—Habrá cosas mejores —susurró Wonse, temporalmente aliviado por el cambio de dirección.
Más vale.
—¿Puedo…, puedo hacerte una pregunta? —tartamudeó Wonse.
Hazla.
— Estoy seguro de que no necesitas comer gente. Porque, desde el punto de vista de los ciudadanos, va a ser el único problema —dijo a toda velocidad, antes de que le abandonara el valor—. El tesoro y lo demás será sencillo, pero si se trata de un asunto de…, bueno, de proteínas, entonces sin duda a un cerebro privilegiado como el tuyo se le puede ocurrir alguna alternativa menos controvertida, como una vaca, o quizá…
El dragón expelió una llamarada horizontal que calcinó la pared que tenía enfrente.
¿Necesitar? ¿Necesitar?, rugió cuando el sonido se hubo apagado. ¿A mí me hablas de necesidades? ¿No dice la tradición que las mujeres más bellas sean entregadas al dragón para asegurar la paz y la prosperidad?
— Pero es que… siempre hemos tenido una cierta paz, y una razonable prosperidad…
¿deseas que las cosas sigan así?
La fuerza del pensamiento hizo caer de rodillas a Wonse.
—Por supuesto —consiguió decir.
El dragón estiró las zarpas como si se desperezara.
En ese caso, no soy yo quien necesita nada, sois vosotros, pensó. Ahora, fuera de mi vista.
Wonse se tambaleó cuando el dragón abandonó su mente.
El dragón se levantó sobre el montón de baratijas, saltó al alféizar de una de las grandes ventanas de la sala, y destrozó el vidrio multicolor con la cabeza. La imagen de un padre de la ciudad fue a reunirse en añicos con los otros restos que poblaban el suelo.
El largo cuello se extendió en el fresco aire del anochecer, y giró como la aguja de un compás. Las luces brillaban por toda la ciudad. El sonido de las vidas de un millón de personas era como un sordo palpitar.
El dragón tomó aliento, regocijado. Luego destrozó el resto del ventanal con los hombros, y saltó al cielo.
—¿Qué es eso? —preguntó Nobby.
Tenía una forma vagamente redonda, textura como de madera, y cuando lo golpeaban emitía un ruido como el de un ladrillo al caer desde una mesa.
El sargento Colon lo tocó de nuevo.
—Me rindo —dijo.
Zanahoria lo alzó con orgullo sobre los restos del paquete.
—Es un bizcocho —dijo, alzando la cosa con ambas manos para soportar el enorme peso—. Me lo envía mi madre.
Consiguió depositarlo de nuevo sobre la mesa sin pillarse los dedos.
—¿Y puedes comértelo? —preguntó Nobby—. Ha tardado meses en llegar aquí. Seguro que se ha puesto rancio.
—Oh, es una receta especial de los enanos —replicó Zanahoria—. Los bizcochos de los enanos nunca se ponen rancios.
El sargento Colon le dio otro golpecito seco.
—No, supongo que no —concedió.
—Es increíblemente nutritivo —siguió el muchacho—. Tiene ingredientes mágicos. El secreto se ha ido transmitiendo de generación en generación de enanos durante siglos. Con sólo comer un trocito de esto, no necesitarás nada más en todo el día.
—Comida para llevar —dijo Colon.
—Un enano puede caminar cientos de kilómetros con un bizcocho como éste en la mochila —añadió Zanahoria.
—Estoy seguro —asintió Colon—. Y me apuesto lo que sea a que a cada paso estará pensando, «Demonios, más vale que encuentre pronto cualquier cosa para comer, si no seguiré con la dieta de bizcocho».
Zanahoria, que no había oído en su vida la palabra «ironía», cogió el hacha y, tras un par de golpes impresionantes que rebotaron, consiguió cortar el bizcocho en aproximadamente cuatro partes.
—Ya está —dijo alegremente—. Un trozo para cada uno de nosotros, y otro para el capitán. —Entonces, se dio cuenta de lo que había dicho—. Oh. Lo siento.
—Sí —replicó Colon con voz átona.
Se quedaron en silencio un momento.
—Me caía bien —suspiró Zanahoria—. Siento que se haya marchado.
Hubo otro silencio, muy similar al anterior, pero aún más profundo, y teñido de depresión.
—Supongo que ahora tú serás capitán —dijo Zanahoria.
Colon se sobresaltó.
—¿Yo? ¡Yo no quiero ser capitán! No sé cómo piensa un capitán. Además, no creo que valga la pena, sólo por nueve dólares más al mes.
Tamborileó los dedos sobre la mesa.
—¿Sólo cobraba eso? —se asombró Nobby—. Yo pensé que los oficiales se forraban.
—Nueve dólares más al mes —repitió Colon—. Una vez vi las tarifas de salarios. Nueve dólares al mes, y dos dólares extra para plumas. Sólo que nunca quiso cobrar esos dos dólares. Qué cosa más rara, ¿no?
—No le iban las plumas —suspiró Nobby.
—Es verdad —asintió Colon—. Lo que le pasa al capitán es que…, bueno, una vez leí un libro, ¿sabéis que todos tenemos alcohol en el cuerpo, una especie de alcohol natural? Aunque no hayas bebido ni una gota en toda tu vida, el cuerpo lo produce. Pero el capitán Vimes, no sé, debe de ser una de esas personas cuyo cuerpo no lo produce de manera natural. Es como si hubiera nacido con dos copas de menos.
—Caray —se sorprendió Zanahoria.
—Sí…, así que, cuando está sobrio, está demasiado sobrio. Es una resaca permanente. ¿Te acuerdas de cómo te sentías cuando te despertaste el otro día después de beber tanto, Nobby? Bueno, pues el capitán se encuentra así constantemente.
—Pobre hombre —asintió el cabo—. Nunca me di cuenta. No me extraña que estuviera siempre tan sombrío.
—Así que siempre está intentando recuperar el nivel de alcohol. Lo que pasa es que nunca da con la dosis exacta. Y claro… —Colon miró a Zanahoria—. También fue traído a nado por una mujer. Creo que eso lo remató.
—Bueno, sargento, ¿y qué hacemos ahora? —quiso saber Nobby.
—¿Crees que le importará si nos comemos su parte del bizcocho? —preguntó Zanahoria, pensativo—. Sería una lástima que se pusiera rancio.
Colon se encogió de hombros.
Los guardias mayores se sentaron, en un deprimido silencio, mientras Zanahoria trituraba el bizcocho con dientes como apisonadoras. Aunque se hubiera tratado del más ligero de los soufflés, ellos no habrían tenido apetito.
Estaban imaginando cómo sería la vida sin el capitán. Deplorable, incluso aunque no hubiera dragones. La verdad es que habían apreciado al capitán Vimes, era un hombre con clase. Una clase cínica, agria, pero clase al fin y al cabo, algo de lo que ellos carecían. Sabía leer palabras largas y sumar. Hasta se emborrachaba con clase.
Habían intentado alargar los minutos, hacer que el tiempo se prolongara. Pero la noche había llegado.
No les quedaba la menor esperanza.
Tenían que salir a las calles.
Eran las seis en punto. Y nada sereno.
—También echo de menos a Errol —suspiró Zanahoria.
—En realidad, era del capitán —dijo Nobby—. Además, lady Ramkin sabrá cuidarlo.
—Y no podíamos dejar nada a su alcance —intentó consolarse Colon—. Ni siquiera el aceite de las lámparas. Se bebía hasta el aceite de las lámparas.
—Y las bolas antipolillas —asintió Nobby—. Una bolsa entera. ¿Cómo podía querer comerse una porquería semejante? Y la tetera. Y el azúcar. El azúcar lo volvía loco.
—Pero era encantador —dijo Zanahoria—. Y nos quería.
—Eso es cierto, eso es cierto —asintió Colon—. Aunque no me parece muy bien tener una mascota que te obliga a subirte a la mesa cada vez que tiene hipo.
—Echaré de menos su carita —suspiró el muchacho.
Nobby se sonó la nariz.
El sonido tuvo como eco unos golpes en la puerta. Colon se incorporó de un salto. Zanahoria se levantó y fue a abrir.
Un par de miembros de la Guardia de Palacio esperaban con arrogante impaciencia. Retrocedieron un paso al ver a Zanahoria, que había tenido que agacharse para ver por debajo del dintel. Las malas noticias como Zanahoria viajaban muy deprisa.
—Os hemos traído un edicto —dijo uno de ellos—. Tenéis que…
—¿Qué es esa pintura fresca que llevas en la armadura? —preguntó Zanahoria con educación.
Nobby y el sargento aventuraron una mirada desde detrás de él.
—Es un dragón —respondió el más joven de los guardias.
—El dragón —le corrigió su superior.
—Oye, yo te conozco —intervino Nobby—. Eres Cráneo Maltoon. Antes vivías en la calle Picadillo. Tu madre preparaba caramelos para la tos, ¿verdad?, pero se cayó en el puchero y murió. Yo nunca probé los caramelos, pero me acuerdo de tu madre.
—Hola, Nobby —saludó el guardia sin entusiasmo.
—Apuesto a que tu madre se sentiría orgullosa de verte con un dragón en el pecho —añadió el cabo con voz alegre.
El guardia le dirigió una mirada de odio y vergüenza.
—Y además, plumas nuevas en el casco —añadió Nobby con dulzura.
—Se os ha ordenado que leáis este edicto por las calles — dijo el guardia en voz demasiado alta—. Y que lo peguéis en las esquinas de las calles. Por orden.
—¿De quién? —quiso saber el cabo.
El sargento Colon agarró el pergamino con el puño apretado.
—Por orden —leyó lentamente, siguiendo cada letra con un dedo titubeante—, por orden del De-Erre-A—Ge… del dragón, Erre-E… rey de reyes y Ge-O—Be-E—Erre… y gobernante A-Be-Ese-O—Ele… gobernante absoluto, eso es, de…
Se detuvo en el atormentado silencio de la ignorancia, con el dedo temblando sobre el pergamino.
—No —dijo al final—. Esto no puede ser, ¿verdad? No se va a comer a nadie.
—Consumir —le corrigió el guardia mayor.
—Es parte del…, del contrato social —asintió su ayudante con voz tensa—. Seguro que estaréis de acuerdo en que es un pequeño precio a cambio de la seguridad y protección que recibirá la ciudad.
—¿Protección? ¿De qué? —preguntó Nobby—. Nunca hemos tenido un enemigo al que no pudiéramos sobornar o corromper.
—Hasta ahora —señaló el sargento Colon.
—Lo habéis entendido muy bien —replicó el guardia—. Así que leedlo por las calles.
Zanahoria miró por encima del hombro de Colon.
—¿Qué es una virgen? —quiso saber.
—Una chica que no está casada —explicó Colon rápidamente.
—¿Qué? ¿Como mi amiga Reet? —preguntó Zanahoria, horrorizado.
—Bueno, no exactamente.
—Pues no está casada. Ninguna de las chicas de la señora Palma está casada.
—Más o menos —dijo Colon.
—Ni hablar —replicó Zanahoria con aire de decisión—. No vamos a tolerar ese tipo de cosas, ¿verdad?
—La gente se rebelará —asintió Colon—. Os lo digo yo.
Los guardias retrocedieron un paso para alejarse de la creciente ira de Zanahoria.
—Que hagan lo que quieran —dijo el mayor de los guardias—. Pero, si no leéis el edicto, tendréis que dar explicaciones a Su Majestad.
Se alejaron a toda velocidad.
Nobby salió a la calle, agitando un puño en alto.
—¡Un dragón en tu armadura! —gritó—. ¡Si tu anciana madre lo viera, se volvería a caer en el puchero! ¡Mira que llevar un dragón en la armadura…!
Colon volvió hacia la mesa con paso inseguro, y extendió el pergamino.
—Mal asunto —murmuró.
—Ya ha matado a mucha gente —dijo Zanahoria—. Ha violado dieciséis leyes de la ciudad.
—Bueno, sí. Pero eso era… en el calor de la situación, no sé si me explico —dijo Colon—. No es que no estuviera mal, ya me entiendes, pero eso de que la gente participe, que le entreguen a una pobre chica y luego digan que es lo legal…, eso es mucho peor.
—Supongo que todo depende del punto de vista —dijo Nobby, pensativo.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, desde el punto de vista de alguien achicharrado vivo, supongo que no tiene demasiada importancia —señaló el cabo, filosóficamente.
—La gente no lo tolerará, os lo digo yo —replicó Colon, haciendo caso omiso de la afirmación de Nobby—. Ya veréis. Se manifestarán ante el palacio, y a ver qué hace entonces el dragón.
—Quemarlos vivos —respondió Nobby.
Colon lo miró, asombrado.
—No hará semejante cosa, ¿verdad? —dijo.
—No sé quién se lo va a impedir —replicó Nobby. Miró hacia el exterior—. No era mal muchacho. Le hacía recados a mi abuelo. ¿Quién habría imaginado que algún día iría por ahí con un dragón en el pecho?
—¿Qué vamos a hacer nosotros, sargento? —quiso saber Zanahoria.
—Yo no quiero que me quemen vivo —replicó Colon—. Menuda se pondría mi esposa. Así que tendremos que leer este comosellame, este edicto. Pero no te preocupes, muchacho —dijo dando unas palmaditas en el musculoso brazo de Zanahoria, y repitiendo lo que había dicho antes, como si no se lo hubiera acabado de creer la primera vez—. No llegaremos a ese punto. La gente no lo consentirá.
Lady Ramkin pasó las manos por el cuerpecito de Errol.
—No tengo ni la menor idea de lo que está pasando aquí dentro —dijo. El dragoncito trató de darle un lametón en la cara—. ¿Qué ha comido últimamente?
—Lo último, que yo sepa, una tetera.
—¿Una tetera de qué?
—No. Una tetera. Un cacharro negro con un asa y un pitorro. La olfateó durante un buen rato, y luego se la comió.