Errol le dirigió una débil mirada cariñosa, y luego eructó. Ambos se tiraron de bruces al suelo.
—Ah, y también nos lo encontramos una vez comiéndose la carbonilla de la chimenea —siguió Vimes mientras volvían a incorporarse.
Se inclinaron sobre el bunker blindado donde lady Ramkin cobijaba a los dragoncitos enfermos. El blindaje era imprescindible. Por lo general, una de las primeras cosas que perdían las pobres bestias al enfermar era el control sobre su proceso digestivo.
—La verdad es que no parece enfermo —dijo la dama—. Sólo gordo.
—Se pasa el día gimiendo. Y se ve como si se le movieran cosas bajo la piel. ¿Sabe lo que pienso? ¿Recuerda que me dijo que pueden redistribuir su aparato digestivo?
—Ah, sí. Son capaces de distribuir sus estómagos y páncreas de diferentes maneras. Para aprovechar…
—Todo lo que encuentren y puedan utilizar como combustible —asintió Vimes—. Sí, creo que se está preparando para lanzar una llama muy caliente. Quiere desafiar al dragón grande. Cada vez que pasa volando, se pone a gimotear como un desesperado.
—¿Y no explota?
—Que yo sepa, no. Es decir, estoy seguro de que nos habríamos dado cuenta.
—¿Simplemente, come de manera indiscriminada?
—Es difícil saberlo con seguridad. Lo olfatea todo y se come la mayor parte de las cosas. Dos litros de aceite para lámparas, por ejemplo. De cualquier manera, no puedo dejarlo allí. No podríamos cuidarlo bien. Además, ya no nos hace falta para saber dónde está el dragón grande —añadió con amargura.
—Creo que se está comportando usted como un niño —replicó la dama, acompañándolo de vuelta a la casa.
—¿Como un niño? ¡Me despidieron delante de un montón de gente!
—Sí, pero estoy segura de que no fue más que un malentendido.
—¡Yo lo entendí perfectamente!
—La verdad, creo que está enfadado porque es usted impotente.
A Vimes se le saltaron los ojos de las órbitas.
—¿Queeeeé?
—Contra el dragón —siguió lady Ramkin, sin preocuparse lo más mínimo—. No puede hacer nada.
—Empiezo a pensar que esta maldita ciudad y el dragón se merecen mutuamente.
—La gente tiene miedo. No puede esperar gran cosa de unas personas tan asustadas.
Lo cogió amablemente por el brazo. Era como ver un robot industrial manipulado expertamente para coger un huevo con suavidad.
—No todo el mundo es tan valiente como usted —añadió con timidez.
—¿Como yo?
—La semana pasada. Cuando les impidió que mataran a mis dragones.
—Oh, aquello. Aquello no fue valentía. Además, no eran más que personas. Las personas son más fáciles. Le voy a decir la verdad, no pienso volver a acercarme a ese dragón ni de lejos. A veces tengo pesadillas pensando en aquello.
—Oh. —La dama pareció decepcionada—. Bueno, si está seguro… Tengo muchos amigos, ¿sabe? Si necesita cualquier tipo de ayuda, sólo tiene que decirlo. Sé que el duque de Sto Helit busca a un capitán para su guardia. Le escribiré una carta. Son una pareja joven muy amable, le caerán muy bien, estoy segura.
—Aún no sé muy bien qué voy a hacer —replicó Vimes, con más brusquedad de la que pretendía—. Estoy considerando un par de ofertas.
—Claro, claro. Usted sabrá lo que es mejor.
Vimes asintió.
Lady Ramkin se dedicó a retorcer su pañuelito entre las manos.
—Bueno —dijo.
—Bueno —dijo Vimes.
—Eh…, entonces, supongo que querrá marcharse.
—Sí, supongo que debo marcharme.
Hubo una pausa. Luego, los dos hablaron a la vez.
—Ha sido muy…
—Me gustaría decirle que…
—Lo siento.
—Lo siento.
—No, usted estaba hablando.
—No, lo siento, ¿qué iba a decirme?
—Oh —titubeó Vimes—. Bien, me voy.
—Ah. Sí. —Lady Ramkin le dedicó una sonrisa desganada—. No puede dejar esperando a todas esas ofertas, ¿verdad? —añadió.
Le tendió una mano. Vimes la estrechó con cautela.
—Bien, en ese caso, me voy —dijo.
—Venga a verme alguna vez —replicó lady Ramkin, con voz más fría—. Si pasa por aquí. Estoy segura de que a Errol le gustará verle.
—Sí. Bien. Bueno, adiós.
—Adiós, capitán Vimes.
Salió por la puerta, y caminó apresuradamente por el oscuro sendero, cubierto de hierbajos descuidados. Podía sentir la mirada de la mujer en la nuca, o al menos le parecía poder sentirla. Seguro que estaba de pie ante la puerta, bloqueando casi toda la luz. Mirándome. Pero no voy a mirar hacia atrás, pensó. Eso sería una auténtica tontería. Es una persona encantadora, tiene sentido común a montones y una gran personalidad, pero la verdad…
No voy a mirar hacia atrás, aunque se quede ahí hasta que yo llegue a la calle. A veces, para hacer lo mejor por alguien, hay que ser cruel.
Así que, cuando oyó cerrarse la puerta cuando sólo estaba a medio camino hasta la calle, se sintió de repente muy, muy furioso, como si le acabaran de robar algo.
Se quedó quieto, abriendo y cerrando los puños en la oscuridad. Ya no era el capitán Vimes, era el ciudadano Vimes, lo que significaba que podía hacer cosas con las que jamás había soñado. Quizá romper a pedradas unas cuantas ventanas, por ejemplo.
No, eso no le serviría de nada. Quería algo más. Quería librarse del maldito dragón, recuperar su empleo, echarle las manos al cuello al causante de todo el caos, olvidarse de todas las ordenanzas por una vez y golpear a alguien hasta cansarse…
Miró hacia la nada. Allí abajo, la ciudad era una masa de humo y vapor. Pero tampoco estaba pensando en eso.
Estaba pensando en la manera de correr de un hombre. Y, entre las neblinas de los recuerdos, extrajo la imagen de un muchacho que corría para no quedarse atrás.
—¿Ha sobrevivido alguno? —murmuró entre dientes.
El sargento Colon terminó de leer la proclama y miró a la multitud hostil que lo rodeaba.
—A mí no me echéis la culpa —advirtió—. Yo me limito a leer las cosas, no las escribo.
—Eso son sacrificios humanos —replicó alguien.
—Eh, que los sacrificios humanos no tienen nada de malo —le advirtió un sacerdote.
—Ah, persé — se apresuró a añadir el primero—. Por razones religiosas, claro. Y con criminales condenados a muerte[20]. Pero eso es diferente, aquí se habla de echarle a alguien al dragón cada vez que tenga hambre.
—¡Muy bien dicho! —exclamó el sargento Colon.
—Los impuestos son una cosa, pero comerse a la gente es otra muy diferente.
—¡Así se habla!
—Si todos nos unimos y nos negamos, ¿qué puede hacer el dragón?
Nobby abrió la boca. Colon se la tapó con una mano y alzó un puño en gesto triunfal.
—¡Es lo que digo yo! —exclamó—. ¡El pueblo unido jamás será consumido!
Le aplaudieron.
—Espera un momento —dijo un hombrecillo lentamente—. Que sepamos, el dragón sólo hace una cosa: volar por toda la ciudad incinerando a la gente. Nada indica que lo que se está sugiriendo aquí vaya a impedírselo.
—Sí, pero si todos protestamos… —insistió el primero, con la voz moderada por la inseguridad.
—No puede achicharrar a todo el mundo —dijo Colon. Decidió jugarse de nuevo el as que acababa de descubrir—. ¡El pueblo unido jamás será consumido! —añadió con orgullo.
Esta vez no fue tan coreado. La gente reservaba la energía para preocuparse.
—No estoy seguro de comprender por qué no. ¿Por qué no puede quemarnos a todos y marcharse a otra ciudad?
—Porque…
—El tesoro —dijo Colon—. Necesita gente que le dé tesoros.
—Sí.
—Bueno, es posible, pero… ¿cuánta, exactamente?
—¿Qué?
—¿Cuánta gente necesita? De la ciudad. Quizá no quiera quemarla toda, sólo algunas zonas. ¿Sabemos nosotros qué zonas?
—Esto es una tontería —dijo el primero que había hablado—. Si vamos por ahí poniendo pegas todo el rato, no haremos nada práctico.
—Pues a mí me parece que lo mejor es pensar bien las cosas antes de actuar, es lo único que digo. Por ejemplo, ¿qué pasaría si por casualidad derrotáramos al dragón?
—¡Venga ya! —exclamó el sargento Colon.
—No, en serio. ¿Cuál es la alternativa?
—¡Un ser humano, para empezar!
—Como quieras —replicó el hombrecillo—. Pero la verdad es que una persona al mes no está nada mal Comparado con lo que hacían otros gobernantes que hemos tenido. ¿Alguien se acuerda de Nersh el Lunático? ¿O de lord Picadillo y su Mazmorra-de-un-Minuto?
Se oyeron unos cuantos murmullos del tipo «Tiene parte de razón».
—¡Pero fueron derrocados! —casi gritó Colon.
—No. Fueron asesinados.
—Tanto da. El caso es que nadie va a asesinar al dragón —señaló Colon—. Hace falta algo más que una noche oscura y un cuchillo afilado, os lo digo yo.
Ahora entiendo lo que quería decir el capitán, pensó. No me extraña que siempre se emborrachara antes de empezar a pensar sobre las cosas. Siempre nos derrotamos A nosotros mismos antes de empezar. Si le das un palo a un ciudadano de Ankh-Morpork, se matará a golpes.
—Oye, tú, sapo inmundo —dijo el primer hombre, cogiendo al segundo por el cuello con una mano y formando un puño con la otra—. Da la casualidad de que yo tengo tres hijas, y no tengo ningunas ganas de que se coma a ninguna de ellas, muchas gracias.
—Sí, y el pueblo unido… jamás… será…
Colon se quedó sin voz. Se acababa de dar cuenta de que el resto de los congregados estaban mirando hacia arriba.
El muy canalla, pensó mientras su racionalidad empezaba a hacer aguas. Ha debido de estar escuchando a hurtadillas.
El dragón se movió para cambiar de posición sobre el alero de la casa más cercana. Batió las alas un par de veces, bostezó y extendió el cuello para mirar hacia la calle.
El hombre que había sido bendecido con tres hijas se irguió con el puño alzado en el centro de un círculo de guijarros cada vez más amplio. El otro consiguió recuperar el uso de las piernas y se perdió rápidamente entre las sombras de la noche.
De repente, pareció que no había en todo el mundo un hombre más solo y falto de amigos.
—Ya veo —dijo con tranquilidad.
Miró al inquisitivo reptil. La verdad era que no parecía demasiado beligerante. Lo miraba con algo muy semejante al interés.
—¡No me importa! —gritó. Su voz resonó en el silencio, los ecos fueron su única respuesta—. ¡Te desafiamos! ¡Si me matas, tendrás que matarnos a todos!
Hubo algunos movimientos amortiguados entre los sectores de la multitud que no pensaban que aquello fuera absolutamente axiomático.
—¡Podemos presentar resistencia! —rugió el hombre—. ¿Verdad que sí, amigos? ¿Cómo era eso del pueblo unido, sargento?
—Eh… —titubeó Colon, con la columna vertebral convertida en hielo.
—Te lo advierto, dragón, el espíritu humano es…
Nunca llegaron a saber qué era el espíritu humano, o al menos qué pensaba que era, aunque probablemente, en las largas horas de las noches de insomnio, algunos recordarían los acontecimientos siguientes y se formarían una opinión bien poco halagüeña. Porque una de las cosas que se suelen olvidar del espíritu humano es que, aunque en las mejores condiciones puede ser noble, valiente y maravilloso, también es, cuando se examina a fondo el asunto, humano.
La llamarada del dragón le acertó de pleno en el pecho. Por un momento, el hombre resultó visible en forma de una silueta al rojo blanco, antes de que sus cenizas negras se depositaran sobre los guijarros fundidos de la calle.
La llama se desvaneció.
Los espectadores se quedaron quietos como estatuas, sin saber qué llamaría más la atención, si seguir allí o huir a toda velocidad.
El dragón los observó con curiosidad, queriendo saber qué harían a continuación.
Colon pensó que, como único oficial de la ley allí presente, le tocaba a él dominar la situación. Carraspeó para aclararse la garganta.
—Muy bien —dijo, tratando de que su voz no se convirtiera en un gemido—. Despejen la zona, señoras y señores. Aquí no hay nada que ver.
Movió los brazos en un vago gesto de autoridad, mientras todo el mundo se removía, nervioso. Por el rabillo del ojo vio las llamas rojas que brillaban por encima de los tejados, las chispas que subían en espiral y destacaban contra la negrura del cielo.
—¿Es que no tienen casa, o qué? —gimió.
El bibliotecario arrastró los nudillos por la biblioteca del aquí y el ahora. Cada pelo de su cuerpo estaba erizado de rabia.
Abrió de golpe la puerta y salió a la ciudad asolada.
Alguien iba a descubrir que su peor pesadilla era un bibliotecario furioso.
Con una placa.
El dragón planeó perezosamente sobre la ciudad nocturna, sin apenas aletear. No le hacía falta. La energía térmica le proporcionaba todo el impulso que necesitaba.
Había incendios por todo Ankh-Morpork. Se habían formado tantas cadenas de cubos entre el río y los diferentes edificios en llamas, que más de un cubo cambiaba de dirección por el camino. Aunque en realidad, no hacía falta un cubo para sacar las turbias aguas del río Ankh, con una red habría bastado.