¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Una piedra se estrelló contra la parte trasera de su casco. Se oyeron varias carcajadas.

—¡Deja que le demos su merecido!

—¡Eso!

—¡No queremos que ningún guardia vaya por ahí dándonos órdenes!

—¿Quién guarda a los guardias?

—¿Eh? ¡Eso!

Vimes tiró del brazo del sargento.

—Ve a buscar cuerda. Mucha cuerda. Y lo más gruesa posible. Supongo que podemos…, yo qué sé, atarle las alas al cuerpo, quizá, y amarrarle las mandíbulas para que no pueda lanzar llamas.

Colon lo miró fijamente.

—¿Lo estás diciendo en serio, señor? ¿De verdad lo vamos a arrestar?

—¡Hazlo!

Ya lo hemos arrestado, pensó mientras se adelantaba entre la gente. Personalmente, me habría gustado más que fuera a caer al mar, pero ya lo hemos arrestado, y tenemos que presentar cargos o dejarlo libre.

Sintió que sus opiniones al respecto de la maldita criatura se evaporaban en presencia de la multitud. ¿Qué podían hacer con el dragón? Proporcionarle un juicio justo, pensó, y luego ejecutarlo. No matarlo. Eso es lo que hacen los héroes en los lugares donde no hay ley. Pero en las ciudades no se puede pensar así. Mejor dicho, sí que se puede, pero si lo haces más vale que lo quemes todo y empieces de nuevo. Hay que hacerlo… según las leyes.

Eso es. Lo hemos intentado todo. Ahora sólo nos queda probar con las leyes. Además, añadió mentalmente, ese que está ahí arriba es un guardia de la ciudad. Tenemos que apoyarnos mutuamente. Nadie puede meterse con nosotros.

Ante él, un hombre corpulento alzó un brazo con el que sostenía medio ladrillo.

—Si tiras ese ladrillo, eres hombre muerto —amenazó Vimes.

Luego se agachó y se escurrió apresuradamente entre la gente, de manera que cuando el potencial lanzador de ladrillos miró hacia atrás no lo vio.

Zanahoria había alzado la viga en gesto amenazador cuando Vimes consiguió trepar al montón de cascotes.

—Ah, hola, capitán Vimes —dijo al tiempo que la bajaba—. Es mi deber informarle de que he arrestado a este…

—Sí, ya lo veo —le interrumpió Vimes—. ¿Se te ocurre alguna sugerencia sobre lo que podemos hacer ahora?

—Oh, por supuesto, señor. Tengo que leerle sus derechos, señor.

—Aparte de eso.

—La verdad es que no, señor.

Vimes contempló las partes del dragón que resultaban visibles bajo los cascotes. ¿Cómo se podía matar a un monstruo así? Tardarían un día entero.

Un trozo de piedra rebotó contra su armadura.

—¿Quién ha sido?

La voz restalló como un látigo.

La multitud se quedó en silencio.

Sybil Ramkin subió a los restos del edificio, con los ojos brillantes de ira, y dirigió una mirada furiosa a la multitud.

—¡He preguntado que quién ha sido! ¡Si el que haya sido no lo confiesa, me voy a enfadar mucho! ¡Debería daros vergüenza a todos!

Había conseguido que le prestaran atención. Varios de los hombres que tenían piedras y otras cosas las dejaron caer disimuladamente.

La brisa agitaba los restos de su camisón cuando la dama se dispuso a lanzar la arenga.

—El valeroso capitán Vimes…

—Oh, dioses —gimió Vimes entre dientes, echándose el casco sobre los ojos.

—… y sus osados hombres, se han tomado la molestia de venir aquí, a salvar vuestros…

Vimes agarró a Zanahoria por el brazo, y consiguió guiarlo hasta el otro lado del montón de cascotes.

—¿Se encuentra bien, capitán? —preguntó el muchacho—. Se ha puesto todo rojo.

—No empieces tú también —le espetó Vimes—. Ya tengo bastante con aguantar las risitas de Nobby y del sargento.

Para su sorpresa inconmensurable, Zanahoria le dio unas amistosas palmaditas en la espalda.

—Le comprendo muy bien —dijo, comprensivo—. En las montañas conocía a una chica que se llamaba Minty, y su padre…

—Oye, lo diré por última vez, no hay absolutamente nada entre… —empezó Vimes.

Se oyó un ruido tras ellos. Una pequeña avalancha de yeso y tejas cayó rodando. Los cascotes se movieron, y abrieron un ojo. Una enorme pupila negra flotó sobre una córnea inyectada en sangre, y trató de concentrarse en ellos.

—Debemos de estar locos —suspiró Vimes.

—Oh, no, señor —replicó Zanahoria—. Hay muchos precedentes. En 1135, una gallina fue arrestada por poner huevos el Jueves del Pastel Enamorado Y durante el régimen de lord Espasmo el Psiconeurótico, se ejecutó a toda una colonia de murciélagos por violación persistente del toque de queda. Eso fue en 1401. En agosto, creo recordar. Eran grandes tiempos para la ley —siguió el muchacho, soñador—. En 1321, se juzgó a una pequeña nube por cubrir el sol en el momento más importante de la ceremonia de investidura del conde Hargath el Frenético.

—Espero que Colon se dé prisa con la… —Vimes se detuvo en seco. Tenía que saberlo—. ¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué se le puede hacer a una nube?

—El conde la sentenció a ser apedreada hasta la muerte —explicó Zanahoria—. Al parecer, murieron treinta y un ciudadanos.

Sacó la libreta de notas y miró al dragón.

—¿Cree que puede oírnos? —preguntó.

—Supongo que sí.

—Bien, en ese caso… —Zanahoria se aclaró la garganta y se volvió hacia el aturdido reptil—. Es mi deber informarte de que se te ha detenido acusado de los siguientes cargos, a saber: Uno, (Uno) i, que el día 18 del pasado mes de grunio, en un lugar conocido como Calle Corazón, en el distrito de Las Sombras, encendiste fuego de manera ilegal y peligrosa para los residentes, contraviniendo la Cláusula Siete del Acta de Procesos Industriales, 1508; Y QUE, Uno (Uno) ii, que el día 18 del pasado mes de grunio, en un lugar conocido como Calle Corazón, en el distrito de Las Sombras, mataste o provocaste la muerte de seis personas de identidad desconocida…

Vimes se preguntó si los cascotes retendrían a la criatura mucho tiempo. Porque iban a necesitar varias semanas, dado el número de las acusaciones.

La multitud se había quedado en silencio. Hasta Sybil Ramkin los miraba, atónita.

—¿Qué pasa? —dijo Vimes a los rostros que los observaban—. ¿No habéis visto nunca cómo se arresta a un dragón?

—… Dieciséis (Tres) ii, que en la noche del 24 del pasado mes de grunio, incendiaste o provocaste el incendio de las instalaciones conocidas como Vieja Casa de la Guardia, en Ankh-Morpork, valoradas en doscientos dólares; Y QUE, Dieciséis (Tres) iii, que en la noche del 24 del pasado mes de grunio, al ser requerido por un oficial de la Guardia durante el cumplimiento de su deber…

—Será mejor que nos demos prisa —le susurró Vimes—. Se empieza a mover demasiado. ¿De verdad es necesario todo esto?

—Bueno, creo que se pueden resumir los cargos —asintió Zanahoria—. En circunstancias excepcionales, según las Normas Bregg para…

—Quizá esto te sorprenda, pero las circunstancias son excepcionales, Zanahoria —replicó Vimes—. Y van a ser realmente irrepetibles si Colon no se da prisa con esa cuerda.

Se movieron más cascotes a medida que el dragón intentaba levantarse. Un golpe brusco resonó para subrayar la caída de una pesada viga. Los mirones echaron a correr.

Aquél fue el momento que Errol eligió para volver volando sobre los tejados, con una serie de pequeñas; explosiones y dejando tras él un rastro de anillos de humo. Descendió, planeó sobre la multitud e hizo que más de uno se tirara de bruces al suelo.

También él aullaba.

Vimes agarró a Zanahoria por el brazo y saltó del montón de cascotes mientras el rey se debatía desesperadamente para liberarse.

—¡Ha vuelto para matarlo! —gritó—. ¡Seguro que ha tardado todo este tiempo en frenar!

Ahora el dragoncito planeaba sobre el monstruo caído, con unos aullidos tan agudos que habrían hecho añicos la botella más gruesa.

El gran dragón consiguió asomar la cabeza en medio de una cascada de polvo de yeso. Abrió la boca, pero en vez de la lanza de fuego blanco que Vimes esperaba con todos los nervios en tensión, se limitó a emitir un sonido semejante al de un gatito. Un gatito gritando dentro de una cuba de latón en el fondo de una cueva, sí, pero un gatito al fin y al cabo.

Los restos de ladrillos cayeron por toda la calle cuando la criatura se levantó, insegura. Las grandes alas se abrieron, dispersando aún más el polvo y los trozos de teja. Algunos tintinearon contra el casco del sargento Colon, que había vuelto a toda velocidad con lo que parecía una cuerda de tender enrollada colgada del brazo.

—¡Estás dejando que se eleve! —gritó Vimes al tiempo que empujaba al sargento para ponerlo a salvo—. ¡No tienes que dejar que se eleve, Errol! ¡No permitas que empiece a volar!

Lady Ramkin frunció el ceño.

—Algo va mal —dijo—. Nunca pelean de esa manera. El vencedor suele matar al perdedor.

—¡Buena idea! —exclamó Nobby.

—Y luego, la mitad de las veces, él también explota por la emoción.

—¡Escucha, soy yo! —gritó Vimes a Errol, que revoloteaba despreocupadamente sobre ellos—. ¡Yo te compré la pelotita! ¡La que tenía el cascabel dentro! ¡No nos puedes hacer esto!

—No, espere un momento —le interrumpió lady Ramkin, poniéndole una mano en el brazo—. Me parece que nos hemos equivocado de cabo a rabo…

El gran dragón saltó al aire y batió las alas con un zump que derribó unos cuantos edificios más. La gran cabeza se meció, los ojos inyectados en sangre se fijaron en Vimes.

Parecía que, tras ellos, circulaba más de un pensamiento.

Errol describió un rápido arco en el cielo y se situó ante el capitán con gesto protector, enfrentándose al dragón. Por un momento, pareció que la bestia lo iba a convertir en una tostada voladora, y entonces bajó la vista, como avergonzada, y echó a volar.

Ascendió en una espiral amplia, acelerando progresivamente. Errol lo acompañó, en órbita en torno al enorme cuerpo.

—Es…, es como si estuviera rondándolo… —titubeó Vimes.

—¡Llega al final con ese bastardo! —gritó Nobby con entusiasmo.

—Querrás decir que acabe con él, Nobby —le corrigió Colon.

Vimes sintió la mirada de lady Ramkin clavada en la nuca. Miró la expresión de la mujer.

Y comprendió.

—Oh —dijo.

Lady Ramkin asintió.

—¿De verdad? —preguntó Vimes.

—Sí —asintió ella—. La verdad es que debería habérseme ocurrido antes. Era por la llama, por lo caliente que era, claro. Y además, siempre son mucho más territoriales que los machos.

—¿Por qué no peleas con ese hijo de puta? —gritó Nobby al dragoncito.

—Hija de puta, Nobby —dijo Vimes con tranquilidad—. No hijo de puta. Hija de puta.

—¿Por qué no pe… qué?

—Pertenece al género femenino —explicó lady Ramkin.

—¿Qué?

—Queremos decir que, si hubieras probado tu golpe favorito, no habría servido de nada, Nobby —señaló Vimes.

—Es una chica —tradujo lady Ramkin.

—¡Pero si es jodidamente grande! —exclamó Nobby.

Vimes carraspeó en tono de advertencia. Los ojillos de roedor de Nobby miraron de soslayo a Sybil Ramkin, que había enrojecido como una puesta de sol.

—Un perfecto espécimen de dragona, quiero decir —agregó rápidamente.

—Sí…, eh…, caderas amplias, buena criadora —aportó el sargento Colon.

—Estatutescas —añadió Nobby con fervor.

—Callaos —ordenó Vimes.

Se sacudió el polvo de los restos de su uniforme, se ajustó bien la placa pectoral, y se puso bien el casco, palmeándolo con firmeza. Aquello no acababa allí, lo sabía. Aquello no había hecho más que empezar.

—¡Venid conmigo, muchachos! ¡Venga, deprisa! ¡Ahora que todo el mundo está distraído mirando a los dragones! —les ordenó.

—Pero ¿qué hacemos con el rey? —preguntó Zanahoria—. ¿O con la reina? ¿O con lo que sea?

Vimes contempló las formas que se empequeñecían con la distancia.

—La verdad es que no lo sé —respondió—. Supongo que ahora todo depende de Errol. Nosotros tenemos otras cosas que hacer, ¡vamos!

Colon se puso firme, todavía luchando por recuperar el aliento.

—¿Adónde, señor? —consiguió preguntar.

—Al palacio. ¿Alguno de vosotros tiene una espada?

—Le puedo prestar la mía, capitán —dijo Zanahoria.

Se la tendió.

—Bien —asintió Vimes con voz tranquila. Los miró—. Adelante.

Los guardias caminaron tras Vimes por las calles desoladas.

Él empezó a caminar más deprisa. Los guardias empezaron a trotar para mantenerse a su altura.

Vimes empezó a trotar para adelantarlos.

Los guardias aceleraron aún más el paso.

Luego, como si les hubieran dado una orden muda, echaron a correr.

Luego, a galopar.

La gente se apartaba precipitadamente a su paso. Las enormes sandalias de Zanahoria golpeaban rítmicas los guijarros del suelo. Las botas de Nobby les arrancaban chispas. Colon corría en silencio y, como todos los gordos cuando corren, con el rostro tenso en una mueca de concentración.

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