¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

El problema estaba en lo de «eventualmente». Eventualmente, Gran A’Tuin llegaría al final del universo. Eventualmente, las estrellas se apagarían. Eventualmente, Nobby se bañaría, aunque para eso quizá haría falta un replanteamiento radical de la naturaleza del Tiempo.

Pero siguió atacando el cemento. Sólo se detuvo cuando algo pequeño, de color claro, cayó por el exterior como una hoja seca.

—¿Una cáscara de cacahuete? —se sorprendió.

El rostro del bibliotecario, rodeado por el vello y las orejas del bibliotecario, apareció cabeza abajo ante la rejilla de barrotes, y le dirigió una sonrisa que no resultaba menos terrible por el hecho de estar al revés.

—¿Oook?

El orangután descendió, agarró dos de los barrotes, y tiró. Los músculos de sus brazos se movieron, el pecho de barril se convirtió en una maquinaria esforzada. La boca de dientes amarillentos se contrajo en un gesto de silenciosa concentración.

Se oyeron un par de «tangs» sordos cuando los barrotes cedieron y saltaron de su lecho de piedra. El simio los arrojó a un lado y el bibliotecario metió medio cuerpo por el agujero. Luego, los brazos más largos de la ley agarraron al atónito Vimes por debajo de los brazos, y lo sacaron sin el menor esfuerzo.

Los guardias supervisaron su obra.

—Vale —dijo Nobby—. Ahora, ¿cuáles son las posibilidades de que un hombre a la pata coja con el casco sobre los ojos y un pañuelo en la boca acierte a un dragón en los puntos volublerables?

—Mmmfff —dijo Colon.

—Escasas, muy escasas —asintió Zanahoria—. Aunque tengo la sensación de que el pañuelo es un poco excesivo.

Colon lo escupió.

—Decidíos de una vez —dijo—. Se me está durmiendo la pierna.

Vimes se puso en pie como pudo sobre las sucias losas, y miró al bibliotecario. Estaba experimentando algo que había conmocionado a otras muchas personas, generalmente en circunstancias más desagradables, como por ejemplo durante una pelea en el Tambor Remendado, cuando el simio deseaba un poco de paz y tranquilidad para reflexionar tomándose una cerveza, y era lo siguiente: el bibliotecario podía parecer un saco relleno, pero estaba relleno de músculos.

—Eso ha sido increíble —fue todo lo que pudo decir.

Bajó la vista hacia los barrotes retorcidos, y sintió cómo su mente se oscurecía. Recogió el metal retorcido.

—Supongo que no sabrás dónde está Wonse, ¿verdad? —preguntó.

—¡Eeek! —El bibliotecario le puso un trozo de pergamino arrugado bajo la nariz—. ¡Eeek!

Vimes leyó lo que decía.

El rey…, complacido…, al sonar el mediodía…, una doncella pura de alta cuna…, el símbolo de unión entre gobernante y gobernados…

—¡En mi ciudad! —rugió—. ¡En mi ciudad!

Agarró al bibliotecario por dos puñados de vello del pecho y lo levantó hasta la altura de sus ojos.

—¿Qué hora es? —aulló.

—¡Oook!

Un largo brazo cubierto de pelo rojo se extendió hacia arriba. La mirada de Vimes siguió su dedo. Desde luego, el sol tenía todo el aspecto de un cuerpo celestial que se encontrara cerca de la cúspide de su órbita, ansioso por la llegada de la cuesta abajo que desembocaría en las mantas cálidas del anochecer…

—¡No pienso tolerarlo ni por un momento, ¿comprendes?! —rugió Vimes, sin dejar de sacudir al simio.

—Ook —señaló el bibliotecario con paciencia.

—¿Qué? Oh. Perdona.

Vimes lo dejó en el suelo. El simio eligió sabiamente no llamarle la atención sobre lo sucedido, porque cuando un hombre está tan furioso como para levantar ciento cincuenta kilos de orangután sin darse cuenta, es que tiene muchas cosas en la cabeza.

Ahora estaba mirando el patio a su alrededor.

—¿Hay alguna manera de salir de aquí? —preguntó—. Sin trepar por los muros, claro.

No esperó una respuesta, sino que examinó las paredes hasta dar con una puertecita destartalada. La abrió de una patada. No estaba cerrada, pero le dio lo mismo, la abrió de una patada. El bibliotecario lo siguió arrastrando los nudillos.

Al otro lado de la puerta, la cocina estaba casi abandonada. El personal, por último, había perdido la sangre fría, y había decidido que los chefs prudentes nunca trabajaban en locales donde hubiera bocas más grandes que las suyas. Sólo había una pareja de guardias de palacio, tomando un almuerzo frío.

—Bien —dijo Vimes al ver que se incorporaban—. No quisiera tener que…

Ellos no tenían muchas ganas de escucharle. Uno se inclinó para recoger la ballesta.

—A la mierda —rugió Vimes.

Agarró un cuchillo de carnicero que había sobre una tabla, y lo lanzó.

El arte de lanzar cuchillos es complicado, e incluso guando lo dominas hay que practicarlo con cuchillos muy especiales. Si no, el resultado es el mismo que en esta ocasión: no aciertas ni de lejos.

El guardia de la ballesta se inclinó de lado, luego se irguió, y descubrió que una uña purpúrea bloqueaba suavemente el mecanismo de disparo. Miró a su alrededor. El bibliotecario le dio un golpe en todo el casco.

El otro guardia se encogió, retrocedió un paso y agitó las manos, frenético.

—¡Nonono! —gritó—. ¡Todo esto es un malentendido! ¿Qué es lo que decías que no querrías hacer?, ¡Mono bonito!

—Oh, oh —suspiró Vimes—. ¡Te equivocaste!

Hizo caso omiso del aterrador grito, y rebuscó entre los cascotes que poblaban la cocina hasta dar con un cuchillo. Un cuchillo muy pesado. Un cuchillo con un objetivo. Quizá las espadas tuvieran cierta nobleza, a no ser que pertenecieran a alguien como Nobby, por ejemplo, cuyo sable dependía del óxido para mantenerse íntegro. Pero en cambio un cuchillo tenía una enorme habilidad para cortar las cosas.

Dio la espalda a la lección de biología (que en aquellos momentos explicaba que ningún mono puede colgar a alguien por los tobillos), encontró una puerta apropiada, y salió por ella. Esto le llevó al exterior, al gran patio cubierto de guijarros que rodeaba el palacio. Ahora que había recuperado el control sobre sus nervios, vio…

El aire sobre él pareció estallar. Un vendaval sopló desde arriba, y lo derribó.

El rey de Ankh-Morpork, con las alas extendidas, planeó bajo el cielo y se demoró un instante sobre los muros del palacio. Sus zarpas labraron profundos surcos sobre la tierra mientras recuperaba el equilibrio. El sol resplandeció sobre su lomo arqueado cuando estiró el cuello, lanzó una llamarada perezosa y saltó de nuevo al aire.

Vimes dejó escapar un aullido animal (animal mamífero) que le salió de lo más profundo de la garganta, y echó a correr por las calles desiertas.

El silencio poblaba la mansión ancestral de los Ramkin. La puerta delantera se abría y se cerraba sobre sus bisagras, permitiendo que un viento plebeyo y de baja crianza recorriera las habitaciones desiertas, mirándolo todo y buscando polvo en las estanterías más altas. Subía por las escaleras y se colaba por la puerta del dormitorio de Sybil Ramkin, haciendo tintinear los frasquitos que había sobre la cómoda y agitando las páginas de Enfermedades del dragón.

Un lector rápido, pero que muy rápido, podría haber aprendido los síntomas de todo, desde el Abatimiento de garganta hasta las Zarpas atrofiadas.

Y abajo, en el cobertizo cálido y maloliente que albergaba a los dragones de pantano, parecía que Errol las padecía todas. Ahora estaba sentado en el centro de su cubículo, meciéndose y gimiendo suavemente. El humo blanco le subía en espirales, brotando de sus orejas y acumulándose a la altura del suelo. Desde algún lugar del interior de su estómago vacío se oían complejos sonidos hidráulicoexplosivos, como si desesperados equipos de gnomos intentaran tender una tubería en un desfiladero durante una tormenta de truenos.

Las fosas nasales del dragoncito se abrían y cerraban, casi por voluntad propia.

Los demás dragones echaban vistazos por encima de los separadores y lo observaban con cautela.

Se oyó otro rugido gástrico en su interior. Errol se retorció de dolor.

Los dragones intercambiaron miradas. Luego, uno a uno, se tendieron en el suelo con sumo cuidado y se pusieron las zarpas sobre los ojos.

Nobby inclinó la cabeza a un lado, especulativo.

—Parece prometedor —dijo con tono crítico—. Puede que ya estemos cerca. Es de suponer que las posibilidades de que un hombre con la cara llena de hollín, sacando la lengua, a la pata coja y cantando La canción del puercoespín acierte en los volublerables de un dragón, son…, ¿cuántas calculas tú, Zanahoria?

—A mi parecer, de una contra un millón —concedió el muchacho.

Colon los miró.

—Escuchad, muchachos —empezó Colon—, no me iréis a dejar plantado, ¿verdad?

Zanahoria contempló la plaza que se extendía mucho más abajo.

—Oh, diablos —susurró suavemente.

—¿Qué pasa ahora? —se intranquilizó Colon, mirando a su alrededor.

—¡Están encadenando a una mujer a una roca!

Los guardias miraron por encima de la baranda. La gran multitud silenciosa que rodeaba la plaza también contemplaba a la figura blanca que se debatía entre media docena de guardias del palacio.

—¿De dónde habrán sacado esa roca? —se preguntó Colon—. Esto es tierra arcillosa.

—Y no es blandengue la dama, sea quien sea —señaló Nobby, aprobador, al ver cómo uno de los guardias se doblaba por la cintura y caía al suelo—. Ese muchacho no sabrá qué hacer por las noches durante una buena temporada. La chica tiene una rodilla de narices.

—¿Es alguien que conozcamos? —se interesó Colon.

Zanahoria entrecerró los ojos para ver mejor.

—¡Es lady Ramkin! —exclamó boquiabierto.

—¡No!

—¡Y tanto que sí! ¡Va en camisón! —asintió Nobby.

—¡Esos malditos…! —Colon cogió el arco y buscó a tientas una flecha—. ¡Les voy a dar a todos en los volublerables! ¡Una dama tan bienhablada como ella! ¡Qué vergüenza!

—Eh… —empezó Zanahoria, a quien se le había ocurrido echar un vistazo por encima del hombro—. ¿Sargento?

—¡Mira cómo están las cosas! —rugió Colon—. ¡Las mujeres decentes no pueden ni salir a la calle sin que las devoren! Muy bien, bastardos, sois…, ¡sois geografía!

—¡Sargento! —insistió Zanahoria, apremiante.

—Se dice historia, no geografía —señaló Nobby—. Eso es lo que se tiene que decir. Se dice «¡Eres historia!», no geografía.

—Bueno, lo que sea —rugió Colon—. Ahora verán…

¡Sargento!

Nobby también estaba mirando hacia atrás.

—Oh, mierda —dijo.

—No puedo fallar —murmuró Colon, apuntando.

¡Sargento!

—¡Callaos los dos, no puedo concentrarme si seguís gritando así!

—¡Sargento, ya viene!

El dragón aceleró.

Los tejados tambaleantes de Ankh-Morpork eran a sus ojos un borrón mientras volaba por encima, con las alas cortando el aire. Su cuello se estiró, las llamas piloto de sus fosas nasales centelleaban, el sonido de su vuelo rasgaba el silencio del cielo.

Las manos de Colon temblaban. El dragón parecía volar directamente hacia su garganta, y se movía deprisa, demasiado deprisa…

—¡Eso es! —exclamó Zanahoria. Miró hacia el Eje, por si acaso algún dios se había olvidado de cuál era su misión, y añadió con voz clara, vocalizando bien—: ¡Es una posibilidad de uno contra un millón, pero puede funcionar!

—¡Dispara de una maldita vez! —rugió Nobby.

—Estoy buscando el punto, amigo, estoy buscando el punto —tartamudeó Colon—. Vosotros no os preocupéis, muchachos, ya os he dicho que ésta es mi flecha de la suerte. Es una flecha de primera, la tengo desde que era niño, no os creeríais las cosas a las que he acertado con ella, así que no os preocupéis.

Hizo una pausa mientras la pesadilla se cernía sobre él volando con alas de terror.

—Eh… ¿Zanahoria? —dijo débilmente.

—¿Sí, sargento?

—¿Te dijo alguna vez tu abuelo qué aspecto tenía un punto volublerable?

Y, en aquel momento, el dragón dejó de aproximarse: ya estaba allí, pasando a pocos metros por encima de ellos, un borroso mosaico de escamas y ruido que llenaba el cielo entero.

Colon disparó.

Vieron cómo la flecha ascendía, directa.

Vimes corrió como pudo sobre los guijarros húmedos de las calles, sin aliento y sin tiempo.

No puede ser así, pensó enloquecido. El héroe llega siempre a tiempo. En el momento justo, pero a tiempo. Por los pelos, pero a tiempo. Pero lo más probable era que el momento de llegar a tiempo hubiera pasado hacía cinco minutos.

Y yo no soy un héroe. No estoy en forma, y necesito una copa, y necesito una paga de cien dólares al mes sin extra para plumas. Ésa no es la paga de un héroe. El héroe se lleva reinos y princesas, y hace ejercicio a menudo, y cuando sonríe la luz arranca destellos de sus dientes, ting. El muy hijo de puta.

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