Así, un poco más adelante, el patricio volvió a reunir a los ladrones y les dijo, oh, por cierto, ahora que me acuerdo…, vaya, no sé qué iba a decir… ¡ah, sí!
Sé quiénes sois, les dijo. Sé dónde vivís. Sé qué clase de caballos tenéis. Sé a qué peluquería van vuestras esposas. Sé los nombres de vuestros encantadores hijos, por cierto, ¿cuántos años tienen ya?, cielos, cómo pasa el tiempo, y sé dónde juegan. Así que no olvidéis nuestro acuerdo, ¿vale? Y sonrió.
Ellos también sonrieron, después de tragar saliva.
Y la verdad es que todo funcionó muy satisfactoriamente para todo el mundo. El jefe de los ladrones tardó poco en echar barriga y en hacerse diseñar escudos de armas, además de buscar un edificio adecuado para las reuniones y olvidarse para siempre de los antros llenos de humo. Establecieron un complicado sistema de recibos y facturas mediante el cual, aunque todo el mundo podía recibir las atenciones del Gremio, nadie las recibía en exceso, y la situación era muy aceptable…, al menos para los ciudadanos suficientemente ricos como para pagar la razonable tarifa que el Gremio cobraba a cambio de una vida sin sobresaltos. Había una extraña expresión extranjera para denominar esto: palizas de canguros. Nadie sabía exactamente qué significó en un principio, pero Ankh-Morpork la había adoptado.
A la Guardia no le hizo gracia, pero los hechos demostraron que los ladrones controlaban el crimen mejor de lo que lo habían hecho ellos. Al fin y al cabo, la Guardia tenía que trabajar el doble para hacer que el índice de criminalidad bajara, mientras que el Gremio lo único que tenía que hacer era trabajar menos.
Así, la ciudad prosperó, y la Guardia se fue atrofiando como un apéndice inútil, convirtiéndose en una pandilla de inútiles a los que nadie en su sano juicio tomaba en consideración.
Y nadie quería que se les metiera en la cabeza combatir el crimen. Pero ver la humillación del jefe de los ladrones había valido la pena, en opinión del patricio.
El capitán Vimes llamó a la puerta con mucho cuidado, porque cada golpe le resonaba en el cráneo.
—Adelante.
Vimes se quitó el casco, se lo puso bajo el brazo y empujó la puerta para abrirla. El crujido fue como una sierra roma en la parte delantera de su cerebro.
Siempre se sentía intranquilo en presencia de Lupine Wonse. En realidad, siempre se sentía intranquilo en presencia de lord Vetinari, pero eso era diferente… era cuestión de posición. Un temor de lo más normal. Mientras que a Wonse lo conocía desde su infancia en las Sombras. El muchacho había sido prometedor incluso entonces. Nunca fue un jefe de banda. No tenía ni la fuerza ni la vitalidad necesarias. Además, ¿de qué servía ser jefe de una banda? Tras cada jefe de banda hay un par de tenientes en busca de un ascenso. Ser jefe de banda no es una ocupación con muchas perspectivas. Pero en todas las bandas hay un jovencito pálido al que se acepta porque siempre se le ocurren buenas ideas, generalmente relativas a ancianas y a tiendas mal cerradas; ése era el lugar de Wonse en el orden natural de las cosas.
Vimes había estado en el pelotón, la versión en falseto de la carne de cañón. En su recuerdo, Wonse era un chaval flacucho, siempre caminando a saltitos para mantenerse al ritmo de los muchachos más corpulentos, y siempre con nuevas ideas para mantenerlos ocupados y que no se metieran con él, que era la diversión habitual si no había nada más interesante. Fue un entrenamiento excepcional para los rigores de la madurez, y Wonse adquirió una experiencia envidiable.
Sí, los dos habían empezado desde abajo. Pero Wonse había ascendido, mientras que Vimes era el primero en admitir que él se había limitado a seguir. Cada vez que parecía a punto de llegar a alguna parte, expresaba su opinión, o decía lo que no debía. Generalmente, ambas cosas a la vez.
Eso era lo que hacía que se encontrara incómodo en presencia de Wonse: el sonido del brillante mecanismo de la ambición.
Vimes nunca había dominado la ciencia de la ambición. Era algo que sucedía a los demás, no a él.
—Ah, Vimes.
—Señor —replicó Vimes, rígido.
No intentó saludar por si acaso se caía de bruces. Deseó haber tenido tiempo para beber la cena antes de acudir.
Wonse rebuscó entre los papeles de su escritorio.
—Están pasando cosas extrañas, Vimes. Me temo que hay algunas quejas graves sobre ti —dijo.
El secretario no llevaba gafas. Si las hubiera llevado, habría mirado al capitán por encima de ellas.
—¿Señor?
—Uno de tus hombres de la Guardia Nocturna. Al parecer, arrestó al jefe del Gremio de Ladrones.
Vimes se tambaleó y trató de concentrar la vista con todas sus fuerzas. No había acudido preparado para algo como aquello.
—Lo siento, señor, no he comprendido bien.
—He dicho, Vimes, que uno de tus hombres arrestó al jefe del Gremio de Ladrones.
—¿Uno de mis hombres?
—Sí.
Las células dispersas del cerebro de Vimes hicieron un valiente esfuerzo por reagruparse.
—¿Un miembro de la Guardia? — insistió.
Wonse le dirigió una sonrisa desagradable.
—Lo ató y lo dejó delante del palacio. La cosa no está muy clara. También dejó una nota…, ah… aquí está… «Este hombre ha sido arrestado acusado de Conspiración para cometer Crimen, bajo la Sección 14 (iii) del Acta General de Felonías, 1678, por mí, Zanahoria Fundidordehierroson.»
Vimes entrecerró los ojos para ver mejor.
—¿Catorce i-i—i?
—Eso parece —asintió Wonse.
—¿Qué significa?
—La verdad es que no tengo ni la más remota idea —replicó el secretario con voz seca—. Y en cuanto a ese nombre… ¿Zanahoria?
—¡Pero nosotros no hacemos esas cosas! —exclamó Vimes—. No podemos ir por ahí arrestando a los ladrones del Gremio. ¡Nos pasaríamos la vida haciéndolo!
—Por lo visto, el tal Zanahoria no opina lo mismo.
El capitán sacudió la cabeza y volvió a entrecerrar los ojos.
—¿Zanahoria? No me suena de nada.
El tono de seguridad resacosa fue suficiente hasta para Wonse, que quedó desconcertado por un momento.
—Fue bastante… —titubeó el secretario—. Zanahoria, Zanahoria —repitió—. Yo conozco ese nombre. Lo he visto escrito. —Su rostro se iluminó—. ¡Ya recuerdo, el voluntario! ¿Te acuerdas de que te enseñé la carta?
Vimes lo miró.
—Sí, la enviaba… creo que un enano…
—Decía no sé qué de mantener seguras las calles y servir a la comunidad, eso. Rogaba que se aceptara a su hijo en algún humilde puesto dentro de la Guardia.
El secretario estaba buscando entre sus archivos.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Vimes.
—Nada. Absolutamente nada. Eso es lo raro.
Vimes frunció el ceño mientras sus pensamientos daban forma a un concepto novedoso.
—¿Un voluntario? — preguntó.
—Sí.
—¿No lo obligaron a ingresar?
—Quiso ingresar. Tú dijiste que debía de ser una broma, y yo te respondí que debíamos tratar de admitir a más minorías étnicas en la Guardia. ¿Te acuerdas ahora?
Vimes lo intentó. No era fácil. Tenía el vago recuerdo de que había bebido para olvidar. La cosa no tenía mucho sentido, porque últimamente no conseguía recordar lo que quería olvidar. Al final, resultaba que bebía para olvidarse de que bebía.
Una ristra de imágenes caóticas que no quiso dignificar dándoles el nombre de recuerdos pasó por su cabeza, sin darle ninguna pista.
—No —respondió, impotente.
Wonse cruzó las manos sobre el escritorio.
—A ver si nos entendemos, capitán —dijo—. Su señoría quiere una explicación. Y yo no tengo ganas de decirle que el capitán de la Guardia Nocturna no se entera de lo que hacen los hombres que están a sus órdenes, si entendemos la palabra órdenes en un sentido muy amplio. Este tipo de cosas sólo traen problemas, se hacen preguntas, todo eso. Y no es lo que queremos, ¿verdad?
—No, señor —murmuró Vimes.
El vago recuerdo de alguien que le hablaba respetuosamente en El Racimo de Uvas estaba haciéndole cosquillas de culpabilidad desde el fondo de su consciente. No había sido un enano, desde luego. No, a menos que los requisitos para ser un enano hubieran cambiado mucho en los últimos tiempos.
—Claro que no —asintió Wonse—. Por los viejos tiempos y todo eso. Así que ya se me ocurrirá alguna explicación para el patricio. Pero tú, capitán, dedícate a averiguar qué está sucediendo, para que todo vuelva al orden. Explica brevemente a ese enano para qué son los guardias, ¿de acuerdo?
—Ja ja —rió Vimes, obediente.
—¿Cómo?
—Oh. Pensé que habías hecho un chiste étnico, señor.
—Mira, Vimes, estoy siendo muy comprensivo. Dadas las circunstancias. Pero ahora, quiero que arregles esto. ¿Comprendido?
Vimes saludó. La negra depresión que siempre albergaba se aprovechó de su estado de sobriedad y trasladó su morada a la punta de la lengua.
—Tienes mucha razón, señor secretario —respondió—. Me encargaré de que aprenda que arrestar a los ladrones va contra la ley.
Deseó no haberlo dicho. Si no dijera cosas como aquélla, ahora se encontraría en una posición mucho mejor, sería capitán de la Guardia de Palacio, un hombre importante. Darle el puesto en la Guardia Nocturna había sido un pequeño chiste por parte del patricio. Pero Wonse ya estaba leyendo un nuevo documento que había cogido de su escritorio. Si había advertido el sarcasmo, no lo demostraba.
—Muy bien —dijo.
Queridísima madre [escribió Zanahoria]: hoy ha sido un día mucho mejor. Fui al Gremio de Ladrones y arresté al jefe de los Criminales y lo llevé al Palacio del Patricio. Supongo que eso acabará con sus problemas. Y la señora Palma me ha dicho que me puedo quedar en la cama de la buhardilla porque siempre viene bien tener un hombre cerca. Eso fue porque por la noche unos hombres afectados por la bebida armaron Jaleo en la habitación de una de las chicas, y fui a hablar con ellos, pero intentaron Luchar y uno quiso golpearme con la rodilla, pero yo llevaba puesto el Protector y la señora Palma dice que se rompió la Rótula, aunque no tendré que pagarle una nueva.
No comprendo algunos deberes de la Guardia. Tengo un compañero, se llama Nobby. Dice que soy demasiado rápido. Dice que tengo mucho que aprender. Creo que es verdad, porque sólo he llegado a la Página 326 de Las Leyes y Ordenanzas de las Ciudades de Ankh y Morpork. Besos a todos. Tu hijo, Zanahoria.
P.D. Cariños a Minty.
No era sólo la soledad, era la vida en general cuando se vive al revés. Aquello lo colmaba todo, en opinión del capitán Vimes.
La Guardia Nocturna se levantaba cuando el resto del mundo se iba a la cama, y se acostaba cuando el amanecer empezaba a bañar el paisaje. Te pasabas la vida entera en calles oscuras y húmedas, en un mundo de sombras. A la Guardia Nocturna sólo se alistaban aquellos que, por un motivo u otro, preferían aquel modo de vida.
Llegó a la Casa de la Guardia. Era un edificio antiguo y sorprendentemente grande, entre una curtiduría y una sastrería que fabricaba sospechosas prendas de cuero. En el pasado sin duda fue imponente, pero ahora buena parte de él era inhabitable, y sólo lo patrullaban búhos y ratas. Sobre la puerta, un lema escrito en la antigua lengua de la ciudad estaba casi erosionado por el tiempo, la humedad y el musgo, pero se podían distinguir las letras:
fabricati diem, tivs
Según el sargento Colon, que había estado destinado en el Extranjero y se consideraba un experto en idiomas, significaba «Proteger y Servir».
Sí. En el pasado, ser guardia debió de significar algo importante.
Al entrar tambaleante en la húmeda penumbra, pensó en el sargento Colon. A aquel hombre sí que le gustaba la oscuridad. Debía treinta años de feliz matrimonio al hecho de que la señora Colon trabajaba todo el día, y el sargento Colon trabajaba toda la noche. Se comunicaban por medio de notas. Él le preparaba el té antes de salir por la noche, y ella le dejaba el desayuno listo y calientito en el horno por las mañanas. Tenían tres hijos ya mayorcitos, nacidos, según opinión de Vimes, como resultado de una caligrafía extremadamente persuasiva.
El cabo Nobbs…, bueno, cualquiera con el aspecto de Nobby tenía un número infinito de motivos para no desear que lo vieran los demás. Para notarlo no había que pensar demasiado. Sólo había un motivo para no decir qué Nobby estaba cerca del reino animal, y era que el reino animal se alejaría a toda velocidad.
Y luego estaba él mismo, claro. Un flaco montón de malas costumbres marinadas en alcohol. Eso era la Guardia Nocturna. Sólo tres personas. En el pasado hubo docenas, cientos. Y ahora… sólo tres.