—No seas imbécil, es un simple dragón de pantano —bufó Nobby—. Y ella es lady Sybil. Una auténtica dama.
Los otros dos guardias se volvieron para mirarlo. Sí, el que había hablado era Nobby.
—¿Queréis dejar de mirarme con esas caras? —dijo—. ¿Es que no puedo reconocer a una dama cuando la veo? Me dio un té en una tacita más fina que el papel, y con una cucharilla de plata —siguió, como quien ha echado un vistazo al estatus de la distinción social—. ¡Y se las devolví, así que dejad de mirarme así!
—¿Qué es lo que haces exactamente en tus noches libres? —preguntó Colon.
—No es asunto tuyo.
—¿De verdad le devolviste la cucharilla? —quiso saber Zanahoria.
—¡Por supuesto que sí, joder! —rugió Nobby.
—Firmes, muchachos —ordenó el sargento, rebosante de alivio.
Los otros dos entraron en la habitación. Vimes dirigió a sus hombres la habitual mirada de resignación.
—Mis guardias —murmuró.
—Excelentes hombres —asintió lady Ramkin—. Nuestros mejores muchachos, ¿eh?
—Nuestros muchachos, dejémoslo ahí.
Lady Ramkin sonrió, alentadora. Esto provocó una extraña agitación entre los hombres. El sargento Colon, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió que el pecho le sobresaliera más que el estómago. Zanahoria abandonó su habitual postura encorvada. Nobby se llenó de marcialidad, con los brazos estirados a los costados, los pulgares apuntando fieramente al frente y el pecho de palomo tan hinchado que corría peligro de separarse del suelo.
—Siempre he pensado que todos podemos dormir más tranquilos sabiendo que estos hombres tan valientes velan por nosotros —dijo lady Ramkin, caminando tranquilamente entre ellos como un galeón impulsado por una suave brisa—. ¿Y quién es éste?
Es difícil que un orangután se ponga firme. Su cuerpo puede dominar la técnica, pero no así su piel. De cualquier manera, el bibliotecario hacía lo que podía: era un respetuoso montón al final de la hilera, y manteniendo uno de esos complejos saludos que sólo se puede hacer con un brazo de metro veinte.
—Va de paisano, señora —dijo Nobby rápidamente—. Servicios Autónomos Simiescos.
—Gran idea. Gran idea, desde luego —asintió lady Ramkin—. ¿Cuánto tiempo hace que es usted un simio, buen hombre?
—Oook.
—Muy bien hecho.
Se volvió hacia Vimes, que no daba crédito a lo que estaba viendo.
—Sin duda es mérito suyo —dijo—. Un excelente grupo de hombres…
—Oook.
—… antropoides —se corrigió lady Ramkin, sin apenas vacilación.
Por un momento, los guardias se sintieron como si acabaran de volver de conquistar una provincia lejana ellos solos. Se sentían enormemente animados, dignos y honorables, y eran sensaciones casi desconocidas para ellos. Hasta el bibliotecario se consideró halagado, y decidió pasar por alto por una vez la expresión «buen hombre».
Un tintineo y un fuerte olor a algo químico los hizo mirar a su alrededor.
Buenmuchacho Hatajo Plumapiedra estaba agazapado con aire inocente junto a algo que no era tanto una mancha en la alfombra como un agujero en el suelo. De los bordes chamuscados se elevaban espirales de humo.
Lady Ramkin suspiró.
—No se preocupe, señora —sonrió Nobby—. Lo haré limpiar en un momento.
—Mucho me temo que estas cosas suceden a menudo, cuando se emocionan.
—Tiene usted un ejemplar precioso —siguió Nobby, regocijándose en la experiencia recién descubierta de la cortesía social.
—No es mío —dijo—. Ahora pertenece al capitán. O quizá a todos ustedes. Una especie de mascota, o algo así. Se llama Buenmuchacho Hatajo Plumapiedra.
Buenmuchacho Hatajo Plumapiedra soportó con estoicismo el peso de su nombre, y olisqueó una pata de la mesa.
—Pues se parece a mi hermano Errol —dijo Nobby, jugándoselo todo a la carta del amante de los animales—. Tiene la misma nariz puntiaguda.
Vimes miró a la criatura, que estaba investigando sus nuevos entornos, y supo que desde aquel momento, irrevocablemente, se llamaba Errol. El dragoncito lanzó un bocado experimental a la mesa, la masticó unos segundos, la escupió, se acurrucó y se echó a dormir.
—No irá a prender fuego a nada, ¿verdad? —preguntó el sargento con ansiedad.
—No creo. Me parece que aún no sabe muy bien para qué son los conductos ígneos —explicó lady Ramkin.
—Pero le podemos enseñar a relajarse —dijo el capitán—. En fin, mis hombres y yo…
—Oook.
—No me refería a usted, caballero. Por cierto, ¿qué hace aquí?
—Eh… —titubeó el sargento Colon—. Yo…, eh…, como tú no estabas, y andábamos algo cortos de personal… Zanahoria dijo que se podía hacer sin contravenir ninguna ley… le tomé juramento, señor. Al simio, señor.
—¿Le tomaste juramento?
—Como agente especial, señor. —Colon se puso rojo—. Ya sabe, señor…, una especie de guardia civil.
Vimes se llevó las manos a la cabeza.
—¿Especial? ¡Más bien único!
El bibliotecario dirigió al capitán una amplia sonrisa.
—Sólo temporalmente, señor. Mientras dure esta situación —suplicó Colon—. Nos vendría muy bien la ayuda, señor, y…, bueno, es el único que nos aprecia…
—A mí me parece una idea sensacional —intervino lady Ramkin—. Ese simio es todo un personaje.
Vimes se encogió de hombros. El mundo ya estaba suficientemente loco, ¿qué podía empeorarlo?
—De acuerdo —dijo—, ¡de acuerdo! Me rindo. ¡Muy bien! Dadle una placa, aunque que me aspen si sé dónde se la va a poner. ¡Bien! ¡Sí! ¿Por qué no?
—¿Te encuentras bien, capitán? —se interesó Colon, preocupado.
—¡Claro! ¡Perfectamente! ¡Démosle la bienvenida a la guardia! —rugió Vimes, recorriendo la habitación a grandes zancadas—. ¡Genial! Al fin y al cabo, nos tratan como a animales, no sé por qué no vamos a tener mon…
La mano del sargento tapó respetuosamente la boca de Vimes.
—Eh…, sólo hay un problema, capitán —dijo Colon con tono apremiante a los ojos atónitos de Vimes—. No uses jamás esa palabra que empieza por «M». Se vuelve loco. No lo puede evitar, señor, pierde el control. Es como un toro cuando ve un trapo rojo. Le puedes llamar «Simio», pero no la palabra que empieza por «M». Porque, cuando se enfada, no se limita a poner mala cara e irse a un rincón, señor, no sé si me explico. Aparte de eso no da ningún problema. De verdad. Sólo hay que tener cuidado de no decir mono. Oh mierda.
Los Hermanos estaban nerviosos.
Los había oído hablar. Las cosas iban demasiado deprisa para ellos. Pensaba que los había guiado a la conspiración poco a poco, sin proporcionarles más verdad de la que sus diminutos cerebros podían soportar, pero era obvio que los había sobreestimado. Allí hacía falta una mano firme. Firme, pero justa.
—Hermanos —dijo el Gran Maestro Supremo—, ¿están bien enfiladas las Gargantillas de la Veracidad?
—¿Qué? —se sorprendió el Hermano Vigilatorre—. Ah. Las Gargantillas. Enfiladas. Claro.
—Y los Martilletes de Solicitación, ¿han sido adecuadamente entonados?
El Hermano Revocador se sobresaltó con gesto de culpabilidad.
—¿Yo? ¿Qué? Ah. Bien, sin problemas. Entonados a tope. Sí.
El Gran Maestro Supremo hizo una pausa.
—Hermanos —empezó, con suavidad—, estamos muy cerca. Sólo una vez más. Sólo unas pocas horas. Una vez más, y el mundo es nuestro. ¿Lo comprendéis, Hermanos?
El Hermano Revocador dio unas pataditas al suelo.
—Bueno… —dijo—. Sí, claro. Por supuesto. No te preocupes por eso. Estamos contigo al ciento diez por ciento…
Va a decir pero, pensó el Gran Maestro Supremo.
—… pero…
Ah.
—… yo…, es decir, nosotros, estamos algo… extraños, de veras, te sientes muy raro después de invocar a un dragón, no sé si me entiendes, como…
—Como lavados —aportó el Hermano Revocador.
—Sí, es como si… —El Hermano Vigilatorre peleó con las complicaciones de la comunicación—. Como si nos estuviera sacando algo…
—Como si nos secara —dijo el Hermano Revocador.
—Eso, como ha dicho éste, y nosotros…, bueno, quizá sea un poco arriesgado…
—Nos sentimos como si las criaturas del más allá nos estuvieran sacando trozos del cerebro —concluyó el Hermano Revocador.
—A mí me da unas jaquecas terribles —asintió impotente el Hermano Vigilatorre—. Y nos estábamos preguntando, ya sabes, esas cosas sobre el equilibrio cósmico y todo eso, porque bueno, no sé si te acuerdas de lo que le pasó al pobre Yonidea. Quizá fue una especie de venganza. No sé.
—No fue más que un cocodrilo rabioso que se escondió en su cama —replicó el Gran Maestro Supremo—. Podría haberle pasado a cualquiera. Pero no os preocupéis, comprendo cómo os sentís.
—Ah, ¿sí? —se asombró el Hermano Vigilatorre.
—Sí. Es de lo más natural. Todos los grandes magos se sienten un poco inquietos después de hacer una obra tan importante como ésta.
Los Hermanos se crecieron un poco. Grandes magos. Ellos eran grandes magos. Y tanto.
—Pero en pocas horas todo habrá terminado, y estoy seguro de que el rey nos recompensará generosamente. Nos aguarda un futuro glorioso.
Aquello solía funcionar. Pero esta vez no parecía suficiente.
—Pero el dragón… —empezó el Hermano Vigilatorre.
—¡No habrá ningún dragón! ¡No lo necesitamos para nada! Mira —dijo el Gran Maestro Supremo—, todo es muy sencillo. El chico traerá una espada maravillosa. Todo el mundo sabe que los reyes tienen espadas maravillosas.
—¿Será esa espada maravillosa de la que nos has estado hablando? —lo interrumpió el Hermano Revocador.
—En cuanto toque al dragón —le aseguró el Gran Maestro Supremo—, ¡la bestia... pumba!
— Sí, es lo que suele pasar —asintió el Hermano Portero—. Una vez, mi tío dio una patada a un dragón de pantano. Se lo encontró mordisqueando sus calabazas. El maldito bicho casi le voló las piernas.
El Gran Maestro Supremo suspiró. Unas cuantas horas más, sí, y se acabaría todo aquello. Lo único que no había decidido era si los dejaría por su cuenta y riesgo (al fin y al cabo, ¿quién iba a creer lo que dijeran?) o si enviaría a la Guardia a arrestarlos por ser irremediablemente imbéciles.
—No —dijo con paciencia—. Quiero decir que el dragón desaparecerá. Lo enviaremos de vuelta a su lugar. Se acabará el dragón.
—¿No sospechará nada la gente? —preguntó el Hermano Revocador—. ¿No esperarán ver trocitos de dragón por todas partes?
—No —replicó el Gran Maestro Supremo, triunfal—. ¡Porque un solo golpe de la Espada de la Verdad y la Justicia destruirá por completo al Engendro del Mal!
Los Hermanos lo miraron.
—Bueno, eso es lo que creerá la gente —añadió—. También podemos crear un poco de humo místico para ese momento.
—Claro, el humo místico está tirado —asintió el Hermano Dedos.
—Entonces, ¿no habrá trocitos? —quiso saber el Hermano Revocador, algo decepcionado.
El Hermano Vigilatorre carraspeó.
—No sé si la gente se lo creerá —dijo—. Me parece demasiado limpio.
—Escuchad —rugió el Gran Maestro Supremo—, ¡aceptarán lo que sea! ¡Lo verán con sus propios ojos! ¡La gente estará tan deseosa de que el chico venza al dragón, que ni siquiera lo pensarán dos veces! ¡Podéis estar seguros! Ahora… empecemos…
Se concentró.
Sí, era más fácil. Cada vez era más fácil. Podía sentir las escamas, la rabia del dragón cuando llegó al lugar a donde fueron los dragones y empezó a controlarlo.
Aquello era poder. Y le pertenecía.
—Aay —gimió el sargento Colon.
—No sea blandengue —replicó lady Ramkin alegremente, aplicando las vendas con las manos hábiles de muchas generaciones de señoras Ramkin—. Si casi no le ha tocado.
—Además, el pobre lo lamenta mucho —añadió Zanahoria—. Venga, dile al sargento cuánto lo sientes. Díselo.
—Oook —dijo el bibliotecario, contrito.
—¡No dejéis que me dé un beso! —aulló Colon.
—¿Crees que coger a alguien por los tobillos y golpearle repetidamente la cabeza contra el suelo es una violación de la regla sobre Agresiones a un Oficial Superior? —quiso saber Zanahoria.
—Yo, personalmente, no pienso presentar cargos —se apresuró a aclarar el sargento.
—¿Podemos continuar? —preguntó Vimes, impaciente—. Queremos saber si Errol puede olfatear algún rastro y llevarnos hasta la madriguera del dragón. Lady Ramkin dice que vale la pena intentarlo.
—¿Se refiere a que, para atrapar a un ladrón, cava un agujero bien hondo y pone en el fondo estacas afiladas, minas explosivas, cuchillas giradoras propulsadas por agua, cristales rotos y escorpiones, capitán? —titubeó el sargento—. ¡Aay!
—Sí, no nos interesa que desaparezca el rastro. Deje de ser crío, sargento.
—Perdone el atrevimiento, señora, pero me gustaría felicitarla por la excelente idea de utilizar a Errol —dijo Nobby mientras el sargento se ponía colorado bajo las vendas.