¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Los dedos de Nobby se quedaron paralizados sobre el asta de una flecha.

—¡Ésa es mi flecha de la suerte! —rugió Colon—. ¡Ni se os ocurra tocarla!

—Pues a mí me parece igual que todas las demás, sargento —señaló Nobby.

—Ésa es la que utilizaré en el comosellame, en el momento de la verdad —replicó Colon—. Mi flecha de la suerte nunca me ha fallado, nunca. Si ese dragón tiene algún volublerable, esta flecha lo encontrará.

Eligió una flecha de aspecto idéntico a las demás, pero presumiblemente menos afortunada, y la colocó en el arco. Luego, escudriñó los tejados circundantes con mirada especulativa.

—Será mejor que vaya haciendo mano —murmuró—. Por supuesto, es una de esas cosas que cuando se aprenden no se olvidan nunca, como montar en…, montar en…, montar en algo de lo que no te puedes olvidar.

Tensó la cuerda del arco hasta que le llegó hasta la oreja, y gimió.

—Bien —dijo, mientras el brazo le temblaba por la tensión como un arbolillo durante un huracán—. ¿Veis el tejado del Gremio de Asesinos, allí?

Escudriñaron el aire turbio.

—Bien —añadió Colon—, ¿y esa veleta que hay en el tejado? ¿La veis?

Zanahoria miró en dirección a la flecha, que giraba sobre sí misma al compás del viento.

—Está muy lejos, sargento —señaló Nobby con tono dubitativo.

—Tú no te preocupes por mí, no apartes la vista de la veleta —gimió el sargento.

Los dos asintieron. La veleta tenía forma de hombre encorvado con una gran capa negra. La daga que empuñaba siempre apuntaba en la dirección del viento. Pero, desde tan lejos, era muy pequeña.

—De acuerdo —jadeó Colon—. Ahora, ¿veis el ojo del hombre?

—Venga ya… —se burló Nobby.

—¡Cállate, cállate, cállate! —gimió Colon—. ¡He preguntado que si lo veis!

—A mí me parece verlo, sargento —respondió Zanahoria lealmente.

—Bien. Bien —asintió el sargento, tomando puntería con mucho esfuerzo—. Así se habla. Buen muchacho. Estupendo. Ahora no lo pierdas de vista, ¿de acuerdo?

Con un último gemido, soltó la flecha.

Sucedieron varias cosas, tan deprisa que habrá que relatarlas en prosa a cámara lenta. Probablemente, la primera fue que la cuerda del arco restalló contra la sensible cara interna de la muñeca de Colon, haciendo que gritara y que soltara el arco. Esto no influenció en modo alguno en la trayectoria de la flecha, que ya volaba sin titubeos en dirección a una gárgola que adornaba el tejado de la casa de enfrente. Le dio en la oreja, rebotó contra una pared a dos metros de distancia, y volvió de nuevo hacia Colon con una velocidad que parecía incluso superior a la original. Pasó a un milímetro de su sien con un silbido estremecedor.

Se perdió rumbo a los muros de la ciudad.

Tras un rato, Nobby carraspeó y dirigió una mirada inocente a Zanahoria.

—Así, más o menos, ¿cuánto miden los volublerables de un dragón?

—Oh, pueden ser un punto diminuto —respondió Zanahoria, siempre deseoso de ayudar.

—Me imaginaba que dirías eso —suspiró Nobby. Caminó hasta el borde del tejado y señaló hacia abajo—. Estamos justo encima de un estanque —dijo—. Lo utilizan para refrigerar el agua. Tengo entendido que es bastante profundo, así que, cuando el sargento dispare contra el dragón, podemos saltar. ¿Qué os parece?

—Oh, pero si no hará falta —señaló Zanahoria—. Porque la flecha de la suerte del sargento acertará al dragón en el punto exacto, y lo matará, así que no tendremos que preocuparnos por nada.

—Por supuesto, por supuesto —asintió Nobby apresuradamente al ver el ceño fruncido de Colon—. Es sólo por si acaso, ya sabéis, hay que tener en cuenta que existe una posibilidad entre un millón de que falle… No es que vaya a fallar, claro, es que hay que considerar todas las eventualidades… Si, por un increíble golpe de mala suerte, no consigue darle en el volublerable, el dragón se va a poner hecho una furia, y lo mejor será que no estemos cerca para verlo. Es una posibilidad muy remota, ya lo sé, pero hay que tenerlo todo en cuenta.

El sargento Colon se ajustó la armadura.

—Cuando menos las necesitas —dijo—, las posibilidades de una contra un millón crecen como hongos. Es un hecho científico demostrado.

—El sargento tiene razón, Nobby —señaló Zanahoria—. Ya sabes que, cuando sólo hay una posibilidad de que algo funcione…, bueno, pues funciona. Si no, no habría… —Bajó la voz—. Quiero decir, que es obvio, si las últimas posibilidades a la desesperada no funcionan, no habrá… El caso es que los dioses no lo permitirían. Seguro.

Como un solo hombre, los tres se volvieron para mirar, a través del aire turbio, en dirección al eje del Mundodisco, a miles de kilómetros de allí. Ahora el aire estaba teñido de gris con el humo y la niebla, pero en los días despejados se podía ver el Cori Celesti, el hogar de los dioses. Al menos, el lugar donde estaba el hogar de los dioses. Vivían en Dunmanifestin, el estucado Valhalla, donde afrontaban la eternidad con la mentalidad de quien no sabe qué hacer para pasar la tarde. Se decía que jugaban con los destinos de los hombres, aunque nadie tenía la menor idea de a qué estaban jugando.

Pero, por supuesto, había reglas. Todo el mundo sabía que había reglas. Y había que cruzar los dedos para que los dioses lo supieran también.

—Tiene que funcionar —murmuró Colon—. Usaré mi flecha de la suerte y todo eso. Tienes razón. Las últimas posibilidades a la desesperada tienen que funcionar. Si no, nada tendría sentido. Tanto nos daría estar muertos.

Nobby volvió a asomarse por el borde del tejado. Tras un titubeo, Colon se reunió con él. Tenían las expresiones especulativas de los hombres que han visto muchas cosas, y sabían que aunque se podía contar con los héroes, los reyes y, en última instancia, con los dioses, lo que de verdad no fallaba nunca era la gravedad y un estanque profundo.

—No es que lo vayamos a necesitar, claro —afirmó Colon.

—Con tu flecha de la suerte, por supuesto que no —asintió Nobby.

—Exacto. Pero oye, por simple curiosidad, ¿a qué distancia crees que está el estanque de aquí?

—Yo diría que a unos diez metros. Más o menos.

—Diez metros. —Colon asintió lentamente—. Es aproximadamente lo que calculaba yo. Y es bastante profundo, ¿no?

—Bastante, según tengo entendido.

—Aceptaré tu palabra. Parece muy sucio. Detesto la idea de meterme ahí.

Zanahoria le dio una alegre palmada en la espalda, y casi lo tiró.

—¿Qué pasa, sargento? —dijo—. ¿Acaso quiere vivir para siempre?

—¿Mmm? —musitó Colon, que parecía inmerso en un deprimente mundo propio.

—Quiero decir, menos mal que tenemos una posibilidad desesperada de uno contra un millón, ¡si no estaríamos en apuros!

—Oh, sí —asintió Nobby con tristeza—. Qué suerte tenemos.

El patricio se recostó. Un par de ratas le colocaron un cojín bajo la cabeza.

—Creo que las cosas van bastante mal ahí fuera —dijo.

—Sí —asintió Vimes con amargura—. Tienes razón. Aquí estás más a salvo que nadie.

Insertó otro cuchillo en una hendidura entre las piedras, y escarbó con sumo cuidado, mientras lord Vetinari lo miraba con interés. Ya había conseguido levantar las losas que rodeaban la rejilla.

Ahora empezaba a atacar el cemento que la sujetaba.

El patricio se entretuvo mirándolo un rato, y luego cogió un libro del pequeño estante que tenía al lado. Como las ratas no podían leer los títulos de la biblioteca, los libros que habían reunido eran un tanto variados, pero no era hombre que se cerrase a los nuevos conocimientos. Encontró la señal entre las páginas de El arte del encaje a lo largo de los siglos, y leyó unas cuantas páginas.

Tras un rato, se vio obligado a sacudir del libro unos pocos trocitos de cemento, y alzó la vista.

—¿Estás haciendo progresos? —preguntó con educación.

Vimes apretó los dientes y no dijo nada. Al otro lado de la rejilla había un patio, apenas más luminoso que la celda. En un rincón había un estercolero, pero en aquellos momentos parecía muy atractivo. Al menos, más atractivo que la mazmorra. Un honrado estercolero era preferible a lo que era Ankh-Morpork en aquellos momentos. Seguro que era una alegoría, o algo por el estilo.

Excavó, excavó y excavó. La hoja del cuchillo vibraba y le hacía temblar la mano.

El bibliotecario se rascó un sobaco con gesto pensativo. Tenía muchos problemas.

Había llegado allí lleno de rabia contra los ladrones de libros, y esa rabia no se había apagado. Pero se le había ocurrido que, aunque los crímenes contra los libros eran los peores que podía perpetrar un hombre, quizá sería mejor posponer la venganza.

Se le ocurrió que, aunque lo que los humanos hicieran unos con otros le importaba un rábano, había cierto tipo de actividades que convenía cortar de raíz, no fuera que a los perpetradores, confiados por el éxito, se les ocurriera empezar a hacer las mismas cosas con los libros.

El bibliotecario contempló de nuevo su placa, y le dio un mordisquito con la optimista esperanza de que fuera comestible. No cabía duda de que tenía un deber para con el capitán.

El capitán siempre había sido amable con él. Y el capitán también tenía una placa.

Sí.

Hay momentos en que un simio tiene que comportarse como un hombre…

El orangután hizo un complejo gesto de saludo y se alejó meciéndose en la oscuridad.

El sol ascendió por el cielo, entre la niebla y el humo rancio, como si fuera un globo perdido.

Los guardias se sentaron a la sombra de una chimenea, esperando y matando el tiempo de diversas maneras. Nobby sondeaba pensativo el contenido de una de sus fosas nasales, Zanahoria estaba escribiendo una carta a sus padres, y el sargento se estaba preocupando. Tras un rato, se removió inseguro.

—Se me ocurre que puede haber un problema —dijo.

—¿Cuál, sargento? —quiso saber Zanahoria.

El sargento Colon parecía desanimado.

—Bueeeno, ¿qué pasará si no se trata de una posibilidad de uno contra un millón? —preguntó.

Nobby se lo quedó mirando.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, nada, las posibilidades desesperadas de uno contra un millón siempre funcionan, eso no es problema, pero…, bueno, eso es demasiado concreto, ¿no te parece?

—Explícate.

—¿Y si sólo es una posibilidad de uno contra mil? —preguntó Colon, angustiado.

—¿Qué?

—¿Alguien ha oído hablar de una posibilidad de uno contra mil que haya funcionado?

Zanahoria alzó la vista.

—No digas esas cosas, sargento —protestó—. Nadie ha visto jamás que funcionara una posibilidad de uno contra mil. Las posibilidades en contra son de… —Calculó, moviendo los labios en silencio—, de uno contra millones.

—Eso. Millones —asintió Nobby.

—Así que sólo funcionará si la posibilidad es verdaderamente de uno contra un millón —terminó el sargento.

—Supongo que tienes razón —asintió Nobby.

—Así que, uno contra 999.943, por ejemplo… —empezó Colon.

Zanahoria sacudió la cabeza.

—No tendríamos ni una posibilidad. Nadie ha dicho nunca «Es una posibilidad de uno contra 999.943, pero puede funcionar».

Contemplaron la ciudad en el silencio de un feroz cálculo mental.

—Puede que tengamos todo un problema —dijo Colon al final.

Zanahoria empezó a escribir a toda velocidad. Cuando le preguntaron qué hacía, les explicó con todo lujo de detalles cómo se calculaba la superficie total de un dragón, y luego intentó valorar las posibilidades de que una flecha acertara en un punto concreto.

—Apuntando, tenlo en cuenta —indicó el sargento Colon—. Yo estaré apuntando.

Nobby carraspeó.

—En ese caso, la posibilidad no será de uno contra Un millón, ni mucho menos —asintió Zanahoria—. Puede ser una posibilidad de uno contra cien. Y si el dragón vuela despacio, y el punto es muy grande, puede ser casi una certeza.

Los labios de Colon se movieron en silencio formulando la frase Es una certeza, pero puede funcionar. Sacudió la cabeza.

—Naaa —dijo.

—En ese caso, lo que tenemos que hacer —dijo Nobby con voz pausada— es ajustar las posibilidades…

Ahora había un agujero en el cemento, cerca del barrote central. No era gran cosa, Vimes lo sabía, pero al menos se trataba de un comienzo.

—No necesitas ayuda, ¿verdad? —sugirió el patricio.

—No.

—Como gustes.

El cemento estaba medio podrido, pero los barrotes habían sido clavados profundamente en la roca. Bajo la gruesa capa de óxido había aún mucho hierro. Era un trabajo largo, pero al menos le proporcionaba algo que hacer, y requería una agradable falta de ejercicio intelectual. Nadie se lo podía arrebatar. Era un buen desafío, claro y limpio. Sabía que, si seguía excavando, eventualmente conseguiría lo que se proponía.

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