En aquel momento, una terrible premonición se apoderó de Vimes cuando lo invadió una vaharada de Seducción, el perfume más caro que se podía comprar en Ankh-Morpork.
—Ah, capitán. Qué amable ha sido al venir.
Vimes se volvió muy despacio, sin que sus pies parecieran moverse.
Lady Ramkin se erguía allí, magnífica, impresionante.
Vimes fue vagamente consciente de que llevaba un brillante vestido azul que brillaba a la luz de los candelabros. La peluca era una masa de rizos castaños, y el rostro una máscara de ansiedad que sugería que todo un batallón de hábiles pintores y decoradores acababan de desmantelar sus andamios. Un tenue crujido indicaba que, bajo las capas de tela, el corsé estaba sufriendo las presiones que sólo se suelen encontrar en el corazón de estrellas muy grandes.
—Yo, eh… —tartamudeó—. Si me hubiera, eh…, si me hubiera dicho, eh… Me habría vestido de manera más apropiada, eh… Extremadamente… Muy…
La mujer se cernió sobre él como una deslumbrante grúa.
En una especie de ensoñación, Vimes se dejó guiar hasta un asiento. Debió de comer, porque los criados aparecían de la nada con cosas rellenas de otras cosas, y luego regresaban para llevarse los platos. El mayordomo se reanimaba de cuando en cuando para llenar las copas de extraños vinos. El calor de las velas habría bastado para cocinar. Y lady Ramkin no dejó de hablar constantemente… sobre el tamaño de la casa, las responsabilidades de una hacienda tan grande, la sensación de que ya era hora de tomarse Más en Serio su Posición en la Sociedad, mientras el sol poniente teñía la habitación de rojo y a Vimes le empezaba a dar vueltas la cabeza.
La sociedad, consiguió pensar, no sabía lo que estaba a punto de caerle encima. Los dragones no fueron mencionados ni una sola vez, aunque, a media cena, algo puso la cabeza en la rodilla de Vimes y empezó a babear.
No encontró momento para intervenir en la conversación. Estaba superado por todos los flancos, derrotado antes de empezar. Hizo un solo intento de alcanzar terrenos más elevados, desde los cuales huir.
—¿Adónde cree que han ido? —preguntó.
—¿Quién? —respondió lady Ramkin, deteniéndose por un momento.
—Los dragones. Ya sabe. Errol y su espo… y su pareja.
—Ah, a cualquier lugar rocoso y aislado, supongo —dijo la dama—. Es el lugar favorito de los dragones.
—Pero…, pero ella es una criatura mágica —señaló Vimes—. ¿Qué sucederá cuando la magia se acabe?
Lady Ramkin le dirigió una sonrisa tímida.
—La mayoría de la gente se las arregla muy bien —dijo.
Extendió la mano por encima de la mesa para tocar la del capitán.
—Sus hombres creen que usted necesita alguien que le cuide —dijo.
—Ah, ¿sí?
—El sargento Colon me dijo que opinaba que nos llevaríamos como una maison en Flambe.
—Ah, ¿sí?
—Y me dijo otra cosa —siguió la dama—. ¿Cómo era exactamente? Ah, sí… «Es una posibilidad entre un millón, pero puede funcionar», me parece que fueron sus palabras exactas.
Lady Ramkin le sonrió.
Y entonces, de repente, Vimes se dio cuenta de que, en su categoría especial, era hermosa; se trataba de la misma categoría especial a la que pertenecían todas las mujeres que se habían tomado la molestia de sonreírle. Ella no podía hacerlo peor, pero claro, él no podía hacerlo mejor. Quizá hubiera una especie de equilibrio. Ya no era joven, pero ¿acaso era joven él? Y tenía clase, dinero, sentido común y seguridad en sí misma, todas las cosas de las que él carecía. Y ella le había abierto su corazón: si se lo permitía, lo podría envolver con él. Aquella mujer era una ciudad.
Al final, bajo asedio, uno acababa por hacer lo que siempre había hecho Ankh-Morpork: abrir las puertas, dejar entrar a los invasores e integrarse con ellos.
¿Por dónde empezar? La dama parecía esperar algo.
Vimes se encogió de hombros, cogió la copa de vino y buscó una frase adecuada.
—Va por ti, nena —fue lo primero que se le ocurrió.
Los gongs de los templos dieron la medianoche.
(Y muy lejos, cerca del Eje, donde las Montañas del Carnero se unían a los imponentes picos del sistema central, donde extrañas criaturas peludas recorrían las nieves perennes, donde las tempestades aullaban entre las cumbres, las luces de un lamasterio se apagaron. En el patio, un par de monjes con túnicas amarillas cargaron la última caja de botellitas verdes en un trineo para la primera parte del viaje increíblemente difícil que harían hasta las lejanas llanuras. La etiqueta de la caja decía, «Sr. Y.V.A.L.R. Escurridizo, Ankh-Morpork».
—¿Sabes, Lobsang? —dijo uno de ellos—, no me puedo imaginar qué hace con esto.)
El cabo Nobbs y el sargento Colon descansaban contra un muro entre las sombras cerca del Tambor Remendado, pero se irguieron cuando salió Zanahoria con una bandeja. Detritus, el troll, le cedió el paso respetuosamente.
—Aquí tenéis, muchachos —dijo el joven—. Tres jarras de cerveza. Invita la casa.
—De maravilla, nunca pensé que lo lograras —respondió Colon al tiempo que cogía una por el asa—. ¿Cómo lo has convencido?
—Sólo tuve que explicarle que el deber de todos los buenos ciudadanos es ayudar a la guardia en cualquier momento —explicó Zanahoria con inocencia—. Y le di las gracias por su cooperación.
—Sí, y todo lo demás —se burló Nobby.
—No, eso fue todo lo que le dije.
—Pues debes de tener un tono de voz muy convincente.
—Ah. Bueno, muchachos, disfrutad mientras dure —indicó Colon.
Bebieron con gesto pensativo. Era un momento de paz suprema, unos pocos minutos arrebatados a las realidades de la vida real. Era un mordisco a la fruta robada, y como tal lo disfrutaron. En toda la ciudad no parecía haber nadie peleando, apuñalando o armando broncas, y por el momento casi podían imaginar que aquella maravillosa situación duraría cierto tiempo.
Aunque no fuera así, siempre les quedaban los recuerdos agradables. Recuerdos de correr y que la gente se apartara a su paso. Recuerdos de las expresiones horrorizadas de los guardias de palacio. Recuerdos de habían triunfado allí donde habían fracasado ladrones, héroes y dioses. Recuerdos de haber hecho las cosas casi bien.
Nobby dejó la jarra en la repisa de una ventana, dando unas pataditas al suelo para que los pies le entraran en calor, y se echó aliento a los dedos. Sólo tuvo que buscar unos instantes detrás de su oreja para dar con un fragmento de cigarrillo.
—Qué días, ¿eh? —suspiró Colon satisfecho, mientras la llama de una cerilla los iluminaba a los tres.
Los otros asintieron. El día anterior parecía haber transcurrido un siglo antes. Pero cosas como aquéllas no se podían olvidar, sucediera lo que sucediera en adelante.
—No quiero volver a ver un jodido rey en lo que me queda de vida —dijo Nobby.
—La verdad, no creo que fuera un rey —replicó Zanahoria.
—Ya no quedan reyes de verdad —dijo Colon, sin lamentarlo demasiado.
Diez dólares más al mes estaban cambiando su vida. La señora Colon se comportaba de manera muy diferente con un hombre capaz de aportar al hogar diez dólares más al mes. Las notas que le dejaba en la mesa de la cocina eran mucho más cariñosas.
—No, pero lo que quiero decir es que no hay nada de raro en tener una espada antigua —indicó Zanahoria—. Ni una marca de nacimiento. Yo mismo tengo una marca de nacimiento en el brazo.
—Mi hermano también tiene una —aportó Colon—. Parece un barco.
—La mía parece más bien una corona —dijo Zanahoria.
—Ah, claro, y por eso eres un rey —sonrió Nobby—. Es evidente.
—No veo por qué. Mi hermano no es almirante —razonó Colon.
—Y también tengo esta espada —siguió el muchacho.
La desenfundó. Colon la cogió de entre sus manos y la examinó a la luz que salía por la puerta del Tambor. La hoja era roma y corta, estaba mellada como una sierra. Parecía muy bien hecha, y quizá en el pasado hubiera lucido una inscripción, pero ahora el uso la había vuelto indescifrable.
—Bonita espada —dijo, pensativo—. Tiene buen equilibrio.
—Pero no es una espada de rey —replicó Zanahoria—. Las espadas de los reyes son brillantes, mágicas, tienen piedras preciosas y cuando las sostienes en alto reflejan la luz, ting.
—Ting — asintió Colon—. Sí. Supongo que sí.
—Lo que quiero decir, es que no se puede ir por ahí dando tronos a la gente sólo por cosas como ésas —siguió el muchacho—. Eso es lo que dijo el capitán Vimes.
—Pero lo de ser rey es un buen empleo —indicó Nobby—. Se trabaja pocas horas.
—¿Mmm?
Por unos momentos, Colon se había perdido en un pequeño mundo de especulaciones. Los reyes de verdad tenían espadas brillantes, obviamente. Pero, pero, pero quizá los reyes de verdad, en el pasado, preferían las espadas que no se andarán con zarandajas de luces, sino que fueran condenadamente eficaces cortando cosas. Pero no era nada más que una idea.
—Decía que ser rey es un buen empleo, que se trabaja pocas horas —repitió Nobby.
—Sí, sí, pero también se vive pocos años —señaló el sargento.
Miró pensativo a Zanahoria.
—Ah. Claro, eso es verdad.
—En cualquier caso, mi padre dice que ser rey es un trabajo muy duro —intervino el muchacho—. Hay que supervisar montones de cosas. —Se acabó la cerveza—. No es un trabajo para gente como nosotros. Nosotros… —Alzó la vista con orgullo—. Nosotros somos guardias. ¿Te encuentras bien, sargento?
—¿Eh? ¿Qué? Oh. Sí.
Colon se encogió de hombros. Al fin y al cabo, ¿qué importaba? Quizá las cosas se hubieran resuelto de la manera más conveniente. Apuró la jarra de cerveza.
—Será mejor que nos vayamos —dijo—. ¿Qué hora es?
—Las doce en punto —contestó Zanahoria.
—¿Algo más?
El muchacho pensó un instante.
—¿Y sereno? —aventuró.
—Exacto. Sólo estaba haciendo una prueba.
—¿Sabes una cosa? —dijo Nobby—. Tal como tú lo dices, chico, uno casi se podría creer que es verdad.
Contemplemos la escena desde lejos, cada vez desde más lejos.
Esto es el Disco, mundo y espejo de mundos, que viaja por el espacio sobre los lomos de cuatro elefantes gigantescos, de pie a su vez sobre el caparazón de Gran A’Tuin, la Tortuga Celestial. Por toda la Periferia de este mundo, el océano se derrama incesantemente hacia la noche. En su eje se alza la pica del Cori Celesti, en cuyas brillantes alturas los dioses juegan con los destinos de los hombres…
… aunque no se sabe cuáles son las reglas.
En un extremo del Disco, empezaba a salir el sol. La luz de la mañana fluyó por el puzzle de mares y continentes, pero muy despacio, porque la luz se demora cuando se encuentra con un campo de magia.
En el otro extremo, donde la vieja luz del ocaso apenas había tenido tiempo de desaparecer de los valles más profundos, dos motas, una pequeña y otra grande, salieron volando de entre las sombras, planearon sobre las cataratas de la periferia, y se adentraron con decisión en las estrelladas profundidades del espacio.
Quizá la magia perduraría. Quizá no. Pero ¿acaso hay algo que dure para siempre?
Notas
[1] Todo esto era falso. La verdad es que hasta las colecciones grandes de libros normales distorsionan el espacio, como se puede comprobar fácilmente entrando en cualquier librería de viejo, de esas que parecen diseñadas por M. Escher en un día malo y tienen más escaleras que estanterías, con esas hileras de baldas que conducen a puertecitas diminutas, obviamente demasiado pequeñas para que pase un ser humano. Científicamente hablando, la ecuación es la siguiente: Conocimiento = poder = energía = materia = masa; una buena librería es, en realidad, un discreto agujero negro que sabe leer.
[2] Según el Diccionario de las palabras desternillantes, una lipasa es un «biocatalizador o enzima orgánica del grupo de las hidrolasas». Al Gran Maestro Supremo le hubiera servido de gran ayuda este diccionario cuando se sentó a redactar los juramentos de la sociedad, ya que incluye otras palabras como osazonas («compuestos caracterizados por el grupo divalente H2N.N:C.C:N.NH2»), chiscarra («roca caliza de poca coherencia que se divide fácilmente en fragmentos pequeños») o pendolista («persona de buena letra»).
[3] Al decir «enanos», se habla de ambos sexos. Todos los enanos tienen barba y visten unas doce prendas, unas sobre otras. El sexo es más o menos opcional.
[4] Alrededor de los cincuenta y cinco años.
[5] Literalmente, dezka-knik, «supervisor de la mina».
[6] Una de las más notables innovaciones introducidas por el patricio fue hacer que el Gremio de Ladrones fuera responsable de todo robo, con presupuesto y cuota anual, planificación previa y, sobre todo, una fuerte protección contra el intrusismo profesional. Así, a cambio de un nivel de crimen anual concertado, los mismos ladrones se encargaban de que sobre el crimen no autorizado cayera todo el peso de la injusticia, generalmente en forma de garrote con clavos en la punta.