¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Recorrieron la calle de los Artesanos Hábiles, giraron por el callejón del Lomo del Cerdo, salieron a la calle de los Dioses Menores y se dirigieron a toda velocidad hacia el palacio. Vimes apenas conseguía mantenerse al frente, en su mente no había nada más que la necesidad de correr, y correr, y correr.

Bueno, casi nada más. Pero la cabeza le zumbaba con ecos enloquecidos, los mismos que han oído todos los guardias del mundo, todos los pies planos del multiverso que en una u otra ocasión han intentado hacer lo Correcto.

Muy por delante de ellos, unos cuantos guardias del palacio desenvainaron las espadas, se lo pensaron mejor, se volvieron a refugiar tras los muros exteriores y cerraron las puertas. Acababan de hacerlo en el momento en que llegaron Vimes y sus hombres.

Éste titubeó, jadeante. Contempló las enormes puertas mientras recuperaba el aliento. Las que había quemado el dragón habían sido sustituidas por otras aún más imponentes. Desde detrás de ellas le llegó el sonido de los cerrojos al encajar.

No era momento para andarse con tonterías. Era capitán de la guardia, maldición. Todo un oficial. A los oficiales no les preocupaban las tonterías como aquélla. Los oficiales tenían un sistema infalible para resolver aquel tipo de problemas. Se llamaba «sargento».

—¡Sargento Colon! —rugió, con la mente todavía llena de policiedad universal—. ¡Vuela ese cerrojo!

El sargento titubeó.

—¿Cómo, señor? ¿Con un arco y una flecha?

—Quiero decir… —titubeó Vimes—. ¡Quiero decir que abras la puerta!

—¡Sí, señor! —Colon saludó. Miró las puertas un instante—. ¡Al momento! —rugió—. ¡Agente Zanahoria, un paso al frente! ¡Agente Zanahoria, firmes! ¡Agente Zanahoria, abre esa puerta al momento!

—¡Sí, señor!

Zanahoria dio un paso al frente, saludó, apretó una enorme mano hasta formar un puño, y llamó suavemente a la puerta.

—¡Abrid en nombre de la ley! —ordenó.

Se oyeron susurros al otro lado de la muralla y, al final, una pequeña mirilla se abrió una fracción de milímetro.

—¿Por qué? —preguntó una voz.

—Porque, si no lo hacéis, estaréis Interfiriendo con un Oficial de la Guardia en Cumplimiento de su Deber, delito castigado con una multa de no menos de treinta dólares o un mes de prisión menor, así como a permanecer en custodia para ulteriores interrogatorios y a media hora con un atizador al rojo vivo.

Se oyeron más susurros amortiguados, los cerrojos se deslizaron y las grandes puertas se entreabrieron.

Al otro lado no se veía a nadie.

Vimes se llevó un dedo a los labios. Señaló a Zanahoria una de las puertas, y arrastró a Nobby y a Colon hacia la otra.

—Empujad —susurró.

Empujaron, y con todas sus fuerzas. Se oyeron gritos de dolor y maldiciones procedentes desde detrás de la gruesa madera.

—¡Corramos! —gritó Colon.

—¡No! —replicó Vimes.

Dio la vuelta para mirar detrás de la puerta. Cuatro guardias de palacio semiaplastados alzaron la vista hacia él.

—No —repitió—. Se acabó el correr. Quiero que arrestéis a estos hombres.

—No os atreveréis —dijo uno de los hombres.

Vimes lo miró.

—Clarence, ¿verdad? —dijo—. Clarence acabado en ce. Pues a ver si te enteras bien de lo que te digo, Clarence acabado en ce. Puedes elegir entre enfrentarte a los cargos de Conspiración y Complicidad o…

—Se inclinó más hacia él y dirigió a Zanahoria una mirada cargada de sentido—. O enfrentarte a un hacha.

—¡Chúpate ésa, cretino! —exclamó Nobby, dando saltitos de venenosa excitación.

Los ojillos de Clarence contemplaron la enorme mole que era Zanahoria, y luego el rostro de Vimes. Allí no había ni rastro de compasión. De mala gana, pareció tomar una decisión.

—Muy bien —dijo Vimes—. Enciérralos en la garita, sargento.

Colon desenfundó el arco e irguió los hombros.

—Ya habéis oído al jefe —rugió—. Un solo movimiento en falso y sois…, y sois… —buscó una palabra a la desesperada—. ¡Y sois caradeverdes!

—¡Eso! ¡Que se enteren de lo que es bueno! —lo apoyó Nobby.

—¿De Conspiración y Complicidad con quien, capitán? —preguntó Zanahoria, mientras los guardias desarmados seguían adelante—. Hay que ser cómplice de alguien.

—Creo que, en este caso, se trata de una complicidad en general —replicó Vimes—. Y de una conspiración con el agravante de reincidencia.

—Eso —asintió Nobby—. ¡No soporto a esos canallas de conspiradores!

Colon tendió a Vimes la llave de la garita.

—No es un lugar muy seguro, capitán —dijo—. Tarde o temprano, se las arreglarán para salir.

—Eso espero —contestó Vimes—, porque quiero que tires esa llave al primer pozo que nos encontremos. ¿Estamos todos? Bien, seguidme.

Lupine Wonse recorrió los destrozados pasillos del palacio, con La invocación de dragones bajo un brazo y la deslumbrante espada regia asida con la otra mano temblorosa.

Se detuvo, jadeante, ante una puerta.

No había muchas zonas de su mente que se encontraran en situación de albergar razonamientos lógicos y cuerdos, pero la pequeña parte que seguía funcionando no dejaba de insistir en que no podía haber visto y oído lo que había visto y oído.

Alguien lo estaba siguiendo.

Y había visto a Vetinari caminando por el palacio. Sabía que el viejo patricio estaba encerrado. La cerradura de su celda era completamente indestructible. Recordaba muy bien que el mismo Vetinari se lo había repetido hasta la saciedad cuando la instalaron.

Divisó un movimiento entre las sombras al final del pasillo. Wonse dejó escapar un gemido, giró el picaporte de la puerta que tenía más cerca, entró a toda velocidad y cerró de golpe. Se apoyó contra la pared y luchó por recuperar el aliento.

Abrió los ojos.

Estaba en la antigua sala de audiencias privadas. El patricio se encontraba sentado en su viejo sillón, con las piernas cruzadas. Lo observaba con moderado interés.

—Ah, Wonse —dijo.

Wonse pegó un salto, se aferró al picaporte, salió precipitadamente al pasillo y no paró de correr hasta que no llegó a la escalera principal, que ahora se alzaba entre las ruinas del centro del palacio como un extraño sacacorchos. Escaleras…, altura…, terreno elevado…, defensa. Subió los peldaños de tres en tres.

Lo único que necesitaba eran unos minutos de paz. Luego, ya verían todos.

Los pisos superiores estaban aún más llenos de sombras. Lo que les faltaba era resistencia estructural. Al construir su caverna, el dragón había derribado columnas y muros. Las habitaciones se abrían de manera patética al borde del abismo. Los restos de los tapices y las alfombras ondeaban al viento a través de las ventanas destrozadas. El suelo temblaba como un trampolín bajo los pies de Wonse, que consiguió llegar hasta la puerta más cercana, y la abrió.

—No ha estado nada mal, bastante rápido —dijo el patricio, aprobador.

Wonse le cerró la puerta en las narices, y corrió gritando pasillo abajo.

La cordura consiguió apoderarse de él durante un instante. Se detuvo junto a una estatua. No se oía sonido alguno, ni pisadas apresuradas, ni el chirrido de puertas secretas. Lanzó una mirada de sospecha a la estatua, y la pinchó con la punta de la espada.

Al ver que no se movía, se dirigió hacia una puerta y la cerró de golpe a su espalda, cogió una silla y la uso para atrancar el picaporte. Era una de las salas de reuniones del piso superior, casi carente ahora de mobiliario, así como de una de las paredes. El lugar que debería haber ocupado esta última daba ahora a la caverna. El patricio salió de entre las sombras.

—Bueno, si te has cansado ya de correr… —empezó.

Wonse giró sobre sí mismo, con la espada desenvainada y lista.

—No existes, no existes —dijo—. Eres… un fantasma, o algo así.

—Me temo que no —replicó el patricio.

—¡No puedes detenerme! ¡Aún tengo algo de magia, aún me queda el libro! —Wonse se sacó una bolsa de cuero marrón del bolsillo—. ¡Invocaré a otro! ¡Ya verás!

—Yo no te lo recomendaría —señaló lord Vetinari con voz tranquila.

—¡Claro, te crees tan listo, tan controlado, tan tranquilo, sólo porque yo tengo una espada y tú no! ¡Pues tengo mucho más que eso, para que te enteres! —exclamó Wonse, triunfal—. ¡Sí! ¡Tengo a los guardias de palacio de mi parte! ¡Me obedecen a mí, no a ti! Nadie te aprecia, ¡nadie te ha apreciado nunca!

Movió la espada de manera que la punta quedara a un palmo del frágil pecho del patricio.

—Así que volverás a la celda —dijo—. Y esta vez, me aseguraré de que no salgas nunca. ¡Guardias! ¡Guardias!

Se oyó el ruido de unos pasos precipitados en el pasillo. La puerta se estremeció, la silla se movió. Hubo un momento de silencio. Después, puerta y silla saltaron por los aires en un millón de astillas.

—¡Lleváoslo de aquí! —gritó Wonse—. ¡Echad más escorpiones a la mazmorra! ¡Metedlo en…, vosotros no sois…!

— Baja esa espada —ordenó Vimes, mientras, tras él, Zanahoria se sacudía los trocitos de puerta del puño.

—¡Eso! —lo apoyó Nobby, aventurando un vistazo desde detrás del capitán—. ¡Ponte contra la pared, y que yo te las vea bien, hijoputa!

—¿Eh? —susurró el sargento Colon, con ansiedad—. ¿Qué quieres verle?

Nobby se encogió de hombros.

—Ni idea —dijo—. Supongo que todo. Hay que ir sobre seguro.

Wonse miró a los guardias, incrédulo.

—Ah, Vimes —dijo el patricio—. Haz el favor de…

—Cállate —replicó Vimes con tranquilidad—. ¿Agente Zanahoria?

—¡Señor!

—Léele sus derechos al prisionero.

—Sí, señor.

Zanahoria sacó su libreta de notas, se humedeció el pulgar y empezó a pasar las páginas.

—Lupine Wonse —empezó—, alias Supino Garabato P.O…

—¿Qué? —se asombró Wonse.

—… con domicilio actualmente en el lugar conocido como El Palacio, en Ankh-Morpork, es mi deber informarle de que se le arresta y será acusado de… —Zanahoria dirigió una mirada desesperada a Vimes—. De varios cargos de asesinato utilizando como arma un dragón, así como de delitos de complicidad en general que serán detallados más adelante. Tiene derecho a permanecer en silencio. Tiene derecho a no ser arrojado sumariamente a un estanque de pirañas. Tiene derecho a un juicio por prueba de fuego. Tiene dere…

—Esto es una locura —intervino el patricio con voz calmada.

—¡Me parece que te he dicho que te calles! —rugió Vimes, girando en redondo y sacudiendo un dedo tembloroso bajo la nariz del patricio.

—Dime, sargento —susurró Nobby—, ¿crees que el pozo de los escorpiones será un lugar cómodo?

—… decir nada… eh, pero todo lo que diga será anotado aquí, en mi libreta, y bueno, luego podrá ser utilizado como prueba…

La voz de Zanahoria se desvaneció.

—Bueno, Vimes, si esta payasada te proporciona algún placer… —dijo el patricio al final—. Llevadlo abajo, a las celdas. Me encargaré de él mañana por la mañana.

Wonse no los advirtió. No lanzó ningún grito o aullido. Simplemente, corrió hacia el patricio blandiendo la espada.

Las opciones desfilaron por la mente de Vimes. En primer lugar apareció la sugerencia de que sería un buen plan dejar que las cosas siguieran su curso, permitir que Wonse lo hiciera, desarmarlo luego y que la ciudad se limpiara, se renovara. Sí. Buen plan.

Y, por tanto, nunca comprendió por qué eligió lanzarse hacia adelante, y blandir la espada de Zanahoria para bloquear el golpe…

Quizá tuviera que ver con eso de hacer las cosas según la Ley.

Las espadas chocaron. Sin demasiado estrépito. Vimes sintió que algo brillante y plateado pasaba zumbando junto a su oreja para ir a estrellarse contra la pared de enfrente.

Wonse se quedó boquiabierto. Dejó caer lo que quedaba de su espada y retrocedió un paso, aferrándose a La invocación.

— Lo lamentaréis —siseó—. ¡No os imagináis cuánto lo vais a lamentar!

Empezó a balbucear entre dientes.

Vimes comenzaba a temblar. Estaba casi seguro de saber lo que había pasado como una bala junto a su cabeza, y sólo con pensarlo le corrían sudores fríos por la espalda. Había acudido al palacio dispuesto a matar, y un minuto más tarde, tan sólo un minuto más tarde, cuando por una vez en la vida todo parecía funcionar bien y tenía controlada la situación…, lo único que deseaba era tomar una copa. Y dormir a pierna suelta una semana.

—¡Déjalo ya! —suspiró—. ¿Vas a venir por las buenas, o no?

Los balbuceos continuaron. El aire de la habitación empezaba a ser caliente y seco.

Vimes se encogió de hombros.

—Como quieras —dijo, dándose la vuelta—. Zanahoria, que caiga sobre él el peso de la ley.

—Inmediatamente, señor.

Vimes lo recordó demasiado tarde.

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