—Nunca había visto al capitán de tan mal humor —suspiró el cabo—. Me gustaba más cuando estaba borracho. La verdad es que se ha puesto…
—Creo que Errol está muy enfermo —dijo Zanahoria.
Todos se volvieron hacia la caja de fruta.
—Está muy caliente. Y le brilla mucho la piel.
—¿Cuál es la temperatura normal para un dragón? —quiso saber Colon.
—Eso, ¿cómo se le toma la temperatura? —asintió Nobby.
—Quizá deberíamos pedir a lady Ramkin que le echara un vistazo —dijo el muchacho—. Ella entiende de estas cosas.
—No, seguro que estará preparándose para la coronación. No podemos ir a molestarla —replicó Colon. Extendió una mano hacia el costado tembloroso de Errol—. Yo tenía un perro que… ¡Arrrgh! ¡No está caliente, está hirviendo!
—Le he ofrecido agua montones de veces, y no quiere ni probarla. ¿Qué hace con esa tetera, Nobby?
Nobby le miró con cara de inocencia.
—Bueno, he pensado que podríamos prepararnos una taza de té antes de salir. Es una pena desperdiciar…
—¡Apártela de él!
Llegó el mediodía. La niebla no se disipó, se limitó a aclararse un poco para permitir que se viera un tenue brillo amarillento allí donde debería haber estado el sol.
Aunque el paso de los años había convertido el título de Capitán de la Guardia en algo bastante poco respetado, aún significaba que Vimes tenía derecho a un asiento en los acontecimientos oficiales. Eso sí, los años sí habían afectado a la ubicación del asiento, y estaba sentado en la fila más baja de la grada, entre el presidente de la Hermandad de Mendigos y el director del Gremio de Profesores. Eso no le importaba. Cualquier cosa era mejor que la fila más alta, entre los Asesinos, los Ladrones, los Comerciantes y todos los otros tipejos que habían logrado convertirse en la crema de la sociedad. Nunca sabía de qué hablar. Además, el profesor era una compañía poco agobiante, ya que no hacía más que estrujarse las manos y sollozar.
—¿Te pasa algo en el cuello, capitán? —le preguntó educadamente el mendigo, mientras aguardaban la llegada de los carruajes.
—¿Qué? —respondió Vimes, distraído.
—No haces más que mirar hacia arriba.
—¿Eh? Oh. No. No pasa nada —dijo.
El mendigo se arrebujó en la capa de terciopelo.
—¿No podrías darme por casualidad… —Hizo una pausa para calcular una suma acorde a su estatus—… unos trescientos dólares para un banquete con un menú de doce platos?
—No.
—Claro. Claro —asintió el jefe de los mendigos.
Suspiró. Ser mendigo en jefe era un trabajo poco agradecido. Para eso sirve el estatus. Los mendigos de baja categoría podían ganarse la vida razonablemente bien a base de calderilla, pero la gente tiene tendencia a mirar para otro lado cuando les pides para alquilar una mansión de dieciséis habitaciones para pasar la noche.
Vimes reanudó su estudio del cielo.
En el estado donde se celebraría la ceremonia se encontraba ya el Sumo Sacerdote de Io el Ciego, quien la noche anterior, gracias a su convincente argumentación ecuménica y a un palo con clavos en la punta, se había ganado el derecho a coronar al rey. En aquel momento estaba ocupadísimo con los preparativos. Junto al pequeño altar portátil para sacrificios, una cabra masticaba tranquilamente el bolo alimenticio, y probablemente pensaba en idioma cabra: qué cabra tan afortunada soy, qué bien lo voy a ver todo desde aquí. Esto será algo digno de contar a los nietos.
Vimes volvió a examinar los difusos perfiles de los edificios más cercanos.
Unas aclamaciones lejanas le informaron de que la comitiva ceremonial ya estaba en camino.
La actividad se redobló en el estrado cuando Lupine Wonse ordenó a unos cuantos criados que desenrollaran una alfombra púrpura para cubrir las escaleras.
Al otro lado de la plaza, entre los miembros de la diluida aristocracia de Ankh-Morpork, lady Ramkin también miraba hacia el cielo.
Un buen número de sacerdotes menores, algunos de ellos con heridas en la cabeza, se situaron rápidamente junto al trono, fabricado a toda velocidad con madera y panes de oro.
Vimes se removió en su asiento, consciente de los latidos de su propio corazón, y contempló la neblina que cubría el río…
… y vio las alas.
Queridos padres [escribió Zanahoria, mientras cumplía con su deber de vigilar la niebla]: la ciudad está haciendo la coronación, que es más complicado que como lo hacemos nosotros, y yo estoy de servicio. Es una pena, porque iba a ir a la coronación con Reet, pero no sirve de nada quejarse. Ahora tengo que dejaros porque estamos esperando que aparezca un dragón de un momento a otro aunque la verdad es que no existe. Vuestro hijo que os quiere, Zanahoria.
P.D.: ¿Habéis visto a Minty últimamente?
—¡Imbécil!
—Lo siento —dijo Vimes—. Lo siento.
La gente volvía a subir a sus asientos, y muchos le lanzaban miradas airadas. Wonse estaba lívido de furia.
—¿Cómo has podido ser tan idiota? —aulló.
Vimes se miró fijamente las uñas.
—Me pareció ver… —empezó.
—¡Era un cuervo! ¿Sabes cómo son los cuervos? ¡Porque en esta ciudad los hay a cientos!
—Ha sido por la niebla, oye, no era tan fácil ver el tamaño… —murmuró Vimes.
—¡Y el pobre Maestro Saludo, tendrías que haber sabido cómo le afectan los ruidos!
Al jefe del Gremio de Profesores se lo habían tenido que llevar unos amables espectadores.
—¡Mira que gritar así…! —siguió Wonse.
—¡Oye, ya he dicho que lo siento! ¡Fue un error!
—¡Hasta he tenido que detener la comitiva!
Vimes no dijo nada. Notaba perfectamente los cientos de miradas divertidas y nada compasivas.
—Bueno —murmuró—, será mejor que vuelva al Yard…
Wonse entrecerró los ojos.
—¡No! —rugió—. Pero puedes marcharte a casa, si quieres. O a donde te dé la gana. ¡Dame tu placa!
—¿Eh?
Wonse extendió la mano.
—Tu placa —repitió.
—¿Mi placa?
—Eso es lo que he dicho. No quiero que te vuelvas a meter en apuros.
Vimes lo miró atónito.
—¡Pero si es mi placa!
—Y me la vas a dar —replicó Wonse con gesto torvo—. Por orden del rey.
Vimes oyó cómo su propia voz se convertía en un gemido.
—¿Cómo que por orden del rey? ¡Si ni siquiera lo sabe!
—Pero lo sabrá —bufó Wonse, burlón—. Y supongo que ni siquiera se molestará en nombrar a un sucesor.
Lentamente, Vimes se quitó el disco de cobre verde grisáceo, lo sopesó en la mano y se lo tendió a Wonse sin decir palabra.
Por un momento, pensó en suplicar, pero algo dentro de él se rebeló. Dio media vuelta y echó a andar, alejándose de la multitud.
Así que eso era todo.
Tan sencillo. Después de media vida de servicio. Se acabó la Guardia de la Ciudad. Ja. Vimes dio una patada a una piedra. Seguro que ahora habría una Guardia Real, o algo por el estilo.
Con plumas en los malditos cascos.
Bien, pues él ya estaba harto. Al fin y al cabo, trabajar en la Guardia…, eso no era vida. No conocías a la gente en su mejor momento. Debía de haber cientos de otras cosas que podía hacer, y si meditaba el tiempo suficiente, seguro que se le ocurriría alguna de ellas.
Pseudópolis Yard no entraba en la ruta de la comitiva y, cuando entró tambaleante en la Casa de la Guardia, alcanzó a oír las aclamaciones lejanas, más allá de los tejados. Por toda la ciudad resonaban los gongs de los templos.
Ahora hacen sonar los gongs, pensó Vimes, pero pronto…, pronto…, pronto no harán sonar los gongs. No era lo que se dice un gran aforismo, pero podía mejorarlo. Ahora tenía tiempo de sobras.
Vimes se fijó en el caos.
Errol había vuelto a comer. Se había comido la mayor parte de la mesa, la rejilla de la chimenea, el cubo del carbón, varias lámparas y el hipopótamo de goma. Ahora volvía a estar tumbado en su caja, temblando y gimoteando en sueños.
—Menuda la has armado —dijo Vimes, enigmáticamente.
Al menos, él no tendría que limpiarlo.
Abrió el cajón de su escritorio.
Alguien se había comido también eso. Todo lo que quedaba era un puñado de cristales rotos.
El sargento Colon saltó la baranda que rodeaba el tejado del Templo de los Dioses Menores. Era demasiado viejo para aquel tipo de cosas. Se había apuntado en la Guardia para tocar la campana, no para sentarse en los tejados esperando a que lo encontrara un dragón. Recuperó el aliento, y escudriñó entre la niebla.
—¿Hay alguien humano todavía aquí arriba? —susurró.
La voz de Zanahoria resonó átona e irreconocible en el aire espeso.
—Estoy aquí, sargento —dijo.
—Sólo quería comprobar si estabais todavía aquí —respondió Colon.
—Estoy todavía aquí, sargento —repitió Zanahoria, obediente.
Colon se reunió con él.
—Sólo quería comprobar que no te había devorado —insistió, tratando de sonreír.
—No me ha devorado —le aseguró Zanahoria.
—Oh —dijo Colon—. Muy bien.
Tamborileó los dedos sobre la piedra húmeda e intentó dejar bien claras sus intenciones.
—Asegurarme, nada más —repitió—. Es parte de mi deber. Ir por ahí y asegurarme de las cosas. No es que me dé miedo estar en los tejados solo, ya me entiendes. Oye, qué niebla hay aquí arriba, ¿verdad?
—Sí, sargento.
—¿Va todo bien?
La voz amortiguada de Nobby se coló a través de la niebla, seguida rápidamente por su propietario.
—Sí, cabo —asintió Zanahoria.
—¿Qué haces tú aquí arriba? —preguntó Colon.
—Sólo quería asegurarme de que el agente Zanahoria se encontraba bien —replicó Nobby con inocencia—. ¿Y qué haces tú, sargento?
—Todos estamos perfectamente —sonrió Zanahoria—. Qué bien, ¿no?
Los dos guardias se removieron incómodos, y evitaron mirarse el uno al otro. Había un largo trayecto de vuelta hasta sus puestos, por tejados húmedos, cubiertos de niebla y, sobre todo, expuestos.
Colon tomó una decisión ejecutiva.
—A la mierda —dijo.
Se sentó sobre una estatua gigantesca. Nobby se sacó una húmeda colilla del cenicero indescriptible que era la parte trasera de su oreja.
—He oído pasar a la comitiva —señaló.
Colon cargó la pipa y encendió una cerilla contra la piedra sobre la que se sentaba.
—Si ese dragón está vivo —dijo, contribuyendo a enturbiar el ambiente con el humo—, habrá puesto pies en polvorosa, os lo digo yo. Una ciudad no es lugar para un dragón —añadió como a quien le cuesta lo suyo convencerse de lo que está diciendo—. Se habrá largado a algún sitio donde haya lugares elevados y comida en abundancia, seguro.
—¿Algo así como esta ciudad? —preguntó Zanahoria.
—¡Cállate! —le ordenaron los dos al unísono.
—Pásame las cerillas, sargento —pidió Nobby.
Colon le lanzó la cajetilla por encima de las tejas. Nobby la atrapó y encendió una, que se apagó al instante. La niebla lo rodeaba.
—Cada vez hay más viento —observó.
—Estupendo. Ya no soporto esta niebla —replicó el sargento—. ¿Qué iba diciendo?
—Ibas diciendo que el dragón estará ya a muchos kilómetros —le recordó Nobby.
—Ah. Claro. A mí me parece lógico, ¿no? O sea, si yo pudiera volar, no me quedaría aquí ni un minuto. Si pudiera volar, no estaría sentado en un tejado, sobre una estúpida estatua. Si pudiera volar…
—¿Qué estatua? —preguntó Nobby, con el cigarrillo a medio camino de la boca.
—Ésta —dijo Colon, dando unas palmaditas a la piedra—. Y no intentes meterme miedo, Nobby. Sabes de sobra que hay cientos de estatuas viejas en el tejado de los Dioses Menores.
—Pues no —replicó el cabo—. Lo que sé de sobra es que las derribaron todas el mes pasado, cuando pusieron las tejas nuevas. Ahora sólo queda el tejado y la cúpula, nada más. Hay que fijarse en este tipo de cosas cuando uno va por ahí detectando —añadió.
En el húmedo silencio que siguió, el sargento Colon bajó la vista hacia la piedra sobre la que estaba sentado. Tenía forma afilada, un relieve de escamas y una indefinible sensación de cola. La siguió en toda su extensión, que se perdía entre la niebla cada vez más escasa.
Sobre la cúpula de los Dioses Menores, el dragón alzó la cabeza, bostezó y desplegó las alas.
El despliegue no era una operación sencilla. Pareció durar algún tiempo, mientras la compleja maquinaria biológica de costillas y membranas se extendía. Luego, con las alas ya abiertas, el dragón bostezó de nuevo, dio unos cuantos pasos hasta el borde del tejado y saltó al aire.
Tras unos momentos, una mano apareció por el borde de la baranda. Se agitó con desesperación hasta encontrar un asidero aceptable.
Se oyó un gruñido. Zanahoria consiguió volver a subir al tejado, tirando de los otros dos. Todos se quedaron tendidos sobre las tejas, jadeando. El muchacho se fijó en que las zarpas del dragón habían perforado profundos surcos en el metal del borde. Era de ese tipo de cosas en las que uno no puede dejar de fijarse.