¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Corriente abajo, las hileras de gente manchada de humo trabajaban febrilmente para cerrar las enormes esclusas oxidadas bajo el Puente de Latón. Eran la última defensa de Ankh-Morpork contra el fuego, ya que el Ankh se desbordaría y la inundaría hasta los muros. Bajo sus aguas uno no podía ahogarse, sólo asfixiarse.

Los trabajadores del puente eran aquellos que no podían o no querían huir. Muchos otros escapaban por las puertas de la ciudad, dirigiéndose hacia las gélidas llanuras amortajadas por la niebla.

Pero no por mucho tiempo. El dragón, sobrevolando grácilmente la devastación, planeó por encima de la muralla. Unos segundos más tarde, los guardias vieron cómo la llamarada blancoazulada perforaba las nieblas. La marea de humanidad fluyó de vuelta a la ciudad, con el dragón vigilándolos como un perro pastor. Los edificios incendiados de la ciudad hacían que la parte baja de sus alas brillara con los rojos reflejos.

—¿Alguna sugerencia sobre lo que debemos hacer ahora, sargento? —preguntó Nobby.

Colon no respondió. Ojalá estuviera aquí el capitán Vimes, pensó. Él tampoco habría sabido qué hacer, pero tiene mucho más vocabulario para expresar su desconcierto.

Algunos de los incendios se apagaron cuando las aguas crecientes y las confusas cadenas de cubos empezaron a resultar eficaces. El dragón no parecía tener intención de ir a provocar ninguno más. Ya había dejado bien claro cuáles eran sus intenciones.

—¿Quién creéis que será? —preguntó Nobby.

—¿Quién qué? —preguntó Zanahoria.

—La elegida para el sacrificio.

—El sargento dijo que la gente no lo toleraría —replicó Zanahoria, estoico.

—Sí, bueno. Pero míralo de esta manera: si le dices a la gente que qué prefiere, que te quemen la casa o que se coman a una chica a la que seguramente ni conoces, bueno, pues se lo piensan. Es la naturaleza humana, ya sabes.

—Seguro que aparecerá algún héroe —dijo Zanahoria—. Con un arma nueva o algo por el estilo. Y le sacudirá en su punto volublerable.

Se hizo el silencio que suele hacerse cuando alguien escucha con atención.

—¿Qué es eso? —preguntó Nobby.

—Un punto. Donde es volublerable. Mi abuelo me contaba historias. Si le aciertas a un dragón en los volublerables, lo matas.

—¿Es como pegarle una patada justo ahí? —preguntó Nobby, interesado.

—No sé. Supongo que sí. Aunque ya te lo he dicho, Nobby, va contra la ley…

—Oye, ¿y dónde está ese punto?

—Oh, supongo que en un lugar diferente en cada dragón. Esperas hasta que pase volando por encima de ti y dices, ahí está el punto volublerable, y lo matas —explicó Zanahoria—. Así de fácil.

El sargento Colon miró al espacio con gesto inexpresivo.

—Mmm —murmuró Nobby.

Observaron el panorama de pánico durante un rato.

—¿Estás seguro de eso del punto volublerable? —preguntó al final el sargento Colon.

—Sí, y tanto.

—Ojalá no lo estuvieras, hijo.

Volvieron a contemplar la ciudad aterrorizada.

—¿Sabes? —empezó Nobby—. Me acuerdo de que siempre dices que ganabas premios de tiro con arco cuando estabas en la academia, sargento. Me contaste que tenías una flecha de la suerte, y que la llevabas siempre…

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! Pero no es lo mismo, ¿sabes? Además, yo no soy un héroe. ¿Por qué voy a hacerlo?

—El capitán Vimes nos paga treinta dólares al mes —dijo Zanahoria.

—Sí —asintió Nobby, sonriente—, y tú además tienes un extra de cinco dólares por rango.

—Pero el capitán Vimes ya no está —dijo Colon, no sin razón.

Zanahoria lo miró con tozudez.

—Estoy seguro de que, si estuviera, él sería el primero en…

Colon le hizo callar.

—Todo eso está muy bien —replicó—. Pero ¿qué pasará si fallo?

—Míralo por el lado bueno —señaló Nobby—. Lo más probable es que ni lo llegues a saber.

La expresión del sargento Colon se transformó en una sonrisa malévola, desesperada.

—Querrás decir que no lo llegaremos a saber —dijo.

—¿Qué?

—Si crees que voy a subirme solo a no sé qué tejado, estás muy equivocado. Te ordeno que me acompañes. Además —añadió—, a ti también te pagan un dólar extra por los riesgos laborales.

El rostro de Nobby era una mueca de pánico.

—¡Te equivocas! —gimió—. ¡El capitán Vimes dijo que me lo retiraba durante cinco años porque soy una vergüenza para la especie!

— Bueno, pues a lo mejor así lo recuperas. Además, tú eres el experto en puntos volublerables. Te he visto pelear más de una vez.

Zanahoria saludó marcialmente.

—Permiso para ofrecerme voluntario, señor —dijo—. Y yo sólo cobro veinte dólares al mes en concepto de paga básica, y no me importa, señor.

El sargento Colon carraspeó. Luego, se enderezó la placa pectoral. Era una de esas placas impresionantes, con el relieve de los músculos. Su pecho y su estómago encajaban dentro igual que la gelatina en un molde.

¿Qué haría en un momento así el capitán Vimes? Bueno, bebería algo, desde luego. Pero, si no pudiera beber, ¿qué haría?

—Lo que necesitamos —dijo lentamente—, es un Plan.

Aquello sonaba muy bien. Sólo la frase valía ya la paga. Si uno tiene un Plan, ya ha recorrido medio camino.

Ya le parecía oír las aclamaciones de las multitudes. La gente bordeaba las calles en hileras, y le arrojaban flores, y lo llevaban en comitiva triunfal por toda una ciudad agradecida.

Lo malo del asunto era que sospechaba que lo llevaban en una urna.

Lupine Wonse recorrió los pasillos, por los que el viento circulaba ahora libremente, hasta el dormitorio del patricio. Nunca había sido una habitación suntuosa, no había más que una cama estrecha y unos cuantos armarios destartalados. Pero ahora estaba aún peor. Faltaba una pared. Si a uno le daba por caminar en sueños, corría el riesgo de terminar en la vasta caverna que era la Sala Principal.

Aun así, cerró la puerta a su espalda, para obtener un simulacro de intimidad. Luego, cautelosamente, sin dejar de lanzar miradas nerviosas hacia el gran espacio que se abría más allá, se arrodilló en el centro de la habitación y levantó un tablón del suelo.

Sacó del hueco una larga túnica negra. Wonse siguió rebuscando en el polvoriento espacio. Buscó más. Buscó mucho más. Luego se tendió de bruces y metió ambos brazos en el agujero, a la desesperada.

El libro se deslizó por el suelo de la habitación y le golpeó en la nuca.

—¿Estabas buscando esto? —preguntó Vimes.

Salió de entre las sombras.

Wonse estaba allí de rodillas, abriendo y cerrando la boca como un pez.

¿Qué va a decir?, pensó Vimes. Quizá lo de Sé lo que estás pensando, pero no es lo que parece. O a lo mejor Escucha, puedo explicarlo todo. Ojalá tuviera un dragón cargado en las manos ahora mismo.

—Vaya. Has sido muy listo al adivinarlo —dijo Wonse.

Y siempre hay otras posibilidades, por supuesto, pensó Vimes.

—Bajo los tablones del suelo —dijo en voz alta—. Vaya tontería por tu parte, es el primer lugar en el que miraría cualquiera.

—Lo sé. Supongo que no se imaginaba que entraría alguien a buscar esto —dijo Wonse al tiempo que se ponía en pie y se sacudía el polvo.

—¿Disculpa? —sonrió Vimes con toda amabilidad.

—Vetinari. Ya sabes que se pasaba la vida con estas estratagemas. Estaba implicado en la mitad de los planes contra sí mismo, así era cómo dirigía las cosas. Le encantaba. Es evidente que invocó al dragón y luego no pudo controlarlo. Se encontró con un ser más astuto que él mismo.

—¿Y qué estabas haciendo tú? —quiso saber Vimes.

—Me preguntaba si sería posible invertir el hechizo. O quizá llamar a otro dragón. Seguramente pelearían entre ellos, ¿no crees?

—¿Una especie de equilibrio de terror, quieres decir? —preguntó Vimes.

—Vale la pena intentarlo —replicó Wonse, ansioso. Se acercó unos pasos—. Mira, con respecto a tu puesto… sé que los dos estábamos un poco nerviosos en aquel momento, y por supuesto, si quieres recuperarlo, puedo conseguirlo sin problemas…

—Debió de ser terrible —lo interrumpió Vimes—. Imagina lo que debió de pasar por su mente. Lo invocó, y luego se encontró con que no era sólo una especie de herramienta, sino un ser vivo con mente propia. Una mente igual que la suya, pero sin frenos. Seguro que al principio el pobre pensaba que lo estaba haciendo por el bien de la ciudad. Sin duda estaba loco. O acabó loco.

—Sí —replicó Wonse con voz ronca—. Debió de ser terrible para él.

—¡Sí, pero me gustaría ponerle las manos encima! Con todos los años que hace que conozco a ese hombre, nunca me di cuenta de que…

Wonse no dijo nada.

—Corre —ordenó Vimes con amabilidad.

—¿Qué?

—Que corras. Quiero verte correr.

—No compren…

—Vi correr a alguien la noche en que el dragón incineró aquella casa. Recuerdo que, en aquel momento, pensé que se movía de una manera extraña, como si rebotara, más que andar. Y el otro día te vi a ti huir del dragón. Casi habría jurado que se trataba de la misma persona. Como si fuera alguien que no quiere quedarse atrás. ¿Ha sobrevivido alguno, Wonse?

Wonse sacudió una mano, en un movimiento que debió de considerar despreocupado.

—Eso es ridículo, no tienes ninguna prueba —dijo con una risita.

—He visto que ahora duermes aquí —siguió Vimes—. Supongo que al rey le gusta tenerte cerca, ¿no?

—No tienes ninguna prueba —repitió Wonse en un susurro.

—Claro que no. La manera de correr. Un tono de voz nervioso. Nada más. Pero eso no importa, ¿verdad? Porque no importaría ni aunque tuviera pruebas. No hay nadie a quien pueda presentárselas. Y tú no me puedes devolver mi puesto de capitán.

—¡Sí que puedo! —gritó Wonse—. Sí que puedo, y no tienes por qué ser un simple capitán…

—No puedes devolverme mi puesto de capitán —repitió Vimes—. Para empezar, nunca pudiste quitármelo. Nunca fui un agente de la ciudad, ni un agente del rey, ni un agente del patricio. Era un agente de la ley. Puede que fuera una ley corrupta e inútil, pero era una ley, más o menos. Ahora no hay más ley que la de «Si no tienes cuidado, te achicharro vivo». ¿En dónde entro yo en ese esquema de cosas?

Wonse se precipitó hacia él y lo agarró por el brazo.

—¡Pero tú puedes ayudarme! —dijo, apremiante— Quizá haya una manera de destruir el dragón, de verdad, o al menos podemos ayudar a la gente, canalizar las cosas para mitigar los daños, buscar un término medio, un punto de acuerdo para que…

El golpe de Vimes acertó a Wonse en el pómulo y lo derribó.

—¡El dragón está aquí! —rugió—. No lo puedes canalizar, ni persuadirlo, ni negociar con él. Los dragones no conceden tregua a nadie. Tú lo trajiste, y ahora tenemos que cargar con él. Hijo de puta.

Wonse se apartó la mano de la brillante marca blanca que le había quedado en la mejilla.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

Vimes no lo sabía. Se le habían ocurrido una docena de posibles desarrollos para la situación en que se encontraba en aquel momento, pero ahora el único posible era matar a Wonse. Y, cara a cara, no se veía capaz de hacerlo.

—Eso es lo que tiene de malo la gente como tú —dijo Wonse mientras se ponía en pie—. Siempre estáis en contra de cualquier cosa que se intente para obtener mejoras para la humanidad, pero nunca tenéis un plan alternativo que ofrecer. ¡Guardias! ¡Guardias!

Dirigió a Vimes una sonrisa enloquecida.

—No te esperabas esto, ¿verdad? —dijo—. Aquí todavía tenemos guardias, ¿sabes? No son muchos, claro. No hay mucha gente que quiera venir a trabajar al palacio.

Se oyeron pisadas en el pasillo, y cuatro de los guardias del palacio abrieron la puerta y entraron con las espadas desenfundadas.

—Yo, en tu lugar, no opondría resistencia —siguió Wonse—. Son hombres desesperados y muy nerviosos. Pero están muy bien pagados.

Vimes no dijo nada. Wonse era un fanfarrón. Con los fanfarrones siempre había una posibilidad. El viejo patricio nunca había fanfarroneado, era una de sus cualidades. Si quería verte muerto, ni siquiera te enterabas antes de estarlo.

Con los fanfarrones, lo mejor es jugar según las reglas establecidas.

—Nunca te saldrás con la tuya —dijo.

—Tienes razón. Tienes toda la razón. Pero «nunca» es un plazo demasiado largo —replicó Wonse—. Ninguno de nosotros nos salimos con la nuestra durante tanto tiempo, ¿sabes? Tendrás tiempo para reflexionar sobre esto —dijo, haciendo una señal a los guardias—. Arrojadlo a la mazmorra especial. Y luego, haced ese otro encarguito que os he encomendado.

—Eh… —titubeó el jefe de los guardias.

—¿Qué pasa?

—¿Quieres…, eh…, que le ataquemos? —tartamudeó el pobre hombre.

Aunque los guardias de palacio eran cuatro en aquel momento, eran tan conscientes como cualquiera de las convenciones, y cuando a los guardias se les ordena atacar a un hombre solo en circunstancias acaloradas, no es un buen momento. Seguro que el muy cerdo es un héroe, estaban pensando. Y no les atraía nada un futuro próximo en el que se encontraran muertos.

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