No la habían construido para proporcionar comodidades, no era más que un espacio donde se encontraban las columnas y arcos que soportaban el palacio. En un extremo lejano, una rejilla en lo más alto de la pared dejaba entrar la mera sospecha de una luz mortecina de segunda mano.
Había otro agujero cuadrado en el suelo. También estaba cerrado con barrotes. Pero las barras de acero estaban bastante oxidadas. A Vimes se le ocurrió que, con un poco de paciencia, podría arrancarlos, y entonces sólo le faltaría adelgazar lo suficiente como para caber por un agujero de quince centímetros.
Lo que no había en las mazmorras eran ratas, escorpiones, cucarachas o serpientes. En el pasado había habido serpientes, sí, porque las sandalias de Vimes aplastaron unos pequeños esqueletos alargados.
Se deslizó cautelosamente a lo largo de una pared húmeda, sin dejar de preguntarse de dónde provendría aquel rítmico sonido de arañazos. Rodeó una columna gruesa, y entonces lo descubrió.
El patricio se estaba afeitando, con los ojos entrecerrados, ante un trozo de espejo apoyado en una columna para que le diera la luz. No, Vimes comprendió que no estaba apoyado. Más bien sostenido. Por una rata. Era una rata grande, con ojos rojos.
El patricio le dirigió un vago gesto de saludo, sin al parecer sorprenderse de verlo allí.
—Oh —dijo—. Vimes, ¿verdad? Me enteré de que venías para acá. Vaya. Tendríamos que haber dicho al personal de las cocinas… —En este punto, Vimes se dio cuenta de que el hombre estaba hablando con la rata—, de que íbamos a ser dos para comer. ¿Quieres una cerveza, Vimes?
—¿Qué?
—Supongo que sí. Pero me temo que no tendrás suerte. Los amigos de Skrp son listos, pero no se les da muy bien leer las etiquetas de las botellas.
Lord Vetinari se dio unas palmaditas en la cara con la toalla, y la dejó caer al suelo. Una forma gris salió disparada de entre las sombras, la cogió y se la llevó por la rejilla del suelo.
—Muy bien, Skrp —dijo al final—. Ya puedes marcharte.
La rata sacudió los bigotes en gesto de saludo, apoyó el espejo contra la pared y se alejó trotando.
—¿Te sirven las ratas? —se asombró Vimes.
—Hacen lo que pueden. La verdad es que las pobres no son muy eficaces. Es por las patas.
—Pero…, pero…, pero… —dijo Vimes—. Quiero decir…, ¿cómo?
—Tengo la sospecha de que los amigos de Skrp han excavado túneles que pasan por la Universidad —le explicó lord Vetinari—. Aunque supongo que ya eran bastante listos desde el principio.
Al menos Vimes sí que entendía eso. Era bien sabido que las radiaciones taumatúrgicas afectaban a los animales que habitaban en el campus de la Universidad Invisible, convirtiéndolos a veces en réplicas casi exactas de la civilización humana, o incluso mutándolos hasta convertirlos en especies completamente nuevas y especializadas, como la rata de biblioteca con archivadores incluidos, o la cabeza de búfalo que crecía directamente de la pared. Y, como había dicho el patricio, las ratas ya eran bastante listas de por sí.
—Pero ¿te están ayudando? —preguntó Vimes.
—Es una ayuda mutua, es una ayuda mutua. Digamos que en pago por los servicios prestados —dijo el patricio, al tiempo que se sentaba en algo que, según no pudo dejar de advertir Vimes, era un pequeño cojín de terciopelo.
También notó que, en un estante bajo, muy a mano, había una libreta de notas y una hilera de libros bien ordenados.
—¿Cómo ayudas tú a las ratas, señor? —dijo con voz débil.
—Con consejos. Les doy consejos. —El patricio se recostó—. Eso es lo malo de las personas como Wonse —dijo—. Nunca saben cuándo detenerse. Ratas, serpientes y escorpiones. Cuando llegué aquí, esto era un campo de batalla. Las ratas se estaban llevando la peor parte.
Vimes tuvo la sensación de que empezaba a comprender aquella locura.
—¿Y tú las entrenaste, o algo así? —señaló.
—Las aconsejé, sólo las aconsejé. Se me da bastante bien —respondió lord Vetinari con modestia.
Vimes se preguntó qué habrían hecho. ¿Se aliaron las ratas con los escorpiones contra las serpientes, y luego, cuando hubieron derrotado a los reptiles, invitaron a los escorpiones a una cena para celebrar la victoria, y se los comieron? ¿O sobornaron a algunos escorpiones con grandes cantidades de…, oh, de lo que comieran los escorpiones, para que se filtraran de noche entre las filas de algunas serpientes escogidas y las mataran a picotazos?
Recordó que alguien le había contado la historia de un hombre que, estando encerrado en una celda durante años, entrenó a pajarillos para crearse una especie de libertad. Y sabía de viejos marineros, a los que las enfermedades y la edad habían apartado del mar, que se pasaban los días metiendo barcos en botellitas.
Luego pensó en el patricio, a quien habían arrebatado su ciudad, sentado en el suelo gris de una mazmorra sombría, y recreándola a su alrededor, alentando en miniatura todas las pequeñas rivalidades, luchas de poderes y bandos diferentes. Se lo imaginó como una sombra, una estatua viva que se erguía entre el caos. Probablemente le resultaba más sencillo que gobernar Ankh, donde había alimañas mucho más grandes, que no necesitaban ambas manos para transportar un cuchillo.
Se oyó un tintineo en la rejilla del desagüe. Aparecieron media docena de ratas que arrastraban algo envuelto en tela. La arrastraron por el suelo y, con gran esfuerzo, la depositaron a los pies del patricio. El anciano se inclinó y desató el nudo.
—Parece que tenemos queso, muslos de pollo, cereales, un trozo de pan algo duro y una excelente botella de… oh, una excelente botella de la Salsa Tradicional Para Carnes y Pescados de Merckle y Aguijón. Cerveza, Skrp, dije cerveza. —La jefa de las ratas movió la nariz—. Lo siento mucho, Vimes, ya te lo dije, no saben leer. Al parecer no pueden ni comprender el concepto. Pero se les da muy bien escuchar. Me transmiten todas las noticias.
—Veo que estás muy cómodo aquí —suspiró Vimes.
—Nunca construyas una mazmorra en la que no querrías pasar una noche —respondió el patricio, al tiempo que extendía la comida sobre la tela—. El mundo sería un lugar mucho más feliz si la gente recordara eso.
—Todos pensábamos que habías hecho construir túneles secretos, y esas cosas.
—Ni se me ocurrió, ¿para qué? —replicó el patricio—. No podría dejar de huir jamás. Qué falta de eficacia. Mientras que, aquí, estoy en el centro de las cosas. Espero que comprendas esto, Vimes: nunca confíes en un gobernante que deposita su fe en túneles, refugios y rutas de escape. Lo más probable es que no esté dedicándose de pleno a su trabajo.
—Oh.
Está en una mazmorra de su propio palacio, con un loco rabioso al mando en el piso de arriba y un dragón achicharrando la ciudad, y cree que todo está saliendo como él quiere. Debe de ser cosa de los altos cargos. Tanta altura vuelve loca a la gente.
—Eh…, no te importa si echo un vistazo por aquí, ¿verdad? —preguntó.
—Estás en tu casa.
Vimes recorrió la mazmorra de punta a punta, y examinó la puerta. Los barrotes eran pesados, los cerrojos bien sólidos y la puerta parecía indestructible.
Luego, se dedicó a golpear las paredes en cualquier punto que pudiera sonar a hueco. Sin duda se trataba de una mazmorra bien construida. Era una de esas mazmorras que se alegran de que encierren en ellas a los criminales peligrosos. Y por supuesto, en esas circunstancias, es mejor que no haya trampillas, túneles escondidos ni pasadizos secretos.
Pero no eran ésas las circunstancias. Era sorprendente lo que varios metros de roca sólida pueden hacer con tu sentido de la perspectiva.
—¿Suelen venir aquí los guardias? —preguntó.
—Casi nunca —dijo el patricio mientras devoraba un muslo de pollo—. Es que no se molestan en darme de comer, ¿sabes? Creo que quieren matarme de hambre. De hecho —añadió—, hasta hace poco, de vez en cuando iba a la puerta y gimoteaba un poco para que estuvieran satisfechos.
—Pero ¿tienen órdenes de venir a comprobar cómo están las cosas? —dijo Vimes, esperanzado.
—Oh, eso sí que no lo toleraríamos —replicó el patricio.
—¿Cómo vas a impedírselo?
Lord Vetinari le dirigió una mirada ofendida.
—Mi querido Vimes —dijo—, pensaba que eras un hombre observador. ¿Has mirado bien la puerta?
—Por supuesto —dijo—. Señor —añadió rápidamente—. Es de lo más resistente.
—Quizá deberías echarle otro vistazo.
Vimes miró boquiabierto al anciano, luego dio media vuelta y observó de nuevo la puerta. Era de esas que se suelen considerar temibles, todo barrotes, cerrojos, bisagras y acero. Pero, por mucho que la mirase, no parecía menos impresionante. La cerradura era uno de esos artilugios fabricados por los enanos, el dolor de cabeza de cualquier ladrón. En definitiva, si alguien buscaba un símbolo de lo inamovible, no tenía más que mirar aquella puerta.
El patricio apareció junto a él, con un sigilo estremecedor.
—Es que, ¿sabes? —empezó—. Siempre que una ciudad es víctima de los desórdenes civiles, el gobernante acaba en sus propias mazmorras. Para cierto tipo de mentalidades, eso es mucho más satisfactorio que una simple ejecución.
—Sí, bueno, pero no entiendo… —empezó Vimes.
—Así que miras esta puerta y no ves más que una puerta muy resistente, ¿verdad?
—Por supuesto. No hay más que mirar los cerrojos, y los barrotes, y…
—La verdad, me siento muy satisfecho —asintió lord Vetinari con tranquilidad.
Vimes miró la puerta hasta que le dolieron las cejas. Y entonces, al igual que las formas abstractas de las nubes, sin cambiar en absoluto, se transforma de repente en la cabeza de un caballo o en un barco velero, vio lo que había tenido ante los ojos todo el tiempo.
Una admiración abrumadora lo invadió.
Se preguntó cómo sería la mente del patricio por dentro. Se la imaginaba fría y brillante, toda de acero azul, estalactitas y pequeñas ruedecitas girando como los engranajes de un reloj. La clase de mente que podía prever su propia caída y tomar ventaja de ella.
Era una puerta de mazmorra absolutamente normal, pero todo dependía del sentido de la perspectiva.
Tras la puerta de aquella mazmorra, el patricio podía encerrar al mundo.
En la parte exterior sólo estaba la cerradura.
Los cerrojos y barrotes estaban por dentro.
Los guardias treparon torpemente por los tejados húmedos, mientras las nieblas de la mañana se fundían ante el calor del sol. No es que fuera a ser un día claro…, los espesos jirones de humo y el rancio olor a quemado envolvían la ciudad y llenaban el ambiente con el triste aroma de las cenizas mojadas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Zanahoria, ayudando a subir a los demás.
El sargento Colon miró a su alrededor, escudriñando el bosque de chimeneas.
—Encima de la destilería de whisky de Jimmy Abrazodeoso —dijo—. En línea recta entre el palacio y la plaza. Seguro que pasará volando por aquí.
Nobby echó un vistazo por un lado del edificio.
—Me parece que estuve aquí una vez —dijo—. Comprobé la puerta una noche, y se abrió.
—Al cabo de un rato, supongo —señaló Colon con tono amargo.
—Bueno, el caso es que tuve que entrar, para comprobar que no estuviera pasando nada malo. Es un lugar increíble. Está lleno de cañerías y aparatos. ¡Y hay un olor increíble!
—«Cada botella envejece durante siete minutos» —citó Colon—. «Una gota llenará su día», dice en la etiqueta. Y vaya si es verdad. Una vez probé una gota, y me pasé el día lleno de resaca.
Se arrodilló y desenvolvió un fardo de tela que había estado transportando, con muchas dificultades, durante toda la escalada. Extrajo de él un arco largo de diseño antiguo, y un puñado de flechas.
Levantó el arco muy despacio, con gesto reverente, y lo acarició con los pulgares regordetes.
—¿Sabéis? —dijo en voz baja—. Cuando era joven, lo manejaba de maravilla. El capitán debería haberme dejado probar la otra noche.
—Eso dices tú —replicó Nobby, nada comprensivo.
—Pues gané un montón de premios.
El sargento abrió la bolsita que contenía la cuerda nueva para el arco, la enganchó en un extremo, se puso de pie, tiró, gruñó un poco…
—Eh… ¿Zanahoria? —dijo jadeante.
—¿Sí, sargento?
—¿A ti se te da bien poner cuerdas en los arcos?
Zanahoria cogió el arco, lo curvó con facilidad y enganchó el otro extremo de la cuerda.
—Buen comienzo, sargento —señaló Nobby.
—¡No seas sarcástico conmigo, cabo! No es cuestión de fuerza, lo que importa es la agudeza de la vista y la firmeza de la mano. Venga, pásame una flecha. ¡No, ésa no!