Un rayo de un brillante color púrpura rasgó el cielo desierto y se estrelló contra una de las casas cercanas a la plaza, atravesando las paredes antes de desaparecer repentinamente, como si hubiera recordado que quería pasar desapercibido.
Luego volvió a brotar, esta vez volando la pared eje de la casa. La luz se extendió como una telaraña de tentáculos por las piedras.
El tercer intento optó por dirigirse hacia arriba, y formó una columna actínica que alcanzó una altura de quince o veinte metros, pareció estabilizarse y, por último, empezó a girar lentamente.
Vimes tuvo la sensación de que aquello requería algún comentario.
—Arrrgh —dijo.
Al girar, la luz proyectaba relámpagos zigzagueantes, que recorrían los tejados adyacentes. Como si buscaran algo.
Errol corrió hacia la espalda de Vimes y se le aferró al hombro, todo garras. El agudo dolor recordó a Vimes que debería estar haciendo algo al respecto. ¿Sería el momento de gritar de nuevo? Probó con otro «Arrrgh». No, probablemente no.
El aire empezaba a oler a latón quemado.
El carruaje de lady Ramkin entró traqueteando en la plaza, con un ruido semejante al de una ruleta, y se dirigió directamente hacia Vimes. Frenó tan bruscamente que derrapó, obligando a los caballos a elegir entre quedarse mirándose el uno al otro o descoyuntarse las patas. Una airada visión envuelta en un delantal de cuero, guantes, tiara y treinta metros de tul rosa se inclinó hacia Vimes.
—¡Haga el favor de subir de una vez, maldito idiota! —le gritó.
Un guante lo agarró por debajo del brazo y lo izó en volandas hasta el vehículo.
—¡Y deje de gritar! —ordenó el fantasma, concentrando generaciones de autoridad natural en tan sólo seis sílabas.
Una orden más, y los caballos empezaron a galopar.
El carruaje volaba sobre las losas. Un tentáculo de luz exploradora acarició las riendas por un momento, pero luego perdió el interés.
—Supongo que no sabrá qué está sucediendo, ¿verdad? —gritó Vimes, tratando de hacerse oír por encima del crepitar del fuego.
—¡Ni la menor idea!
Los relámpagos reptantes se extendieron por toda la ciudad como una red, haciéndose más tenues a medida que se alejaban. Vimes los imaginó colándose por las ventanas, entrando por debajo de las puertas.
—¡Parece como si estuviera buscando algo! —gritó.
—En ese caso, sería una excelente idea que nos marcháramos antes de que lo encuentre, ¿no le parece?
Una lengua de fuego chocó contra la Torre del Arte, se deslizó ciegamente por sus costados cubiertos de hiedra, y desapareció bajo la cúpula de la biblioteca de la Universidad Invisible.
Las otras líneas se extinguieron.
Lady Ramkin detuvo el coche de caballos al otro lado de la plaza.
—¿Para qué querrá entrar en la biblioteca? —se preguntó, frunciendo el ceño.
—Quizá esté investigando algo.
—No diga tonterías —replicó la dama—. Ahí no hay más que un montón de libros. ¿Qué puede querer leer un rayo de luz?
—¿Algo muy breve?
—La verdad, podría tratar usted de ser un poco más serio.
La línea de luz explotó formando un arco entre la cúpula de la biblioteca y el centro de la plaza. El arco se quedó suspendido en el aire, era una banda luminosa de un metro de ancho.
Luego, con un repentino siseo, se convirtió en una esfera de fuego que creció rápidamente hasta ocupar casi toda la plaza. Luego, desapareció y dejó la noche llena de sombras violáceas.
Y la plaza llena de dragón.
¿Quién lo habría imaginado? Tanto poder, y tan al alcance de la mano. El dragón sentía cómo la magia fluía hacia él, lo renovaba por momentos, desafiando todas las leyes físicas. Aquello no era el escaso sustento que le habían proporcionado hasta entonces. Aquello era comida de verdad. Con un poder semejante, no había límite para lo que podía hacer.
Pero, para empezar, tenía que presentar sus respetos a ciertas personas…
Olfateó el aire del amanecer. Estaba buscando el hedor de unas mentes.
Los dragones nobles no tienen amigos. Lo más parecido es un enemigo que todavía sigue vivo.
El aire se quedó muy quieto, tan quieto que casi se podía oír el ruido del polvo al posarse. El bibliotecario arrastró los nudillos por entre las interminables estanterías. Aún seguía teniendo la cúpula de la biblioteca sobre su cabeza, pero claro, la verdad era que siempre estaba allí.
Al bibliotecario le parecía evidente que, puesto que había pasillos en los que las estanterías estaban en la parte exterior, tenía que haber otros pasillos entre los libros, creados a partir de ondulaciones cuánticas por el peso de las palabras. Desde luego, desde el otro lado de algunos estantes le llegaban ruidos rarísimos, y el bibliotecario sabía que, si sacaba discretamente un libro o dos, se encontraría mirando hacia diferentes bibliotecas, bajo diferentes cielos.
Los libros distorsionan el espacio y el tiempo. Uno de los motivos de que los propietarios de esas tiendecitas de segunda mano que mencionamos antes parezcan un poco de otro mundo, es que muchos de ellos lo son: llegaron a éste tras perderse en sus librerías, en mundos donde lo más normal es llevar zapatillas de felpa y abrir la tienda sólo cuando te da la gana. Quien se aventura en el Espacio-B, sabe que corre peligro.
Pero los bibliotecarios más curtidos, una vez han demostrado ser dignos al llevar a cabo alguna valiente hazaña de bibliotecariedad, son aceptados en una orden secreta que les enseña las artes de la supervivencia más allá de las Estanterías Conocidas. El bibliotecario dominaba todas estas artes, pero lo que intentaba ahora no sólo haría que lo expulsaran de la Orden, sino, probablemente, también de la Vida.
Todas las bibliotecas que existen están conectadas en el Espacio-B. Y el bibliotecario, guiándose por los signos tallados en los libros por exploradores del pasado, guiándose por el olfato, guiándose incluso por los susurros de sirena de la nostalgia, se dirigía a una muy concreta.
Le quedaba un consuelo. Si cometía un error, nunca lo sabría.
Por algún motivo, el dragón era todavía peor en el suelo. En el aire era un ser elemental, armonioso incluso cuando trataba de quemarte hasta las botas. En el suelo no era más que un animal condenadamente grande.
La gigantesca cabeza giró lentamente bajo la luz del amanecer.
Lady Ramkin y Vimes aventuraron un vistazo cauteloso desde detrás de un depósito de agua. Vimes tenía una mano sobre el hocico de Errol. El dragoncito gimoteaba como un cachorro apaleado, y trataba de escaparse.
—Es una bestia magnífica —dijo lady Ramkin, en lo que ella debía de considerar un susurro.
—Me gustaría que no volviera a decir eso —suspiró Vimes.
Se oyó un ruido chirriante cuando el dragón se incorporó sobre sus zarpas.
—Sabía que no lo había matado —gruñó el capitán—. No había restos por ninguna parte. Fue demasiado limpio. Lo enviaron a alguna parte, con magia o algo así. Mírelo. ¡Es imposible! ¡Necesita magia para seguir con vida!
—¿Qué quiere decir? —preguntó lady Ramkin, sin apartar la vista de las escamas blindadas.
¿Qué quería decir? ¿Qué quería decir? Pensó a toda velocidad.
—Quiero decir que no es posible, físicamente posible —explicó—. Un ser tan pesado no debería poder volar, ni respirar fuego de esa manera. Ya se lo dije.
—Pero parece muy real. O sea, uno imagina que las criaturas mágicas son más…, no sé, más nebulosas.
—Oh, es real. Y tan real —suspiró Vimes con amargura—. Pero, suponiendo que necesite la magia como nosotros necesitamos la luz… o la comida…
—¿Quiere decir que es taumívoro?
—Lo que opino es que come magia, nada más —replicó el capitán, que no había recibido una educación clásica—. Es decir, imagine que todos esos pequeños dragones de pantano, siempre al borde de la extinción, descubrieron en algún momento de la prehistoria a utilizar la magia.
—Antes había mucha magia natural —asintió lady Ramkin, pensativa.
—Pues ahí lo tiene. Al fin y al cabo, otras criaturas utilizan el aire, o el mar. Es decir, si existe una reserva natural de algo, tarde o temprano se utiliza, ¿no? Así, las malas digestiones, el peso y el tamaño de las alas dejarían de ser un problema, porque la magia se encargaría de todo. ¡Increíble!
Pero hacía falta mucha magia, añadió para sus adentros. No sabía muy bien cuánta se necesitaba para cambiar el mundo lo suficiente como para permitir que toneladas de carne, dentro de una carcasa blindada, despegaran el vuelo, pero estaba seguro de que era mucha.
Y aquellos robos…, alguien había estado alimentando al dragón.
Miró en dirección a la biblioteca de la Universidad Invisible, llena de libros mágicos. Era la mayor acumulación de poder mágico de todo el Mundodisco.
Y ahora el dragón había aprendido a comer solo.
Horrorizado, se dio cuenta de que lady Ramkin ya no estaba a su lado: avanzaba a zancadas hacia el dragón, con la mandíbula más tensa que un yunque.
—¿Qué demonios hace? —susurró a gritos.
—Si es un descendiente de los dragones de pantano, seguramente podré controlarlo —replicó—. Hay que mirarlos a los ojos y usar un tono de voz firme. No pueden soportar la severidad de la voz humana. No tienen suficiente fuerza de voluntad. Son unos blandengues.
Para su vergüenza, Vimes se dio cuenta de que sus piernas no pensaban cooperar en una loca carrera para arrastrarla de nuevo hacia el refugio. A su orgullo no le gustó, pero su cuerpo señaló que no era el orgullo el que corría el riesgo de quedar convertido en una fina lámina contra el edificio más cercano. A través de unas orejas rojas por la vergüenza, la oyó gritar: «¡Chico malo!»
Los ecos de tan severa amonestación recorrieron la plaza.
Oh, dioses, pensó Vimes, ¿así es como se entrena a un dragón? ¿Le señalas la zona fundida del suelo y le amenazas con frotarle el morro contra ella?
Se arriesgó a echar un vistazo por encima del depósito de agua.
La cabeza del dragón estaba girando lentamente, como la barquilla de una grúa. Le costó algo de trabajo localizar a lady Ramkin, justo bajo él. Vimes pudo ver cómo los grandes ojos rojos se entrecerraban mientras la criatura trataba de mirar por encima de su propia nariz. Parecía asombrada. No le sorprendió.
—¡Siéntate! —ordenó lady Ramkin, en un tono tan firme que Vimes sintió que las piernas se le doblaban involuntariamente—. Buen muchacho. Creo que debo de llevar algún trocito de carbón…
Rebuscó en sus bolsillos.
Contacto visual. Eso era lo importante. Vimes pensó que la mujer no debería haber apartado la vista ni por un momento.
El dragón alzó una zarpa y la derribó, sujetándola contra el suelo.
Vimes se medio incorporó, horrorizado. En aquel momento, Errol se le escapó y saltó a la plaza. Rebotó sobre las losas en una serie de arcos torpes que no se podían llamar revoloteos, con la boca abierta, emitiendo eructos siseantes, tratando de lanzar llamas.
La respuesta que recibió fue una lengua de fuego blanco azulado que creó una hilera de piedra fundida de varios metros de largo, aunque no alcanzó al desafiante. Era difícil acertarle en el aire, porque, evidentemente, ni el propio Errol sabía dónde iba a estar al momento siguiente, ni adónde iría cuando llegara. En aquel momento, su única esperanza era moverse, y rebotaba y giraba entre llamaradas cada vez más furiosas como una asustada pero decidida partícula al azar.
El gran dragón se incorporó, con un ruido como si arrojaran una docena de cadenas de ancla a un rincón, y trató de derribar a su agresor a zarpazos.
En aquel momento, las piernas de Vimes se rindieron y decidieron que podían permitirse el lujo de ser piernas heroicas durante un rato. Recorrió a toda velocidad el espacio que lo separaba de lady Ramkin, espada en ristre por simple rutina, la agarró por un brazo y por un puñado de tul arrugado, y se la cargó al hombro.
Recorrió varios metros antes de darse cuenta de que había cometido un error.
—Ungh.
Sus vértebras y rodillas trataban de fundirse en un solo bloque compacto. Ante sus ojos desfilaban puntitos color púrpura. Y, por encima de todo, algo que no podía identificar pero que parecía hecho de ballenas se le estaba clavando en la nuca.
El impulso que llevaba le permitió dar unos pasos más, sabiendo que si se detenía resultaría aplastado. Los genes de los Ramkin no apostaban por la belleza, apostaban por la solidez y los huesos grandes, y a lo largo de los siglos se habían vuelto expertos en la materia.