¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

El sudor le escocía en los ojos. La adrenalina que lo había transportado desde el palacio se había agotado, y ahora se estaba cobrando su parte.

Se detuvo tambaleante, y se apoyó contra una pared para mantenerse en pie mientras recuperaba el aliento. Así fue como vio a las figuras que se erguían sobre el tejado.

¡Oh, no!, pensó. ¡Ellos tampoco son héroes! ¿A qué se creen que juegan?

Era una posibilidad de uno contra un millón. ¿Y quién puede decir que, en alguno de los millones de universos posibles, no habría funcionado?

Ése era el tipo de cosas que encantaban a los dioses. Pero Azar, que a veces puede derrotar incluso a los dioses, tenía 999.999 votos.

En este universo, por ejemplo, la flecha rebotó en una escama y se hizo añicos.

Colon se quedó mirando la cola puntiaguda del dragón que pasaba sobre ellos.

—He… fallado… —susurró—. ¡Pero si no podía fallar! —Miró a los otros dos con ojos enrojecidos—. ¡Era la jodida posibilidad desesperada de uno contra un millón!

El dragón movió las alas, su enorme mole giró sobre sí misma, y planeó sobre el tejado.

Zanahoria agarró a Nobby por la cintura y puso una mano sobre el hombro de Colon.

El sargento lloraba de rabia y frustración.

—¡La jodida posibilidad de uno contra un millón!

—Sargento…

El dragón lanzó su llamarada.

Era una línea de plasma perfectamente controlada. Atravesó el tejado como si fuera de mantequilla.

Atravesó el piso superior.

Atravesó los viejos maderos del suelo y los retorció como si fueran de papel. Perforó las cañerías.

Atravesó piso tras piso, como el puño de un dios furioso, y, al final, alcanzó la gran cuba de cobre que contenía miles de litros de whisky recién destilado.

Y también eso lo quemó.

Por fortuna, las posibilidades de que alguien sobreviviera a una explosión como la que siguió eran de uno contra un millón.

La bola de fuego brotó como…, como…, bueno, brotó. Brotó gigantesca, anaranjada, con franjas amarillas. Se llevó el tejado por delante y se envolvió en torno al atónito dragón, lanzándolo disparado por los aires en una nube hirviente de maderos astillados y trocitos de cañería.

La multitud contempló con admiración la llama superardiente que ascendió hacia el cielo, y apenas advirtió la presencia de Vimes que, jadeando y llorando, empujaba a todo el mundo al abrirse paso entre la marea de cuerpos.

Consiguió empujar también a los guardias de palacio, y se tambaleó tan deprisa como pudo por la plaza. Nadie le prestaba demasiada atención.

Se detuvo.

No era una roca, porque Ankh-Morpork se alzaba sobre terreno arcilloso. Era, sencillamente, un enorme cascote de cemento, sacado con toda probabilidad de algunos cimientos que contaban con cientos de años.

Ankh-Morpork era una ciudad tan antigua que, en su mayoría, estaba construida sobre Ankh-Morpork.

Lo habían arrastrado hasta el centro de la plaza, y lady Sybil Ramkin estaba encadenada a él. Parecía vestida con un camisón blanco y botas de goma. Su aspecto delataba que se había visto involucrada en una pelea, y Vimes sintió una punzada de compasión por los desgraciados que se hubieran enfrentado a ella. La mujer le dirigió una mirada de furia en estado puro.

—¡Usted!

—¡Usted!

Vimes blandió vagamente el cuchillo.

—Pero ¿qué hace…? —empezó.

—Capitán Vimes —le interrumpió bruscamente la mujer—, hágame el favor de dejar de sacudir esa cosa ante mis narices, ¡y úsela para lo que tiene que usarla!

Pero él no la estaba escuchando.

—¡Treinta dólares al mes! —murmuró—. ¡Por eso han muerto! ¡Por treinta dólares! Y yo hasta le puse una multa a Nobby, le quité parte de su sueldo. Pero tenía que hacerlo, ¡ese hombre dejaba que se oxidaran hasta los melones!

—¡Capitán Vimes!

Vimes consiguió concentrarse en el cuchillo.

—Oh —dijo—. Sí. Claro.

Era un buen cuchillo de acero, y las cadenas eran de hierro viejo y bastante oxidado. Las cortó con facilidad, arrancando chispas del cemento.

La multitud observaba en silencio, pero varios guardias del palacio corrieron hacia él.

—¿Qué demonios haces? —preguntó uno de ellos, que no tenía mucha imaginación.

—¿Qué demonios creéis que hacéis? —gruñó Vimes alzando la vista.

Lo miraron.

—¿Qué?

Vimes siguió cortando las cadenas.

—Bien, tú lo has querido… —empezó uno de los guardias.

El codo de Vimes le acertó de pleno bajo la caja torácica. Antes de que se derrumbara, el pie de Vimes lo golpeó en las rodillas y lo obligó a levantar la barbilla, preparándolo para un segundo golpe con el codo.

—Bien —dijo, distraído.

Se frotó el codo. Le dolía a rabiar.

Se pasó el cuchillo a la otra mano y golpeó de nuevo las cadenas, consciente de que a sus espaldas se estaban reuniendo más guardias, pero corriendo con ese paso especial que tenían sus colegas. Lo conocía bien, era un paso apresurado que decía, somos una docena, que empiece otro. Decía, parece dispuesto a matar, a mí no me pagan tanto como para que me deje matar, puedo correr muy despacio y entonces se escapará…

No había por qué estropear un buen día atrapando a alguien.

Lady Ramkin se sacudió los últimos restos de las cadenas. Empezaron a sonar aclamaciones, que fueron creciendo en volumen. Incluso en su estado de ánimo actual, el pueblo de Ankh-Morpork sabía valorar una buena actuación.

La mujer cogió un buen trozo de cadena y se envolvió con ella un puño regordete.

—Algunos de esos guardias no saben cómo tratar…—empezó.

—No hay tiempo para eso, ahora no —la interrumpió Vimes, cogiéndola por un brazo.

Era como tirar de una montaña.

De repente, la multitud dejó de aplaudir.

Se oyó un ruido tras Vimes. No era un ruido particularmente fuerte. Pero tenía esa peculiar cualidad desagradable. Era el sonido de cuatro garras posándose sobre las losas al mismo tiempo.

Vimes miró hacia atrás. Luego, hacia arriba.

La piel del dragón estaba cubierta de hollín. Tenía unos cuantos trozos de madera quemada todavía humeantes clavados en la piel. Las magníficas escamas de bronce estaban manchadas de negro.

Bajó la cabeza hasta que Vimes estuvo a un metro de sus ojos, y trató de concentrarse en él.

Probablemente no vale la pena correr, se dijo Vimes. Ni aunque tuviera fuerzas para hacerlo.

Sintió cómo la mano de lady Ramkin envolvía la suya.

—Buen trabajo —dijo la mujer—. Casi ha funcionado.

Los restos humeantes llovieron alrededor de la destilería. El estanque era un pantano de cascotes cubiertos por una capa de cenizas. La superficie se abrió, y de las aguas salió el sargento Colon, chorreando lodo.

Consiguió llegar hasta la orilla y se puso en pie trabajosamente, como una criatura marina que quisiera recorrer la escala de la evolución a marchas forzadas.

Nobby ya estaba allí, tendido como una rana, calado hasta los huesos.

—¿Eres tú, Nobby? —inquirió el sargento Colon con ansiedad.

—Soy yo, sargento.

—Me alegro, Nobby —dijo Colon.

—Pues yo desearía no ser yo, sargento.

Colon vació el agua del casco, y entonces se quedó paralizado.

—¿Dónde está el joven Zanahoria? —quiso saber.

Los dos miraron las aguas turbias del estanque.

—Supongo que sabe nadar… —siguió el sargento, titubeante.

—No sé. Nunca lo dijo. No debe de haber muchos sitios para nadar en las montañas —dijo Nobby.

—Pero seguro que había lagunas de claras aguas azules, y profundos arroyos de las montañas —señaló el sargento, esperanzado—. Y estanques helados en valles ocultos, todo eso. Por no hablar de los lagos subterráneos. Seguro que aprendió a nadar. Seguro que se pasaba el día en el agua.

Contemplaron la superficie gris.

—Probablemente fue el protector —dijo Nobby—. A lo mejor se le llenó de agua y lo arrastró al fondo.

Colon asintió, sombrío.

—Te guardaré el casco —siguió Nobby tras unos instantes.

—¡Pero yo soy tu superior!

—Sí —asintió el cabo, con tono razonable— pero si te quedas atrapado ahí dentro, querrás que tu mejor hombre esté aquí, preparado para saltar al rescate, ¿no?

—Eso… parece lógico —dijo Colon al final—. No te falta razón.

—Pues venga.

—Pero hay un inconveniente…

—¿Cuál?

—… que no sé nadar —señaló Colon.

—Entonces, ¿cómo has salido de ahí?

Colon se encogió de hombros.

—Soy un flotador de nacimiento.

Una vez más, contemplaron el lodo en que se había transformado el estanque. Luego, Colon miró a Nobby. Muy despacio, Colon se quitó el casco.

—¿Es que aún queda alguien ahí dentro? —preguntó Zanahoria.

Se dieron la vuelta. El muchacho se sacó un poco de barro de la oreja. A su espalda, los restos de la destilería seguían humeando.

—Pensé que sería buena idea salir a echar un vistazo rápido, a ver qué estaba pasando —dijo con animación, señalando la verja que daba al patio.

La puerta de la verja colgaba de una sola bisagra.

—Ah —dijo Nobby débilmente—. Buena idea.

—Da a un callejón —explicó Zanahoria.

—No hay dragones ahí, ¿verdad? —preguntó el sargento Colon.

—Ni dragones ni humanos. No hay nadie —replicó Zanahoria con impaciencia. Desenfundó su espada—. ¡Vamos! —los apremió.

—¿Adónde? —preguntó Nobby.

Se acababa de sacar una colilla empapada de detrás de la oreja, y la contemplaba con expresión de profundo dolor. Obviamente, ya no servía de gran cosa. Intentó encenderla pese a todo.

—Queremos luchar contra el dragón, ¿no? —dijo Zanahoria.

Colon se removió, incómodo.

—Sí, pero supongo que antes podemos ir a casa a cambiarnos de ropa, ¿no?

—Y a beber algo calientito —añadió Nobby.

—Y a comer algo —asintió Colon—. Un buen plato de…

—Debería daros vergüenza —lo interrumpió Zanahoria—. Hay una dama en apuros, hay que matar a un dragón, ¡y a vosotros sólo se os ocurre pensar en comer y en beber!

—Oh, no sólo estoy pensando en comer y en beber —replicó Colon.

—¡Quizá seamos todo lo que se interpone entre la ciudad y el desastre absoluto!

—Sí, pero… —empezó Nobby.

Zanahoria blandió la espada por encima de la cabeza.

—¡El capitán Vimes habría ido! —exclamó—. ¡Todos para uno!

Los miró, y salió corriendo del patio. Colon dirigió a Nobby una mirada triste.

—Estos jóvenes de hoy… —suspiró.

—¿Todos para un qué? —preguntó Nobby.

El sargento suspiró otra vez.

—Bueno, vamos allá.

—De acuerdo…

Salieron titubeantes al callejón. Estaba desierto.

—¿Hacia dónde ha ido? —quiso saber Nobby. Zanahoria salió de entre las sombras, sonriendo de oreja a oreja.

—Sabía que podía confiar en vosotros —dijo—. ¡Seguidme!

—Ese chico tiene algo de extraño —dijo Colon mientras cojeaban tras él—. Siempre se las arregla para convencernos de que lo sigamos, ¿te has dado cuenta?

—¿Todos para un qué?

—Supongo que tiene que ver con su voz.

—Sí, pero ¿todos para un qué?

El patricio suspiró, puso el marcapáginas en el libro con todo cuidado, y lo dejó a un lado. A juzgar por el ruido, en el exterior debían de estar pasando montones de cosas emocionantes. Así la situación, era harto improbable que quedaran guardias de palacio allí, cosa que le venía muy bien. Los guardias eran hombres muy bien entrenados, sería una pena malgastarlos.

Los necesitaría más adelante.

Tanteó la pared y empujó una piedra que tenía exactamente el mismo aspecto que todas las demás piedras. Pero, en cambio, ninguna otra pequeña piedra habría provocado que toda una losa de la pared se moviera pesadamente a un lado.

Allí dentro había toda una serie de cosas elegidas con sumo cuidado: raciones de supervivencia, ropa limpia, varios cofrecillos de metales preciosos, joyas, y algunas herramientas. También había una llave. Nunca construyas una mazmorra de la que no puedas salir.

El patricio cogió la llave y se dirigió hacia la puerta. Mientras las bisagras perfectamente engrasadas hacían que se abriera, se preguntó una vez más si no debería haber hablado a Vimes de la existencia de la llave. Pero el hombre parecía tan satisfecho de abrirse camino… Sin duda le habría deprimido tener la llave de la puerta. Y, en el mejor de los casos, habría cambiado su manera de ver el mundo. El patricio necesitaba a Vimes y su manera de ver el mundo.

Lord Vetinari salió por la puerta y, en silencio, recorrió las ruinas de su palacio.

Que temblaron cuando, por segunda vez en un par de minutos, la ciudad se estremeció.

El cobertizo de los dragones explotó. Las ventanas volaron. La puerta dejó la pared entre una humareda negra, y salió disparada por el aire, girando lentamente, hasta aterrizar entre los rododendros.

Algo muy energético y caliente estaba sucediendo allí dentro. Brotó más humo espeso, aceitoso, sólido. Una de las paredes se dobló sobre sí misma, y otra se derrumbó sobre el húmedo césped.

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