—¿Qué habéis hecho con nuestro sospechoso? —preguntó Vimes.
—¿Ése? Oh…, se nos escapó, capitán —respondió el sargento, avergonzado.
—¿Por qué? No parecía en condiciones de ir muy lejos.
—Bueno, cuando llegamos aquí, lo sentamos junto a la chimenea y le echamos una manta por encima, porque no paraba de tiritar —explicó Colon mientras Vimes se ponía la cota de mallas.
—Espero que no os comierais sus pizzas.
—Se las comió Errol. Es por lo del queso, se pone todo…
—Sigue.
—Pues eso —continuó Colon, titubeante—, no dejaba de temblar, de tiritar, de gimotear cosas sobre dragones y todo eso. La verdad es que nos dio pena. Y entonces, pegó un salto y salió huyendo, sin ningún motivo.
Vimes clavó una mirada en el rostro abierto y deshonesto del sargento.
—¿Sin ningún motivo?
—Bueeeno…, decidimos comer algo, así que le dije a Nobby que fuera a la panadería, ¿sabes?, y pensamos que al prisionero igual le apetecía comer algo…
—¿Sí? —lo alentó Vimes.
—Pues el caso es que Nobby le preguntó que si quería algo asado, y entonces el tipo ese pegó un grito y salió corriendo.
—¿Nada más? —se extrañó Vimes—. ¿No le amenazasteis con nada?
—Eso fue todo, capitán. A mí también me parece un misterio. No dejaba de hablar sobre alguien llamado Gran Maestro Supremo.
—Mmm. —Vimes miró por la ventana. Una penumbra gris envolvía el mundo—. ¿Qué hora es? —preguntó.
—Las cinco, señor.
—Perfecto. Bueno, antes de que oscurezca…
Colon carraspeó.
—De la mañana, señor. Ya es mañana.
—¿Me habéis dejado dormir todo el día?
—No tuvimos valor para despertarte. El dragón no ha dado señales de vida, si es eso lo que te preocupa. La verdad es que no ha pasado nada.
Vimes se lo quedó mirando. Luego, abrió la ventana de par en par.
La niebla entró como una catarata de bordes amarillentos.
—Suponemos que se habrá marchado —dijo Colon, detrás de él.
El capitán alzó la vista hacia las espesas nubes.
—Espero que se despejen antes de la coronación —siguió Colon con voz preocupada—. ¿Estás bien, capitán?
No se ha marchado, pensó Vimes. ¿Por qué iba a marcharse? No podemos hacerle daño, y aquí tiene todo lo que puede querer. Está ahí arriba, en alguna parte.
—¿Estás bien, capitán? —repitió Colon.
Tiene que estar ahí arriba, en alguna parte, entre la niebla. Hay montones de torres tras las que ocultarse.
—¿A qué hora es la coronación, sargento?
—Al mediodía, señor. Y el señor Wonse envió un mensaje, dice que tienes que estar con tu mejor armadura entre los ciudadanos destacados.
—Ah, ¿sí?
—Y el sargento Hummock dice que la guardia de día formará a lo largo de la ruta.
—¿Cómo? —replicó Vimes vagamente, mirando el cielo.
—Pues poniéndose firmes, supongo…
El capitán asomó la cabeza para ver mejor el tejado.
—¿Mmm?
—He dicho que poniéndose firmes, señor —repitió el sargento Colon.
—Está ahí arriba, sargento —dijo Vimes—. Prácticamente puedo olerlo.
—Sí, señor —asintió Colon, obediente.
—Está decidiendo lo que va a hacer.
—¿Sí, señor?
—Tienen inteligencia, ¿sabes? Lo que pasa es que no piensan como nosotros.
—Sí, señor.
—Así que al cuerno con lo de formar a lo largo de la ruta. Quiero que vosotros tres estéis en los tejados, ¿comprendido?
—Sí, se… ¿qué?
—En los tejados. En los más altos. Cuando aparezca, quiero que seamos los primeros en saberlo.
Colon trató de indicar con la expresión de su rostro que él no.
—¿Crees que es buena idea, capitán? —aventuró.
Vimes lo miró.
—Sí, sargento, lo creo. Es una idea mía —dijo fríamente—. Ahora, ve a encargarte de todo.
Cuando se quedó solo, Vimes se lavó y se afeitó con agua fría, y luego buscó en su baúl de campaña hasta desenterrar la armadura ceremonial y la capa roja. Bueno, la capa había sido roja en el pasado, y aún lo era, en ciertos puntos, aunque la mayor parte de ella parecía una red diseñada para atrapar polillas que cumpliera perfectamente con su cometido. También había un casco, desafiante sin plumas, del que hacía tiempo que había desaparecido el chapado de oro del espesor de una molécula.
Recordaba haber empezado a ahorrar para una capa nueva. ¿Qué había pasado con el dinero?
En la sala de la guardia no quedaba nadie. Errol descansaba entre los restos del cuarto cajón de fruta que Nobby había rescatado de un basurero para él. Lo que faltaba se lo había comido, o lo había disuelto.
En el cálido silencio, los sempiternos rugidos de su estómago sonaban aún más fuertes. De cuando en cuando, gimoteaba.
Vimes le rascó tras las orejas distraídamente.
—¿Qué te pasa, muchacho? —preguntó.
La puerta se abrió con un crujido. Zanahoria entró, vio a Vimes acuclillado ante los restos de la caja, y saludó.
—Estamos un poco preocupados por él, capitán —le informó—. No se ha comido el carbón. Se limita a estar ahí tumbado, temblando y lloriqueando todo el rato. ¿Cree que le sucede algo raro?
—Es posible —asintió Vimes—. Pero es normal que a los dragones les sucedan cosas raras. Al final se les pasa, de una manera u otra.
Errol le dirigió una mirada triste, y volvió a cerrar los ojos. Vimes le echó la zarrapastrosa manta por encima.
Se oyó un pitido. Buscó tras el cuerpecito tembloroso del dragón, y sacó un pequeño hipopótamo de goma. Lo miró, sorprendido, y le dio un par de apretones experimentales.
—Pensé que a Errol le gustaría jugar con algo, capitán —explicó Zanahoria, algo avergonzado.
—¿Le has comprado un juguete?
—Sí, señor.
—Qué amable por tu parte.
Vimes esperaba que Zanahoria no hubiera visto la pelotita de goma escondida tras la caja. Le había costado bastante cara.
Los dejó a los dos en la habitación y salió al mundo exterior.
Había aún más gente que de costumbre. Los ciudadanos empezaban a arremolinarse en las aceras de las calles principales, aunque aún tendrían que esperar varias horas. Aquello era deprimente.
Sintió apetito, y por una vez supo que para satisfacerlo le haría falta algo más que un par de copas. Fue a desayunar a la Casa de la Carne Harga, adonde iba desde hacía años, y se llevó otra sorpresa desagradable. Por lo general, allí la única decoración aparecía en el chaleco de Sham Harga, y la comida era buena y sólida para una mañana fría, todo calorías, grasas, proteínas y quizá alguna vitamina lloriqueando porque estaba muy sola. Ahora la sala estaba llena de cadenetas de papel trabajosamente confeccionadas, y tuvo que enfrentarse a un menú en el que las palabras «Coronación» y «Real» aparecían en cada línea errática.
Vimes señaló débilmente la primera parte.
—¿Qué es esto? —quiso saber.
Harga miró la pizarra. Estaban solos en la taberna.
—Dice «Por designio del rey», capitán —respondió, orgulloso.
—¿Qué quiere decir?
Harga se rascó la cabeza con un tenedor.
—Quiere decir que, si el rey entra aquí, le gustará —explicó.
—¿Hay algo que no sea demasiado aristocrático para que me lo coma yo? —preguntó Vimes con amargura.
Se decidió por una rebanada de plebeyo pan y un proletario filete tan poco hecho que aún se oían sus mugidos. Comió en la barra.
Un vago sonido de arañazos interrumpió su hilo de pensamientos.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
Harga alzó la vista de su trabajo tras la barra, con gesto culpable.
—Nada, capitán —respondió.
Intentó ocultar las pruebas tras él cuando Vimes se inclinó para ver por encima de la rayada barra de madera.
—Vamos, Sham. Me lo puedes enseñar.
—Sólo estaba rascando la grasa de la sartén —murmuró el otro.
—Ya. Oye, Sham, ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos? —preguntó Vimes con terrible amabilidad.
—Años, capitán —respondió Harga—. Vienes aquí cada día, sin falta. Eres uno de mis mejores clientes.
Vimes se inclinó sobre la barra hasta que su nariz quedó a la altura del bulto aplastado en medio del rostro del tabernero.
—Y en todo ese tiempo, ¿has cambiado alguna vez la grasa de la sartén? —exigió saber.
Harga trató de retroceder.
—Bueno…
—Esa grasa ha sido como una amiga para mí —dijo Vimes—. Tiene trocitos negros que he llegado a conocer y a amar. Es un alimento por mérito propio. Y también has limpiado la jarra de café, ¿verdad? Lo sé. Esto es un café novato, sin experiencia. El otro café tenía personalidad.
—La verdad, pensé que ya era hora…
—¿Por qué?
Harga dejó que la sartén resbalara de entre sus dedos regordetes.
—Bueno, pensé que si el rey entraba por casualidad…
—¡Os habéis vuelto locos todos!
—Pero, capitán…
El dedo acusador de Vimes se enterró en la segunda costura del amplio chaleco de Harga.
—¡Ni siquiera sabéis cómo se llama ese tipejo! —gritó.
Harga aprovechó la oportunidad.
—Yo sí que lo sé, capitán —tartamudeó—. Claro que lo sé. Lo he visto en los carteles y todo eso. Se llama Rex Vivat.
Poco a poco, sacudiendo la cabeza con desesperación, llorando para sus adentros por lo servil de la humanidad, Vimes soltó al tabernero.
En otro tiempo, en otro lugar, el bibliotecario terminó de leer. Había llegado al final del texto. No era el final del libro…, aún quedaba mucho. Pero estaba chamuscado hasta resultar ilegible.
No era que las últimas páginas sin quemar le hubieran resultado fáciles de leer. Al autor le había temblado mucho la mano, había escrito deprisa, y se le había escapado más de un borrón. Pero el bibliotecario estaba acostumbrado a luchar con textos aterradores en algunos de los peores libros jamás encuadernados, con palabras que intentaban leerte al tiempo que tú las leías a ellas, palabras que se retorcían en las páginas. Al menos, las de este libro no eran así. Eran, sencillamente, las palabras de un hombre muerto de miedo. De un hombre escribiendo una advertencia terrible.
Una de las páginas, cuando faltaba poco para llegar a las quemadas, había llamado especialmente la atención al bibliotecario. Se la quedó leyendo y releyendo largo rato.
Luego, contempló la oscuridad.
Aquélla era su oscuridad. Estaba dormido allí, en algún lugar. Un ladrón se dirigía hacia aquella estantería, para robar aquel libro en concreto. Y luego alguien leería el libro, leería aquellas palabras, y haría lo que ya había hecho.
Le escocían las manos.
Lo único que tenía que hacer era esconder el libro. O dejarse caer sobre la cabeza del ladrón y desenroscársela por las orejas.
Contempló de nuevo la oscuridad…
Pero eso sería interferir en el rumbo de la historia. Podían pasar cosas horribles. El bibliotecario lo sabía todo sobre esos asuntos, era parte de lo que te enseñan antes de permitirte entrar en el Espacio-B. Había visto dibujos en libros antiguos. El tiempo podía bifurcarse, como unos pantalones. Podías acabar en la pernera equivocada, viviendo una vida que en realidad estaba sucediendo en la otra pernera, hablando con gente que no estaba en tu pernera, tropezando con paredes que ya no existían. La vida podía ser horrible en el pantalón equivocado del Tiempo.
Además, iba contra las normas de la biblioteca.[19] El Consejo de Bibliotecarios del Espaciotiempo se pondría más que serio si empezaba a trastear con la causalidad.
Cerró el libro con cuidado y volvió a colocarlo en el estante. Luego, fue saltando de estantería en estantería hasta llegar a la puerta. Por un momento, se detuvo y contempló su propio cuerpo durmiente. Quizá se preguntó un instante si no debería despertarse, tener una pequeña charla, decirle que tenía amigos y no debía preocuparse. Si se lo preguntó, decidió no hacerlo. Ese tipo de cosas no podían traer más que complicaciones.
En vez de eso, salió por la puerta y, cobijado por las sombras, siguió al ladrón cuando salió con el libro. Esperó bajo la lluvia junto al portal hasta que acabó la reunión de los Hermanos Esclarecidos y, cuando salió el último de ellos, lo siguió hasta su casa. Murmuró para sus adentros una antropoide exclamación de sorpresa.
Corrió de vuelta a su biblioteca, y a los traicioneros caminos del Espacio-B.
A media mañana, las calles ya estaban atestadas, Vimes había multado a Nobby con medio día de sueldo por agitar una banderita, y un ambiente ominoso se había adueñado del Yard, como si fuera una gran nube negra surcada por algún que otro relámpago.
—«Subid a algún lugar alto» —refunfuñó Nobby—. Se dice fácil.
—A mí me habría gustado formar a lo largo de la ruta —dijo Colon—. Lo veríamos mejor que nadie.
—Anoche defendías los privilegios y derechos del hombre —señaló Nobby, acusador.
—Sí, bueno, es que uno de los derechos y privilegios del hombre es ver las cosas mejor que nadie —replicó el sargento—. Es lo único que digo.