por su cinismo y por su hastío ante el mundo en general, que son algo así como la prueba del carbono para la personalidad, debía de tener unos siete mil años.
—Esta ruta es coser y cantar —dijo mientras caminaban por una húmeda calle en el barrio de los comerciantes.
Giró la manilla de una puerta. Estaba cerrada.
—Tú sigue conmigo —añadió—, y me encargaré de que te enteres de todo. Venga, prueba las puertas de la otra acera de la calle.
—Ah. Ya entiendo, cabo Nobbs. Es para saber si alguien se ha dejado la tienda abierta —dijo Zanahoria.
—Aprendes de prisa, hijo.
—Espero que podamos apresar al criminal durante el delito, señor —añadió el chico, lleno de celo profesional.
—Eh…, claro —asintió Nobby, inseguro.
—Pero, si encontramos alguna puerta abierta, supongo que deberemos llamar al propietario —siguió Zanahoria—. Y uno de nosotros tendrá que quedarse para vigilar entretanto, ¿no?
—¿Tú crees? —se animó Nobby—. Yo me encargaré de eso, tranquilo. Tú puedes ir a buscar a la víctima. Al propietario, quiero decir.
Probó otra manilla. Ésta giró.
—En las montañas, de donde yo vengo —señaló Zanahoria—, si atrapaban a un ladrón, lo colgaban por…
Se detuvo, tanteando una manilla.
Nobby lo miró.
—¿Por dónde? —preguntó entre horrorizado y fascinado.
—Ahora no me acuerdo —respondió el chico—. De todos modos, mi madre decía que se merecían algo mucho peor. Robar está Mal.
Nobby había sobrevivido a muchas masacres gracias al hecho de no estar allí. Soltó la manilla y le dio una palmadita amistosa.
—¡Ya lo tengo! —exclamó Zanahoria.
Nobby se sobresaltó.
—¿El qué? —gritó.
—Ya me acuerdo de cómo los colgaban.
—Oh —susurró el cabo—. ¿Por dónde?
—Por todo el muro de la ciudad —respondió el chico—. A veces durante días enteros. No volvían a hacerlo, se lo aseguro. Se lo digo yo —añadió.
Nobby apoyó la lanza contra la pared y rebuscó una colilla diminuta tras su oreja. Decidió que había que aclarar un par de cosas.
—¿Por qué tuviste que hacerte guardia, muchacho? —le preguntó.
—Todo el mundo me pregunta lo mismo —dijo Zanahoria—. No tuve que. Quise. Así me haré un Hombre.
Nobby nunca miraba directamente a los ojos. Contempló asombrado la oreja derecha de Zanahoria.
—¿De verdad quieres decir que no estás huyendo de nada?
—¿Por qué iba a querer huir de algo?
Nobby dio un par de vueltas al asunto.
—Ah… Siempre hay algo. Quizá…, quizá se te acusó de algo que no habías hecho —sonrió—. Quizá, por ejemplo, faltaron cosas en las tiendas y te echaron la culpa injustamente. O aparecieron ciertas cosas en tu bolsa, y tú no tienes ni idea de cómo llegaron allí. Ese tipo de asuntos. Se lo puedes decir al viejo Nobby. O quizá fue otra cosa… —Dio un codazo a Zanahoria—. Otra cosa, a lo mejor. Cherché la femme, ¿eh? ¿Metiste en apuros a una chica?
—Yo… —empezó Zanahoria.
Y entonces se acordó de que uno debía decir la verdad incluso a gente tan rara como Nobby, quienes no parecían saber lo que era eso. Y la verdad es que siempre estaba metiendo en apuros a Minty, aunque no sabía muy bien cómo ni por qué. Pero cada vez que se marchaba tras visitarla en la cueva de los Machacarrocas, oía los gritos de los padres de la chica. Siempre eran educados con él, pero, por algún motivo que no entendía, Minty se encontraba en apuros después de cada una de sus visitas.
—Sí —dijo al final.
—Ah. Suele suceder —asintió Nobby con gesto de entendido.
—Constantemente —añadió Zanahoria—. La verdad es que casi todas las noches.
—Vaya. —Nobby estaba impresionado. Bajó la vista hacia el Protector—. Ésa es la razón de que te hicieran ponerte eso, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, no te preocupes. Todo el mundo tiene su pequeño secreto. O su gran secreto, que todo es posible. Hasta el capitán. Está con nosotros porque fue Traído a Nado por una Mujer. Eso dice el sargento. Traído a Nado.
Aquello parecía doloroso.
—Caray —se compadeció Zanahoria.
—Pero a mí me da la sensación de que es porque dice lo que piensa. Y lo dijo demasiado a menudo delante del patricio, que lo oí yo. Le dijo que los del Gremio de Ladrones no eran más que una pandilla de ladrones, o algo así. Por eso está con nosotros. La verdad, no sé. —Contempló el pavimento con mucho interés—. ¿Y dónde vives ahora, chico? —preguntó al final.
—Hay una señora, la señora Palma… —empezó Zanahoria.
Nobby se atragantó, y el humo se le fue por otro camino.
—¿En Las Sombras? —aulló—. ¿Estás viviendo en Las Sombras?
—Oh, sí.
—¿Todas las noches?
— Bueno, más bien todos los días, en realidad. Sí.
—¿Y has venido aquí para hacerte un hombre?
—¡Sí!
—No creo que me gustara vivir en tu tierra —suspiró el cabo.
—Mire —replicó Zanahoria, que no entendía nada—, vine porque el señor Varneshi dijo que era el mejor trabajo del mundo, con eso de defender la ley y lo demás. Porque es así, ¿no?
—Bueno, eh… —vaciló Nobby—. En cuanto a eso…, lo de defender la ley, quiero decir…, o sea, antes sí, antes de que tuviéramos los Gremios y esas cosas… pero ahora, de la ley no es que quede mucho…, oh, bueno, no sé. Mira, lo que tienes que hacer es tocar la campana y agachar la cabeza por si acaso.
Nobby suspiró. Luego gruñó, se sacó el reloj de arena del cinturón y contempló los granos de arena que caían rápidamente. Lo devolvió a su sitio, quitó la funda de piel con que cubría el badajo de su campanilla y la sacudió un par de veces, no muy fuerte.
—Las doce en punto y sereno —murmuró.
—¿Y eso es todo? —preguntó Zanahoria mientras morían los ecos.
Nobby dio una rápida calada a la colilla.
—Más o menos. Más o menos.
—¿Así, sin más? ¿Nada de persecuciones por los tejados a la luz de la luna? ¿Nada de colgarnos de los candelabros del techo? ¿Nada por el estilo? —insistió el chico.
—Ni se me ocurriría —replicó Nobby con fervor—. En mi vida he hecho cosas como ésas. —Lanzó una bocanada de humo—. Correr por los tejados, vaya idea, ¡uno se puede matar haciendo esas cosas! Si no te importa, yo sigo con la campanilla, gracias.
—¿Puedo probar yo?
Nobby empezaba a sentirse desconcertado. Por eso, y sólo por eso, cometió el error de entregar la campanilla a Zanahoria sin decir palabra.
Zanahoria la examinó unos instantes. Luego, la sacudió vigorosamente por encima de su cabeza.
—¡Las doce en punto y sereeeenoooo! — aulló a pleno pulmón.
Los ecos resonaron en la calle, y al final los ahogó un silencio espeso, terrible. Varios perros ladraron en la noche. Un bebé empezó a llorar.
—¡Shhhh! —siseó Nobby.
—Bueno, es que todo está sereno, ¿no? —insistió Zanahoria.
—¡Pero dejará de estarlo si sigues sacudiendo así la maldita campana! ¡Dámela ahora mismo!
—¡No lo entiendo! —replicó el muchacho—. Mire, tengo este libro que me dio el señor Varneshi…
Se rebuscó los bolsillos hasta dar con Las Leyes y Ordenanzas.
Nobby echó un vistazo al volumen y se encogió de hombros.
—Ni sabía que existieran —dijo—. Ahora, sigamos con la ronda, pero en silencio. Nada de gritar tanto, puedes llamar la atención de…, de cualquiera. Vamos, por aquí.