—Vaya, tienen buena pinta. Qué excelentes… alimentos.
—¿Las hacen los monjes de alguna montaña mística? —quiso saber Zanahoria.
Ruina le dirigió una mirada extrañada.
—No —replicó con paciencia—. Las hacen puercos.
—¿Qué entuertos? —lo apremió Vimes—. Venga, explícate. ¿Qué entuertos va a desfacer?
—Bueeeno… —titubeó Ruina—. Yo creo que, por ejemplo, los impuestos. Eso está mal, para empezar.
Tuvo la honradez de enrojecer un poco. En el mundo de Ruina, los impuestos eran algo que les sucedía a otras personas.
—Es verdad —intervino una mujer que estaba cerca—. Y el tejado de mi casa está lleno de goteras, y el casero se niega a arreglarlo. Eso es un entuerto.
—Y la calvicie prematura —aportó el hombre que estaba ante ella—. Eso también es un entuerto.
Vimes se quedó boquiabierto.
—Ah. Los reyes pueden curar eso, ya sabéis —dijo otro experto protomonárquico.
—Pues ya que hablamos de eso —dijo Ruina mientras rebuscaba entre sus paquetes—, me queda un frasco de este asombroso ungüento, hecho… —Miró a Zanahoria—. Hecho por los monjes de una montaña mística…
—Y no pueden responder, ¿sabes? —siguió el monárquico—. En eso se les nota que son regios. Incapaces, como lo oís. Tiene que ver con la regiedad.
—Qué cosas —dijo la mujer de las goteras.
—Y está lo del dinero. —El monárquico disfrutaba con tanta atención—. Nunca llevan dinero. Por eso se sabe que son reyes.
—¿Por qué? No pesa tanto —dijo el hombre cuyos restos de cabello se extendían sobre la cúpula de su cabeza como los últimos soldados de un ejército vencido—. Yo no puedo llevar encima cien dólares sin problema.
—Debe de ser que a los reyes se les ponen débiles los brazos —intervino la mujer, sensata—. De tanto saludar, digo yo.
—Siempre he pensado —siguió el monárquico, que había sacado una pipa y la estaba llenando con el aire serio de quien se dispone a dar una conferencia—, que uno de los peores problemas de ser rey es tener una hija que se pinche.
Hubo una pausa.
—Y se quede dormida cien años —añadió, impasible.
—Ah —suspiraron los demás, aliviados.
—Y también está lo de dormirse encima de guisantes.
—Debe de ser muy molesto —dijo la mujer, insegura.
—Claro, y es que siempre tienen que poner guisantes en la cama.
—Debajo de cien colchones, que es lo peor.
—Seguro.
—¿De verdad? Yo se los podría vender a precio de fábrica —se interesó Ruina. Se volvió hacia Vimes, que lo había estado escuchando todo con creciente depresión—. ¿Ve, capitán? Y usted pasará a formar parte de la Guardia Real. Me juego lo que sea a que le pondrán plumas en el casco y todo.
—Y la magnificencia-dijo el monárquico, blandiendo la pipa—. Es importantísimo. Espectáculos a todas horas. Con montones de boatos.
—¿Cómo? ¿Gratis? —preguntó Ruina.
—Los espectáculos, creo que sí, pero las boas se cobrarán, digo yo. No hay tantas.
—¿Es que os habéis vuelto locos todos? —gritó Vimes—. ¡No sabéis nada de él, ni siquiera ha matado al dragón todavía!
—Es un mero formalismo —replicó la mujer.
—¡Ese dragón respira fuego! —insistió el capitán, recordando las fosas nasales—. ¡Y él no es más que un chaval a caballo, por todos los diablos!
Ruina le dio un golpecito en el pecho.
—No tiene alma, capitán —dijo—. Cuando un forastero llega a una ciudad aterrorizada por un dragón, y lo desafía con una espada deslumbrante… bueno, sólo puede suceder una cosa, ¿no? Seguro que es cosa del destino.
—¿Aterrorizada? —gritó Vimes—. ¿Aterrorizada? ¡Maldito ladrón, si ayer estabas vendiendo dragoncitos de peluche!
—Eso eran negocios, capitán. No hace falta que se ponga así —replicó Ruina con voz amable.
Vimes volvió con sus hombres, rabioso. De la gente de Ankh-Morpork se podían decir muchas cosas, pero siempre habían sido independientes hasta la médula, no delegaban en nadie su derecho a robar, chantajear, hurtar y asesinar en igualdad de condiciones. A Vimes esto le parecía perfecto. No había ninguna diferencia entre el hombre más rico y el mendigo más pobre, excepto por el hecho de que el primero tenía mucho dinero, comida, poder, buenas ropas y buena salud. Pero al menos no era mejor. Sólo más rico, más gordo, más poderoso, más sano y mejor vestido. Las cosas habían sido así desde hacía siglos.
—Y ahora, ven una capa con ribetes de armiño y se vuelven locos —murmuró.
El dragón estaba trazando lentos círculos sobre la plaza. Vimes se puso de puntillas y estiró el cuello para ver por encima de la gente.
De la misma manera que algunos depredadores tienen la silueta de su presa casi programada en los genes, posiblemente la forma de alguien a caballo y blandiendo una espada despertara algunos recuerdos en la mente del dragón. Demostraba un vago interés.
Entre la multitud, Vimes se encogió de hombros.
—Ni siquiera sabía que esto hubiera sido un reino.
—Es que hace siglos que no lo es —explicó lady Ramkin—. Echamos a los reyes, y desde luego fue para bien. Eran una gentuza.
—Pero usted es de alta… de buena familia —respondió—. Imaginé que le gustaría la idea de tener un rey.
—La verdad es que muchos de ellos fueron unos bestias —replicó la dama—. Tenían esposas por todas partes, iban por ahí cortándole la cabeza a la gente, declarando guerras sin sentido, comiendo con los dedos y tirando por encima del hombro los muslos de pollo a medio morder. No eran nuestro tipo de gente.
La plaza quedó en silencio. El dragón había volado lentamente hasta el otro extremo, y estaba casi detenido en el aire, sin apenas batir las alas.
Vimes sintió que algo se le aferraba suavemente a la espalda. Errol se había posado sobre su hombro y se agarraba con las zarpas traseras. Sus alas atrofiadas se movían al mismo ritmo que las del espécimen más grande. Estaba siseando. Sus ojitos estaban clavados en la bestia voladora.
El caballo del muchacho relinchó nervioso sobre las losas de la plaza cuando éste desmontó, alzó la espada y se volvió hacia el enemigo distante.
Desde luego, parece confiado, se dijo Vimes. Pero, dados los tiempos que corren, ¿el hecho de matar dragones te capacita para ser rey?
Desde luego, era una espada muy brillante. Eso había que reconocerlo.
Y ahora eran las dos de la madrugada siguiente. Todo sereno excepto el clima, llovía otra vez.
Hay varias ciudades del multiverso que creen dominar la técnica de pasarlo bien. Lugares como Nueva Orleáns o Río, no sólo tienen marcha, también pueden ir en automático o poner la directa. Pero, comparadas con Ankh-Morpork cuando se desmelena, son como pueblos de Gales a las dos del mediodía en un domingo lluvioso. Los fuegos artificiales chisporroteaban en el aire húmedo, sobre el turbio lodo que era el río Ankh. Por las calles, la gente asaba varios animales domésticos. Los bailarines de conga entraban y salían de las casas, muchas veces llevándose como recuerdo cualquier adorno que no estuviera pegado con cemento. Y había ruido, mucho ruido. Gente que normalmente jamás lo haría, gritaba «¡hurra!» a pleno pulmón.
Vimes paseaba sombrío por las animadas calles, sintiéndose la única cebolla en vinagreta de toda la macedonia de frutas. Había dado la noche libre a sus hombres.
No se sentía nada monárquico. No es que tuviera nada en contra de los reyes como tales, pero el hecho de que los ankhmorporkianos estuvieran sacudiendo banderitas lo ponía extrañamente nervioso. Eso era algo que sólo hacían algunos estúpidos, algunos súbditos, en otros países. Además, con sólo pensar en que se tendría que poner plumas en el casco se le revolvía el estómago. Siempre había detestado las plumas. Las plumas eran como si te compraran, como si te dijeran que no eras tu dueño y señor. Además, se sentiría como un pájaro. Eso era la última gota.
Sus pasos errantes lo llevaron hasta el Yard. Al fin y al cabo, ¿a qué otro sitio podía ir? Sus habitaciones eran deprimentes, y la casera se había quejado de los agujeros que Errol, pese a todos los gritos, seguía haciendo en la alfombra. Y del olor del dragón. Además, Vimes no podía ir a la taberna a beber aquella noche, porque vería cosas que lo molestarían mucho más que las cosas que solía ver cuando se emborrachaba.
El edificio estaba agradablemente tranquilo, pese a que de vez en cuando le llegaban por la ventana los sonidos distantes de las juergas.
Errol se bajó de su hombro y empezó a comerse el carbón de la chimenea.
Vimes se sentó y puso los pies en la mesa.
¡Vaya día! ¡Vaya pelea! Los empujones, los pisotones, los gritos de la multitud, el chico que parecía tan débil y desprotegido, el dragón tomando aliento de una manera que ahora Vimes conocía muy bien…
Y no hubo llamaradas. Eso le sorprendió. Eso sorprendió a la multitud. Eso sorprendió, desde luego, al dragón, que había intentado bizquear para mirarse la nariz, y se sacudió unos zarpazos desesperados a los conductos de fuego para desatascarlos. Siguió sorprendido hasta el momento en que el muchacho se le acercó y le lanzó una estocada.
Y el sonido atronador.
Uno habría imaginado que quedarían trocitos de dragón, desde luego.
Vimes cogió una hoja de papel. Examinó las notas que había tomado el día anterior.
Ítem: Dragón pesado, pero vuela sin ningún problema.
Ítem: Es el fuego más caliente que haya lanzado cualquier ser vivo.
Ítem: Los dragones de pantano son pobres bichos, esto es un monstruo.
Ítem: Nadie sabe de dónde viene, ni adónde va, ni dónde está en el intervalo.
Ítem: ¿Por qué quema cosas con tanta precisión?
Se acercó la pluma y el tintero y, con caligrafía redonda, lenta, añadió:
Ítem: ¿Se puede destruir un dragón sin que quede absolutamente ningún rastro?
Meditó unos momentos y continuó:
Ítem: ¿Por qué explotó de manera que nadie vio nada, por mucho que buscamos?
Era todo un enigma. Lady Ramkin había dicho que, cuando un dragón de pantano explotaba, quedaban restos de dragón por todas partes. Y aquél era un dragón condenadamente grande. Sin duda sus entrañas eran una pesadilla alquímica, pero aun así los ciudadanos de Ankh-Morpork deberían haber tenido que pasarse la noche sacando paladas de dragón de las calles. En cambio, a nadie parecía preocuparle el tema. Quizá porque el humo purpúreo había resultado impresionante.
Errol terminó de comerse el carbón y la emprendió con los atizadores. Aquella noche se había comido ya tres baldosas, un picaporte, algo inidentificable que había encontrado en la calle y, para asombro de todos, tres de las salchichas de Y-Voy-A—La-Ruina, hechas con genuinos órganos de cerdo. Los crujidos del atizador cuando lo engulló se mezclaron con el repiqueteo de la lluvia contra las ventanas.
Vimes volvió a mirar el papel y escribió:
Ítem: ¿Cómo pueden surgir reyes de la nada?
Ni siquiera había visto al chico de cerca. Parecía suficientemente atractivo, no un intelectual, desde luego, pero tenía el tipo de perfil que a uno no le importaría ver en las monedas. La verdad es que, después de matar al dragón, tanto habría dado que fuera un duende bizco. La multitud lo había llevado por los aires hasta el palacio del patricio.
Lord Vetinari fue encerrado en sus propias mazmorras. Al parecer, no opuso mucha resistencia. Se limitó a sonreír a todo el mundo con tranquilidad.
Qué maravillosa casualidad: justo cuando la ciudad necesitaba un campeón que matara al dragón, aparecía un rey.
Vimes le dio unas cuantas vueltas a la idea. Luego la volvió a poner del derecho. Humedeció de nuevo la plumilla y añadió:
Ítem: Qué excelente casualidad para un chico que va a ser rey que se presente un dragón para demostrar más allá de toda duda su legitimidad.
Aquello era mucho mejor que las marcas de nacimiento y las espadas, eso seguro.
Mordisqueó la plumilla antes de seguir escribiendo:
ítem: El dragón no era un objeto mecánico, pero ningún mago tiene poder suficiente como para crear una bestia de tal magg… magne… magna… tamaño.
Ítem: ¿Por qué no pudo lanzar llamas en el momento oportuno?
Ítem: ¿De dónde vino?
Ítem: ¿Adónde fue?
La lluvia tamborileaba con más fuerza contra los cristales de la ventana. Los sonidos de las celebraciones le llegaban filtrados por la humedad, hasta que por fin se extinguieron. Se oyó el retumbar de un trueno.
Vimes subrayó varias veces el «fue». Tras meditar unos instantes, añadió unos cuantos signos de interrogación más.
Contempló el efecto general durante un rato, y luego estrujó el papel para formar una bola y la lanzó a la chimenea. Errol se apoderó de ella y la devoró.