Los dragones de pantano salieron de entre los restos como tapones del champán, sacudiendo las alas frenéticos.
El humo seguía ascendiendo hacia el cielo. Pero en él había algo, un punto de luz blanca que se elevaba con suavidad.
Desapareció de la vista al atravesar una ventana destrozada, y luego, con un trozo de teja todavía en la cabeza, Errol ascendió sobre su propio humo y se remontó hasta los cielos de Ankh-Morpork.
La luz del sol arrancó reflejos de sus escamas plateadas antes de que alcanzara una altura de treinta metros y girase lentamente, conservando un equilibrio perfecto sobre sus propias llamas…
Vimes, que aguardaba la muerte en la plaza, se dio cuenta de que tenía la boca abierta. La cerró.
En la ciudad no se oía absolutamente nada aparte del ascenso de Errol.
Pueden redistribuir sus «cañerías», se dijo Vimes, asombrado. Para adecuarse a las circunstancias. Las está haciendo funcionar marcha atrás. Pero ésos como se llamen, los genes…, seguro que ya los tenía medio preparados para algo semejante. No me extraña que el bichejo tuviera las alas tan cortas. Su cuerpo debía de saber que no las iba a necesitar para nada más que para maniobrar.
Dioses. Estoy viendo al primer dragón de la historia que lanza la llama hacia atrás.
Se aventuró a lanzar una mirada hacia arriba, el gran dragón estaba inmóvil, los inmensos ojos inyectados en sangre se concentraban en la pequeña criatura.
Con un desafiante rugido de llamas y un salto al aire, el rey de Ankh-Morpork se elevó, olvidándose por completo de los simples seres humanos.
Vimes se volvió hacia lady Ramkin.
—¿Cómo pelean? —le preguntó, apremiante—. ¿Cómo pelean los dragones?
—Yo…, bueno, o sea, no hacen más que aletear alrededor del rival y lanzar llamas —explicó—. Pero eso son los dragones de pantano. Quiero decir, nadie ha visto luchar nunca a un dragón noble. —Se dio unas palmaditas en el camisón—. Tengo que tomar notas. Debo de llevar la libreta por alguna parte…
—¿En el camisón?
—Es increíble cómo se le ocurren a uno las ideas cuando está en la cama, siempre lo he dicho.
Las llamas llegaron al punto donde se había encontrado Errol. Pero ya no estaba allí. El rey trató de girar en el aire. El pequeño dragón trazó círculos humeantes por el cielo, en torno a su desconcertado adversario. Más llamas, más largas y calientes, lo buscaron sin encontrarlo.
La multitud observaba en silencio, sin apenas atreverse a respirar.
—¡Hola, capitán! —saludó una voz.
Vimes bajó la vista. Un apestoso montoncito de lodo disfrazado de Nobby le sonrió.
—¡Pensé que estabais muertos! —exclamó.
—Pues no lo estamos —replicó Nobby.
—Ah. Qué bien.
No parecía haber mucho más que decir.
—¿Qué te parece la pelea?
Vimes volvió a mirar hacia arriba. Las espirales de humo subían por toda la ciudad.
—Me temo que no va a funcionar —suspiró lady Ramkin—. Oh, hola, Nobby.
—Buenas tardes, señora —dijo el cabo, llevándose la mano al barro que le cubría la sien.
—¿Qué quiere decir con que no va a funcionar? —protestó Vimes—. ¡Mírelo, mire cómo pelea! ¡El dragón todavía no le ha dado ni una vez!
—Sí, pero Errol le ha dado con su llama varias veces. Y no parece haber surtido el menor efecto. Mucho me temo que no es lo suficientemente caliente. Sí, por ahora lo va esquivando… pero tiene que tener suerte siempre. Y al dragón grande le basta con tener suerte una vez.
Vimes captó la deprimente idea.
—¿Quiere decir que esto es sólo un espectáculo? ¿Que no lo hace más que para impresionar?
—No es culpa suya —intervino Colon, materializándose tras ellos—. Es como lo que hacen los perros, ¿a que sí? Al pobre pequeñajo ni se le ha ocurrido pensar que se enfrenta a uno tan grande. Sólo quiere exhibirse.
Ambos dragones parecieron darse cuenta de que aquella pelea estaba en tablas klatchianas. Con otro anillo de humo y una última llamarada blanca, se separaron y se alejaron unos cientos de metros.
El rey se quedó planeando, sacudiendo las alas rápidamente. Altura. Eso era lo más importante. Cuando un dragón peleaba con otro dragón, lo más importante siempre era la altura…
Errol recuperó el equilibrio sobre su llama. Parecía estar pensando.
Luego, despreocupadamente, sacudió las patas traseras como si los dragones hubieran dominado la técnica de volar sobre sus gases estomacales durante un millón de años, maniobró, y se alejó volando. Durante un instante, se lo pudo ver en forma de estela plateada. Luego, pasó por encima de los muros de la ciudad y desapareció.
Un gemido lo despidió. Brotaba de diez mil gargantas.
Vimes alzó las manos.
—No te preocupes, jefe —se apresuró a tranquilizarlo Nobby—. Seguro que ha ido a…, no sé, a beber algo, o una cosa por el estilo. Quizá sea el final del primer asalto. O una cosa por el estilo.
—Es verdad, se comió nuestra tetera y todo eso —asintió Colon, inseguro—. No va a huir después de haberse comido una tetera. Es evidente. Alguien capaz de comerse una tetera no huye de nada.
—Y mi abrillantador para armaduras —asintió Zanahoria—. Me costó casi un dólar la lata.
—Ahí lo tienes —dijo Colon—. Lo que decía yo.
—Mirad —replicó Vimes, reuniendo toda su paciencia—. Es un dragoncito encantador, yo lo apreciaba tanto como vosotros, un bicho simpático, pero acaba de hacer lo más sensato, dioses, no se va a dejar quemar vivo sólo para salvarnos. La vida no es así. Más vale que os hagáis a la idea.
En el cielo, el gran dragón surcó el aire e incendió una torre cercana. Había ganado.
—Nunca había visto una cosa semejante —dijo lady Ramkin—. Lo normal es que los dragones luchen hasta la muerte.
—Pues ha criado usted uno muy sensato —señaló Vimes con amargura—. Seamos sinceros: las posibilidades de que un dragón del tamaño de Errol derrote a otro tan grande son de una contra un millón.
Hubo uno de esos silencios que se hacen después de que alguien acaba de dar en el clavo de un asunto, y el mundo contiene la respiración.
Los guardias se miraron unos a otros.
—¿De una contra un millón? —preguntó Zanahoria como quien no quiere la cosa.
—Sin duda —asintió Vimes—. De un millón contra una.
Los guardias volvieron a mirarse.
—De una contra un millón —dijo Colon.
—De una contra un millón —asintió Nobby.
—Es verdad —repitió Zanahoria—. De una contra un millón.
Se hizo otro silencio agudo. Los guardias se estaban preguntando quién iba a ser el primero en decirlo.
El sargento Colon tomó aliento.
—Pero puede funcionar —terminó.
—¿De qué estáis hablando? —bufó Vimes—. No hay manera de que…
Nobby le dio un codazo apremiante en las costillas, y señaló hacia el extremo de las llanuras.
Allí había una columna de humo negro. Vimes entrecerró los ojos. Por encima del humo, desplazándose sobre un plantío de cebollas y acercándose a toda velocidad, había una bala plateada.
El gran dragón también lo había visto. Lanzó una llamarada desafiante y se remontó para tener aún más altura, batiendo el aire con sus enormes alas.
Ahora la llama de Errol era visible, tan caliente que parecía casi azul. El paisaje se deslizaba bajo él a una velocidad imposible, y el dragoncito todavía seguía acelerando.
Ante él, el rey extendió las zarpas. Casi parecía sonreír.
Errol va a golpearlo, pensó Vimes. Que los dioses nos ayuden, menuda explosión va a haber.
En los campos estaba sucediendo algo extraño. Un poco por detrás de Errol, la tierra parecía estarse arando sola, lanzando al aire brotes de cebollas. Los matorrales saltaron en una lluvia de polvo…
Errol pasó silenciosamente por encima de los muros de la ciudad, con el morro alto, las alas plegadas a lo largo de los costados, el cuerpo convertido en un simple cono con una llamarada en un extremo. Su adversario le lanzó una lengua de fuego; Vimes vio cómo Errol, con apenas un leve movimiento de las alas hipertrofiadas, lo esquivaba fácilmente. Y luego desapareció en dirección al mar, en el mismo silencio escalofriante.
—Ha falla… —empezó Nobby.
El aire retumbó. Un trueno interminable recorrió toda la ciudad, destrozando tejas y derribando chimeneas. El rey se vio atrapado en el aire, golpeado y sacudido como una peonza en una centrifugadora sónica. Vimes, con las manos sobre los oídos, vio cómo la criatura lanzaba llamas desesperadamente sin poder controlar su vuelo en el centro de una espiral de fuego enloquecido.
La magia chisporroteaba en sus alas. El dragón lanzó un aullido penetrante. Luego, sacudiendo la cabeza, aturdido, empezó a planear en amplios círculos.
Vimes gimió. La criatura acababa de sobrevivir a algo que destrozaba las piedras. ¿Qué había que hacer para derrotarla? No se la puede atacar, pensó. No se la puede quemar, no se la puede machacar. No se puede hacer nada con ella.
El dragón aterrizó. No fue un aterrizaje perfecto. Un aterrizaje perfecto no habría derribado toda una hilera de casas. Fue lento, pareció durar una eternidad y trazar un surco sobre una considerable extensión de la calle.
Sacudiendo torpemente las alas, moviendo el cuello y lanzando llamaradas al azar, fue a estrellarse contra un montón de cascotes y vigas. En su sendero de destrucción se produjeron varios incendios.
Por fin, se detuvo y quedó casi enterrado bajo los restos de lo que había sido arquitectura.
El silencio que siguió sólo fue quebrado por los gritos de alguien que intentaba organizar la enésima cadena de cubos entre el río y los incendios más recientes.
Luego, la gente empezó a moverse.
Desde el aire, Ankh-Morpork debía de parecer un hormiguero, lleno de hileras de figuras negras que avanzaban hacia el dragón caído.
La mayoría tenían algún arma.
Muchos tenían lanzas.
Algunos tenían espadas.
Todos tenían una intención.
—¿Sabéis una cosa? —dijo Vimes en voz alta—. Va a ser el primer dragón del mundo democráticamente asesinado. ¡Un hombre, un puñal!
—¡Pues tiene que detenerlos! ¡No puede permitir que lo maten! —exclamó lady Ramkin.
Vimes se la quedó mirando.
—¿Cómo dice?
—¡Está herido!
—Señora, de eso se trataba, ¿no? Además, sólo está atontado —replicó Vimes.
—Quiero decir que no puede dejar que lo maten así — insistió lady Ramkin—. ¡Pobre cosita!
—Entonces, ¿qué quiere hacer? —casi gritó Vimes, que estaba perdiendo la paciencia—. ¿Darle una friega con uno de sus ungüentos y ponerle un cesto delante de la estufa?
—¡Es una carnicería!
—¡Por mí, perfecto!
—¡Pero se trata de un dragón! ¡No hacía más que comportarse como un dragón! Si lo hubieran dejado en paz, nunca habría venido aquí.
Estaba a punto de comérsela, pensó Vimes, y aun así sigue pensando de la misma manera. Titubeó. Quizá eso le diera derecho a exponer su opinión…
Se miraron, muy pálidos. En aquel momento, el sargento Colon se acercó a ellos, corriendo a saltitos nerviosos.
—¡Será mejor que vengas deprisa, capitán! —exclamó—. ¡Va a ser un asesinato!
Vimes hizo un gesto desdeñoso.
—Por lo que a mí respecta —murmuró, esquivando la mirada de Sybil Ramkin—, se lo tiene bien ganado.
—No es eso —replicó Colon—. Se trata de Zanahoria. Ha arrestado al dragón.
Vimes tragó saliva.
—¿Cómo que lo ha arrestado? —consiguió decir—. No querrás decir lo que creo que quieres decir, ¿verdad?
—Pues es posible, señor —contestó Colon, inseguro—. Es posible. Se subió a los cascotes a toda velocidad, señor, agarró al dragón por un ala, y dijo «Te hemos trincado, tío». Ha sido increíble, señor. Y lo que vino después sí que no te lo vas a creer…
—¿El qué?
El sargento dio otro saltito nervioso.
—¿Sabes aquello que nos dices de que no hay que maltratar a los prisioneros…?
Era una viga bastante grande y pesada, y cortaba el aire con cierta lentitud, pero cuando golpeaba a alguien, ese alguien caía de espaldas y quedaba bien golpeado.
—Escuchad bien —dijo Zanahoria, echándose el casco hacia atrás pero sin soltar la viga—. No quiero tener que volver a repetirlo, ¿entendido?
Vimes se abrió camino a codazos entre la densa multitud, con la vista fija en la musculosa figura que se alzaba sobre el montón de cascotes y de dragón. Zanahoria se giró lentamente, esgrimiendo la viga como si se tratara de un bastón. Su mirada era como la luz de un faro. Allí donde se posaba, la gente bajaba las armas y se quedaba silenciosa e incómoda.
—He de advertiros —siguió Zanahoria—, que interferir con un oficial en el cumplimiento de su deber es un delito muy grave. Y el próximo que tire una piedra se va a enterar, os lo garantizo.