A los enanos se les daban muy mal las metáforas.
Y además, tenían una puntería excelente.
Las Leyes y Ordenanzas de Ankh y Morpork alcanzó de pleno al secretario en la frente. El hombre parpadeó, se tambaleó y dio un paso hacia atrás.
Fue el paso más largo que podía dar. Entre otras cosas, duró el resto de su vida.
Tras varios segundos, lo oyeron chocar contra el suelo, cinco pisos más abajo.
Tras varios segundos más, se asomaron por el borde del suelo destrozado.
—Qué manera de morir —suspiró Colon.
—Desde luego —asintió Nobby, buscándose una colilla detrás de la oreja.
—Ha muerto por una comosellame, por una metáfora.
—No sé —replicó Nobby—, a mí me parece que ha sido por el suelo. ¿Tienes fuego, sargento?
—Era lo que debía hacer, ¿verdad, señor? —preguntó Zanahoria con ansiedad—. Usted me dijo…
—Sí, sí —asintió Vimes—. No te preocupes.
Bajó una mano temblorosa y recogió la bolsa de cuero de Wonse. Dentro había un montón de piedras, todas agujereadas. Se preguntó para qué las habría querido el secretario.
Un ruido metálico a su espalda hizo que se diera la vuelta. El patricio había recogido la espada regia. Ante los ojos del capitán, el anciano arrancó de la pared el otro trozo. Había sido una fractura limpia.
—Capitán Vimes —dijo.
—¿Señor?
—¿Me permites ver esa espada?
Vimes se la tendió. En aquel momento, no se le ocurría qué otra cosa hacer. Probablemente, hiciera lo que hiciera, acabaría en el pozo de los escorpiones.
Lord Vetinari examinó detenidamente la antigua hoja.
—¿Cuánto tiempo hace que la tienes, capitán? —preguntó amablemente.
—No es mía, señor. Pertenece al agente Zanahoria.
—¿El agen…?
—Yo, señor, su señoría —dijo Zanahoria con un saludo marcial.
—Ah.
El patricio dio varias vueltas al arma, contemplándola con fascinación. Vimes sintió que el aire se espesaba a su alrededor, como si la historia se estuviera arremolinando en un momento concreto, pero no habría sabido decir por qué aunque le hubiera ido la vida en ello. Era uno de esos instantes en los que los pantalones del tiempo se bifurcaban, y si uno no tenía cuidado, podía acabar en la pernera equivocada…
Wonse se levantó en un mundo de sombras, con la mente llena de confusión gélida. Pero, en aquel momento, no podía pensar más que en la alta figura encapuchada que se erguía a su lado.
—Creí que estabais todos muertos —murmuró.
Aquel lugar era extrañamente tranquilo, los colores parecían desvaídos, amortiguados. Algo iba mal, rematadamente mal.
—¿Eres tú, Hermano Portero? —aventuró.
La figura se acercó aún más.
Metafóricamente —dijo.
… y el patricio tendió la espada a Zanahoria.
—Muy bien hecho, joven —dijo—. Capitán Vimes, sugiero que des el resto del día libre a tus hombres.
—Gracias, señor —asintió Vimes—. De acuerdo, muchachos, ya habéis oído a su señoría.
—Pero tú no, capitán. Tenemos que hablar de algunas cosas.
—¿Sí, señor? —dijo con inocencia.
Los guardias se apresuraron a marcharse, no sin dirigir a Vimes una mirada triste y compasiva.
El patricio se acercó hasta el borde del precipicio que se abría en el suelo, y miró hacia abajo.
—Pobre Wonse —dijo.
Vimes se quedó contemplando la pared.
—Sí, señor.
—La verdad, lo habría preferido vivo.
—¿Señor?
—Estaba equivocado, quizá, pero era un hombre muy útil. Su cabeza me habría sido de gran utilidad.
—Sí, señor.
—El resto lo habríamos tirado, claro.
—Sí, señor.
—Era un chiste, Vimes.
—Sí, señor.
—El pobre nunca entendió el funcionamiento de los pasadizos secretos, ¿sabes?
—No, señor.
—Ese joven…, ¿has dicho que se llamaba Zanahoria?
—Sí, señor.
—Un buen muchacho. ¿Le gusta estar en la Guardia?
—Sí, señor. Se encuentra como en su casa, señor.
—Me has salvado la vida.
—¿Señor?
—Ven conmigo.
Echó a andar entre las ruinas del palacio. Vimes lo siguió hasta que llegaron al Despacho Oblongo. Estaba bastante limpio. La devastación no lo había afectado apenas, lo único anormal era la capa de polvo que lo cubría todo. El patricio se sentó, y de repente fue como si nunca se hubiera marchado. Vimes llegó a preguntarse si había salido de allí en algún momento.
El anciano cogió un montón de papeles y les sacudió el yeso de encima.
—Qué lástima —suspiró—. Lupine era un hombre muy prolijo.
—Sí, señor.
El patricio entrelazó los dedos de las manos y miró a Vimes por encima de ellas.
—Permite que te dé algunos consejos, capitán —dijo.
—¿Sí, señor?
—Quizá eso te ayude a comprender el mundo.
—Señor.
—Creo que la vida te resulta tan complicada porque piensas que hay gente buena y gente mala —empezó el hombre—. Pero te equivocas, desde luego. Únicamente hay gente mala, lo que pasa, es que algunas personas ocupan posiciones enfrentadas.
Hizo un gesto en dirección a la ciudad, y se acercó a una ventana.
—Es un inmenso mar de maldad —dijo, casi como hablar de una propiedad suya—. Poco profundo en algunas zonas, claro, pero enorme, terriblemente profundo en otras. Siempre hay gente como tú que construye frágiles barquitas de normas e intenciones vagamente buenas, y decís que eso es lo bueno, lo que triunfará al final. ¡Es increíble!
Dio una amable palmadita a Vimes en la espalda.
—Ahí abajo —siguió—, hay gente que seguirá a cualquier dragón, que adorará a cualquier dios, que cerrará los ojos ante cualquier iniquidad. Aceptarán toda maldad cotidiana. No es la maldad creativa, aguda, de los grandes pecadores, sino una especie de oscuridad masiva de las almas. Pecado sin originalidad, se podría decir. Aceptan el mal, no porque digan sí, sino porque no dicen no. Lo lamento si esto te ofende —añadió, dando unas palmaditas en el hombro del capitán—, pero los que son como tú nos necesitan.
—¿Sí, señor?
—Oh, sí. Somos los únicos que sabemos hacer funcionar las cosas. Verás, lo único que hacen bien las personas buenas es librarse de las malas. Eso lo hacéis de maravilla, desde luego. Pero lo malo es que es lo único que hacéis de maravilla. El primer día suenan las campanas porque ha caído el tirano, y al siguiente todo el mundo empieza a quejarse porque, desde que se fue el tirano, no funciona el servicio de recogida de basuras. Porque la gente mala sabe hacer planes. Se podría decir que es un requisito imprescindible para ser malo. Hasta el último tirano malévolo ha tenido un plan para dominar el mundo. En cambio, la gente buena no parece comprender el concepto.
—Eso es posible. ¡Pero en lo demás, estás equivocado! —exclamó Vimes—. Lo que pasaba era que la gente estaba asustada, aislada…
Se interrumpió. Las frases le sonaban vacías hasta a él mismo.
Se encogió de hombros.
—No son más que personas —terminó—. Se comportan como personas, señor.
Lord Vetinari le dirigió una sonrisa amistosa.
—Por supuesto, por supuesto —dijo—. Lo comprendo, tienes que creer eso. Si no, te volverías loco. Si no, empezarías a pensar que te encuentras en un puente más delgado que una pluma sobre los abismos del infierno. Si no, la existencia no sería más que una agonía oscura, y la única esperanza estaría en que no hubiera otra vida tras la muerte. Lo comprendo, créeme. —Contempló su escritorio y suspiró—. Y ahora —siguió—, tengo mucho trabajo por delante. Me temo que el pobre Wonse era un buen sirviente, pero un amo poco eficaz. Así que puedes marcharte. Procura dormir bien esta noche. Ah, y mañana, ven con tus hombres. La ciudad debe demostrar su agradecimiento.
—¿Que debe qué? —se sorprendió Vimes.
El patricio contempló un pergamino. Su voz ya volvía a tener los matices lejanos y distantes del que organiza, y planea, y controla.
—Su gratitud —dijo—. Después de cada victoria triunfal, tiene que haber héroes. Es esencial. Así todo el mundo sabrá que las cosas han acabado bien y se puede volver a la normalidad.
Miró a Vimes por encima del pergamino.
—Es parte del orden natural de las cosas —añadió.
Tras unos momentos, hizo unas cuantas anotaciones en el papel que tenía delante. Alzó la vista.
—Ya te puedes marchar —repitió.
Vimes se detuvo junto a la puerta.
—¿De verdad crees todo eso, señor? —preguntó—. ¿Crees eso de la maldad y oscuridad infinitas?
—Desde luego, desde luego —asintió el patricio al tiempo que pasaba una página—. Es la única conclusión lógica.
—Pero… te levantas de la cama todas las mañanas, señor.
—¿Mmm? Por supuesto. ¿Adónde quieres llegar?
—Señor, sólo me gustaría saber por qué.
— Sé buen muchacho, Vimes, márchate ya.
En la oscura caverna llena de corrientes, excavada desde el corazón del palacio, el bibliotecario avanzaba por el suelo. Trepó por los restos del patético montón de tesoro, y examinó interesado el cuerpo de Wonse.
Luego se agachó y, con sumo cuidado, extrajo La invocación de dragones de entre los dedos rígidos. Sopló para quitarle el polvo. Lo acarició con cariño, como si se tratara de un niño asustado.
Se volvió para trepar de nuevo al montón, y entonces se detuvo. Se inclinó otra vez y, con cautela, recogió otro libro de entre los brillantes restos. No era uno de los suyos, excepto quizá en el amplio sentido según el cual todos los libros caían bajo su dominio. Pasó unas cuantas páginas.
—Quédatelo —dijo Vimes, tras él—. Llévatelo. Guárdalo en alguna parte.
El orangután dirigió un gesto de saludo al capitán, y empezó a descender por el montón. Dio un golpecito a Vimes en la rodilla, abrió La invocación de dragones, pasó las páginas maltratadas hasta que dio con la que estaba buscando, y le pasó el libro.
Vimes escudriñó la confusa caligrafía.
Pero los dragones no son como los unicornios, ni nunca lo fueron. Habitan en un reino definido por nuestra mente y voluntad; y por tanto, bien pudiera ser que aquel que los llamara, aquel que les proporcionara un camino hasta este mundo, estuviera llamando al dragón de su propia mente.
Aun siendo así, el puro de corazón puede llamar al dragón del poder como fuerza del bien para su mundo, y en esa noche comenzará la Gran Obra. Todo está dispuesto. He trabajado duro para ser el digno invocador…
Un reino de la mente, pensó Vimes. Entonces, ahí es a donde fueron. A nuestras imaginaciones. Y cuando los llamamos para que vuelvan, les damos forma, como si fueran masa de panadero metida en sus moldes. Sólo que no salen estrellitas y corazones, sale lo mismo que eres tú. Tu propia oscuridad que toma forma…
Vimes volvió a leer los párrafos, y luego pasó las páginas siguientes.
No había muchas más. El resto del libro estaba completamente quemado.
Vimes se lo devolvió al simio.
—¿Qué tipo de hombre era de Malachite? —preguntó.
El bibliotecario meditó un instante, como convenía a una persona que se sabía de memoria el Diccionario de biografías de la ciudad. Luego, se encogió de hombros.
—¿Particularmente bueno? —quiso saber Vimes.
El simio sacudió la cabeza.
—Bueno, entonces, ¿rematadamente malo?
El simio se encogió de hombros y sacudió la cabeza de nuevo.
—Si yo estuviera en tu lugar —dijo Vimes—, pondría ese libro en algún lugar seguro. Y también el libro de leyes. Son demasiado peligrosos.
—Oook.
Vimes se desperezó.
—Y ahora —dijo—, vamos a tomar una copa.
—Oook.
—Pero una pequeña, ¿eh? Nada más.
—Oook.
—Además, invitas tú.
—Eeek.
Vimes se detuvo y bajó la vista hacia el gran rostro amable.
—Dime una cosa —pidió—. Siempre he querido saberlo…, ¿es mejor ser un simio?
El bibliotecario meditó un instante.
—Oook —dijo.
—Ah, ¿de veras? —dijo Vimes.
Llegó el día siguiente. La habitación estaba abarrotada de altos dignatarios de la ciudad. El patricio se sentaba en su austera silla, rodeado por los consejeros. Todos los presentes lucían sonrisas de oreja a oreja.
Lady Sybil Ramkin estaba sentada a un lado, vestida con unos cuantos acres de terciopelo negro. Las joyas de la familia Ramkin brillaban en sus dedos, en su garganta y en los rizos negros de la peluca que llevaba aquel día. El efecto general era sobrecogedor, como un globo en el cielo.
Vimes encabezó el desfile de los guardias hasta el centro de la sala. Se detuvo en seco, como ordenaban las normas. Le había sorprendido ver que hasta Nobby había hecho un esfuerzo: su armadura tenía puntos brillantes aquí y allá. Y la expresión de Colon era de tanta satisfacción que parecía a punto de derretirse. La armadura de Zanahoria centelleaba.
Colon saludó según las normas por primera vez en toda su vida.
—¡Todos presentes, señor! —ladró.
—Muy bien, sargento —replicó Vimes fríamente.
Se volvió hacia el patricio y arqueó una ceja concienzudamente.