¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—¡Claro que sí, idiota!

—Pero…, pero…, sólo es uno —gimoteó el capitán de la guardia.

—Y está sonriendo —señaló uno de sus hombres, que se había apresurado a colocarse tras él.

—Seguro que se colgará de la lámpara en cualquier momento —añadió otro guardia—. Y volteará la mesa de una patada, y todo eso.

—¡Ni siquiera está armado! —chilló Wonse.

—Ésos son los peores —replicó uno de los guardias con gran estoicismo—. Son los que pegan un salto y agarran una de las espadas ornamentales que hay en la panoplia sobre la chimenea.

—¡Aquí no hay ninguna chimenea! ¡Ni ninguna espada! ¡Sólo está él! ¡Cogedlo inmediatamente! —gritó Wonse.

Dos de los guardias agarraron a Vimes tentativamente por los hombros.

—No irás a hacer nada heroico, ¿verdad? —le susurró uno de ellos.

—No sabría ni por dónde empezar —lo tranquilizó, Vimes.

—Ah. Bueno.

Mientras se lo llevaba, Vimes oyó la carcajada enloquecida de Wonse. Otra de las características típicas de los fanfarrones.

Pero, en una cosa, había dado en el clavo. Vimes no tenía ningún plan. No había meditado gran cosa sobre lo que podía suceder a continuación. Qué idiota he sido, se dijo. ¡Pensar que, después del enfrentamiento, se habría acabado el asunto…!

También iba pensando en cuál sería el otro encarguito de Wonse.

Los guardias de palacio no decían nada, se limitaban a caminar con la vista fija al frente y el paso firme por los pasillos semiderruidos, hasta llegar a otro corredor, hasta una puerta ominosa. La abrieron, lo empujaron hacia el interior y se alejaron de nuevo.

Y nadie, absolutamente nadie, advirtió el pequeño objeto, ligero como una hoja, que cayó de las sombras del techo meciéndose suavemente como una semilla de sicómoro antes de posarse sobre la maraña de objetos que componían el montón del tesoro.

Era una cáscara de cacahuete.

Fue el silencio lo que despertó a lady Ramkin. Su dormitorio daba al cobertizo de los dragones, y estaba acostumbrada a dormir con el susurro de las escamas contra los tablones, el ocasional rugido de un dragón lanzando llamas en sueños, y los lamentos de las hembras en celo. La ausencia de todo sonido era como la alarma de un reloj.

Había llorado un poco antes de dormirse, pero no mucho, porque era inútil ponerse sentimental y dar vueltas a lo que no podía arreglar. Encendió la lámpara, se puso las botas de goma, cogió un bastón que podía ser todo lo que se interpusiera entre ella y una teórica pérdida de la virtud, y bajó apresuradamente hacia el cobertizo envuelto en las sombras de la noche. Al cruzar el húmedo césped, fue vagamente consciente de que en la ciudad estaba sucediendo algo, pero no le concedió importancia en aquel momento. Los dragones eran más importantes.

Abrió la puerta.

Bueno, estaban allí. El familiar olor de los dragones de pantano, mezcla de lodo empantanado y de explosiones químicas, salió como una ráfaga a la noche.

Cada uno de los dragones estaba de pie sobre las patas traseras, en el centro de su compartimiento, con el cuello arqueado y mirando con feroz intensidad hacia el techo.

—Oh —dijo—. Así que otra vez está volando por ahí, ¿eh? Exhibiéndose. No os preocupéis, mis pequeñines, mamá está con vosotros.

Puso la lámpara en una estantería alta y se dirigió hacia el compartimiento de Errol.

—Hola muchacho… —empezó.

Y se detuvo en seco.

Errol estaba tendido de costado. Una tenue nubecilla de humo gris brotaba de su boca, y su estómago se contraía y se expandía como un acordeón. Y su piel, desde la cabeza hasta la cola, era de un blanco casi puro.

—Creo que, si alguna vez hago una reedición de las Enfermedades, te dedicaré un capítulo entero a ti solito —dijo en voz baja, mientras abría el cerrojo de su compartimiento—. Veamos si te ha bajado esa temperatura tan mala, ¿eh?

Extendió la mano para acariciarle la piel, y dejó escapar una exclamación. La retiró rápidamente mientras se le formaban ampollas en las puntas de los dedos.

Errol estaba tan frío que quemaba.

Mientras miraba al dragoncito, las pequeñas marcas redondeadas que había fundido su calor volvieron a transformarse en hielo.

Lady Ramkin se puso en cuclillas.

—¿Qué clase de dragón eres? —suspiró.

Oyó, muy lejos, el sonido distante de alguien llamando a la puerta principal de la casa. Titubeó un instante, luego apagó la lámpara de un soplido, recorrió el pasillo entre los compartimientos a toda velocidad, y apartó a un lado el trozo de tela de saco que cubría la ventana.

Las primeras luces del amanecer le revelaron la silueta de un guardia en las escaleras, con las plumas del casco que se agitaban por la brisa.

Se mordió el labio inferior, cruzó la puerta a toda velocidad, cruzó el césped y se metió corriendo en la casa, subiendo las escaleras de tres en tres.

—Estúpida, estúpida —murmuró al recordar que la lámpara estaba en el piso de abajo.

Pero no había tiempo para eso. Si se entretenía en ir a cogerla, Vimes podía marcharse.

Por tacto y de memoria, en la penumbra, encontró su mejor peluca y se la encasquetó. En algún lugar entre los ungüentos y pomadas para dragones que poblaban su cómoda había algo que, si mal no recordaba, se llamaba Rocío de la noche, o alguna otra cosa igualmente inapropiada, regalo de hacía mucho tiempo de un sobrino en que no pensaba demasiado. Olisqueó varios frascos hasta dar con algo que, por el aroma, era probablemente el que buscaba. Hasta alguien con un aparato olfativo que se había cerrado hacía mucho ante la brutalidad del olor de los dragones, tuvo que ver que era más…, bueno, más potente de lo que recordaba. Pero, al parecer, a los hombres les gustaban aquellas cosas. O eso había leído. Una auténtica tontería. Se tiró un poco de la costura del escote del camisón, que de repente le parecía demasiado sensato y cómodo, hasta colocarlo en una posición que esperaba que revelase sin llegar a exponer, y corrió a toda velocidad escaleras abajo.

Se detuvo ante la puerta principal, tomó aliento, giró el picaporte y, mientras la puerta se abría, comprendió que debería haberse quitado las botas de goma…

—Vaya, capitán —dijo dulcemente—, qué sorpresa tan… ¿quién demonios es usted?

El jefe de la guardia de palacio retrocedió unos cuantos pasos y, como provenía de una familia de campesinos, hizo unos cuantos signos para espantar a los malos espíritus. Obviamente, no sirvieron de nada. Cuando volvió a abrir los ojos, el monstruo seguía allí, todavía encendido de rabia, todavía apestando a algo rancio y fermentado, todavía coronado por una masa de rizos, todavía refugiado tras unos pechos que hicieron que se le secara el paladar…

Había oído hablar de aquel tipo de fieras. Las llamaban arpías. ¿Qué habría hecho aquélla con lady Ramkin?

En cambio, la visión de las botas de goma lo desconcertaba un poco. Las leyendas sobre arpías no incluían referencias a botas de goma.

—Hable de una vez, amigo —rugió lady Ramkin, volviendo a subirse el escote hasta una altura más respetable—. ¿O piensa quedarse ahí toda la noche abriendo y cerrando la boca? ¿Qué quiere?

—¿Lady Sybil Ramkin? —dijo el guardia, no con el tono educado de alguien que busca una simple confirmación, sino con la voz incrédula de quien encuentra muy difícil creer que la respuesta pueda ser «sí».

—Abra los ojos, joven. ¿Quién cree que soy?

El guardia recuperó el control sobre sí mismo.

—Tengo una orden para lady Sybil Ramkin —dijo, todavía inseguro.

La voz de la mujer temblaba.

—¿Cómo que una orden?

—Para que acuda al palacio.

—No sé para qué se me puede requerir a estas horas de la madrugada —dijo al tiempo que intentaba cerrar la puerta de golpe.

Pero no se cerró, porque el guardia metió la punta de la espada en el último momento.

—Si no viene —dijo el guardia—, se me ha ordenado que tome medidas.

La puerta volvió a abrirse bruscamente, y lady Ramkin presionó el rostro contra el del guardia, que casi se desmayó ante la peste a pétalos de rosa podridos.

—Si se ha creído que voy a dejar que me ponga la mano encima… —empezó.

La mirada del guardia se desvió un instante, sólo un instante, hacia el cobertizo de los dragones. Lady Ramkin se puso pálida.

—¡No se atreverá! —siseó.

El guardia tragó saliva. La mujer era temible, pero humana al fin y al cabo. Sólo podía arrancarle la cabeza de un mordisco metafóricamente. Se recordó que existían cosas mucho peores que lady Ramkin, aunque también hubo de admitir que no se encontraban en aquel momento a siete centímetros de su nariz.

—Tomar medidas —repitió en un gemido.

Lady Ramkin se irguió, y vio por primera vez a los guardias que había más atrás.

—Ya entiendo —dijo con voz gélida—. Así se hacen ahora las cosas, ¿no? Venís seis a coger a una débil mujer. Muy bien. Supongo que, por lo menos, me permitiréis ponerme un abrigo. Hace frío.

Cerró la puerta de golpe.

Los guardias de palacio dieron pataditas contra el suelo para sacudirse el frío, y trataron de no mirarse unos a otros. Obviamente, aquélla no era manera de ir arrestando a la gente. Para empezar, no los solían dejar esperando en la puerta, las cosas no funcionaban así. Pero claro, la única alternativa era entrar y sacarla a rastras, y a ninguno de ellos le entusiasmaba la idea. Además, el capitán de la guardia no estaba muy seguro de que fueran suficientes como para llevarse a rastras a lady Ramkin. Harían falta muchos más guardias, y troncos de madera.

La puerta crujió al abrirse de nuevo, revelando sólo la oscuridad polvorienta del vestíbulo.

—Bien, muchachos… —empezó el capitán, inseguro.

Lady Ramkin apareció ante ellos. El capitán vio sólo un atisbo borroso de la mujer cuando saltó por la puerta, gritando, y bien habría podido ser lo último que recordara si uno de los guardias no hubiera tenido la presencia de ánimo suficiente como para ponerle la zancadilla cuando bajó por las escaleras. Lady Ramkin cayó hacia adelante con una maldición, se precipitó contra el césped descuidado, y su cabeza fue a chocar contra la decrépita estatua de un antiguo Ramkin. Se quedó inmóvil.

La enorme espada que había esgrimido aterrizó junto a ella, y se clavó vibrante en el suelo.

Tras unos largos momentos, uno de los guardias avanzó de puntillas con cautela y probó el filo con la yema de un dedo.

—Demonios —exclamó con una voz en la que se mezclaban el horror y el respeto—. ¿Y el dragón quiere comérsela?

—Reúne todos los requisitos —dijo el capitán—. Debe de ser la dama de más alta cuna de toda la ciudad. En cuanto a lo de la doncellez, ni idea —añadió—, y en este momento, no me pienso poner a hacer especulaciones. Que alguien vaya a buscar una carreta.

Se pasó un dedo por la oreja, allí donde lo había rozado la punta de la espada. Por naturaleza, no era un hombre cruel, pero en aquel momento estaba seguro de que preferiría que hubiera todo un dragón entre Sybil Ramkin y él cuando la mujer despertara.

—¿No se supone que debíamos matar a sus dragoncitos, señor? —preguntó otro guardia—. Creí que el señor Wonse nos había dicho que acabáramos con todos.

—Eso no era más que una amenaza por si se negaba a venir.

El guardia frunció el ceño.

—¿Seguro, señor? Pensé…

El capitán ya estaba harto. Arpías que gritaban, enormes espadas que hendían el aire junto a él con un sonido como el de la seda al rasgarse…, todo aquello había acabado con su capacidad para ver las cosas desde el punto de vista de un camarada.

—Ah, con que pensabas, ¿eh? —señaló con un rugido—. Ahora resulta que eres un pensador, ¿eh? ¿Piensas que haré bien en recomendarte para otro puesto? ¿Para la guardia de la ciudad, por ejemplo? Ahí hay pensadores a montones, te encantará.

Los demás guardias parecieron bastante incómodos ante la idea.

—Si hubieras pensado — añadió el capitán, sarcástico—, se te habría ocurrido que el rey no querrá que matemos a otros dragones, ¿verdad? Seguro que son parientes lejanos, o algo por el estilo. No puede desear que matemos a los de su propia especie.

—Pero señor, la gente lo hace, señor —replicó el guardia, amedrentado.

—Oh, bueno —dijo el capitán—. Eso es diferente. —Se dio unas palmaditas pensativas en el casco—. Eso es porque somos inteligentes.

Vimes aterrizó sobre la paja húmeda, en una oscuridad de boca de lobo, aunque al poco rato sus ojos se acostumbraron a la penumbra y empezó a distinguir las paredes de la mazmorra.

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