¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Lo que debéis preguntaros a vosotros mismos es: ¿Me acompaña hoy la suerte?

Todos retrocedieron ante su avance.

—¿No respondéis nada? —insistió—. ¿Os acompaña hoy la suerte?

Durante unos instantes, lo único que se oyó fue el ruido del estómago de lord Montealegre Colmilloveloz Invernocuarento IV, el ominoso ronroneo del combustible acumulándose en las recámaras ígneas.

—Oye, mira, eh… —tartamudeó el jefe, sin poder despegar la vista de la cabeza del dragón—. No hay necesidad de que nos pongamos tan…

—La verdad es que es posible que él decida lanzar llamas por su cuenta —siguió Vimes—. A veces no pueden evitarlo, sobre todo si se les acumulan dentro. Y eso sucede cuando están nerviosos. Tengo la sensación de que los habéis puesto muy nerviosos.

El dirigente de la turba hizo lo que esperaba fuera un gesto vagamente conciliador. Por desgracia, lo hizo con la mano con la que sostenía un cuchillo.

—Suelta eso —le advirtió Vimes—, o no lo contarás.

El cuchillo se estrelló contra las losas. Se oyeron pasos apresurados en las últimas filas, y de repente un buen número de hombres estaban metafóricamente lejos y no sabían nada de aquello.

—Pero antes de que los demás buenos ciudadanos se dispersen tranquilamente y vuelvan a ocuparse de sus asuntos —dijo el capitán—, os sugiero que miréis bien a estos dragones. ¿Os parece que alguno de ellos mide veinte metros de largo? ¿Creéis que tienen treinta metros de envergadura de alas? ¿Qué grado de temperatura debe de alcanzar su fuego?

—No sé —respondió el jefe.

Vimes alzó ligeramente la cabeza del dragón. El jefe cerró los ojos.

—No sé, señor —se corrigió.

—¿Queréis averiguarlo?

El jefe sacudió la cabeza. Pese al miedo, encontró de nuevo la voz.

—¿Quién eres tú? —preguntó.

Vimes se irguió.

—El capitán Vimes, de la Guardia de la Ciudad —dijo.

La afirmación fue acogida con un silencio casi absoluto. La única excepción fue la voz alegre, al fondo de la multitud, que dijo:

—De la Guardia Nocturna, ¿no?

Vimes miró hacia abajo, más allá de su camisa de dormir. Con las prisas por salir del lecho de enfermo, se había puesto apresuradamente un par de zapatillas de lady Ramkin. Por primera vez, se dio cuenta de que estaban adornadas con pompones rosas.

Y ése fue el momento que lord Montealegre Colmilloveloz Invernocuarento IV eligió para eructar.

No fue una llamarada rugiente. Fue, sencillamente, una bolita de fuego casi invisible que pasó entre la multitud y chamuscó unas cuantas cejas. Pero, desde luego, causó una gran impresión.

Vimes se recuperó de maravilla. Nadie se dio cuenta del breve momento de terror que acababa de vivir.

—Y eso ha sido sólo para llamaros la atención —dijo con cara de póquer—. La próxima vez, apuntaré más abajo.

—Eh… —tartamudeó el jefe—, cómo no. No hay problema. La verdad es que ya nos marchábamos. Aquí no hay dragones grandes, desde luego. Lamentamos haberos molestado.

—Ah, no, ni hablar —lo interrumpió lady Ramkin, con voz triunfal—. ¡No os vais a largar tan fácilmente!

Extendió la mano hacia un estante y sacó una caja de latón. Tenía una ranura en la tapa, y tintineaba. En uno de los lados se leía Refugio para dragones enfermos.

La primera ronda dio como fruto cuatro dólares y treinta y un peniques. Cuando el capitán Vimes apuntó de nuevo con el dragón, aparecieron como por arte de magia veinticinco dólares y dieciséis peniques más. Luego, la turba huyó.

—Al menos, hemos salido ganando algo —dijo el oficial, cuando volvieron a estar solos.

—¡Ha sido usted muy valiente!

—Esperemos que esto no se repita —replicó Vimes, devolviendo suavemente al agotado dragoncito a su jaula.

Se sentía curiosamente optimista.

Una vez más, fue consciente de que unos ojos lo miraban fijamente. Se dio la vuelta y vio la cabeza alargada y puntiaguda de Buenmuchacho Hatajo Plumapiedra. No hay mejor descripción para su postura que la de «último cachorrito en la tienda».

Para su asombro, se descubrió a sí mismo rascándolo entre las orejas, o al menos entre las cosas puntiagudas que tenía a los lados de la cabeza y que debían de hacer las funciones de orejas. La respuesta del animal fue un extraño ruido que parecía como si se hubiera atascado una cañería. Vimes apartó la mano apresuradamente.

—No pasa nada —dijo lady Ramkin—. Es que le está gruñendo el estómago. Eso significa que usted le gusta.

Para más asombro, Vimes se sintió encantado ante la idea. Que él recordara, ningún animal lo había considerado digno de un eructo.

—Creí entender que se iba a…, ejem…, a deshacer de él —dijo.

—Supongo que tendré que hacerlo —suspiró la dama—. Pero ya sabe, es muy difícil. Te miran con esos ojos tan grandes, tan sentidos…

Hubo un breve silencio incómodo.

—¿Sería posible que yo…?

—¿No querría usted por casualidad…?

Ambos se detuvieron.

—Es lo menos que puedo hacer —dijo lady Ramkin.

—¡Pero si ya nos ha proporcionado cuarteles nuevos y todo!

—Eso era mi deber de ciudadana. Por favor, acepte a Buenmuchacho, como…, como regalo de amiga.

Vimes tuvo la sensación de que lo estaban haciendo caminar por un tablón al borde de un abismo.

—Ni siquiera sé qué comen —dijo.

—La verdad es que son omnívoros. Comen de todo, excepto metal y rocas ígneas. Cuando uno vive en los pantanos, no puede ser muy selectivo con lo que se lleva a la boca.

—Pero ¿no hará falta que lo saque a pasear? O a volar, como sea.

—En realidad, se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo. —Lady Ramkin rascó la fea cabeza escamosa del bichejo—. Le garantizo que es el dragón más tranquilo que he criado.

—¿Y qué hay de…? Ya sabe…

Señaló el rastrillo para recoger excrementos.

—Bueno, es sobre todo gas. Lo único que tiene que hacer es mantenerlo en un lugar bien ventilado. No tendrá alfombras valiosas, ¿verdad? Es mejor que no permita que le dé lametones en la cara, pero puede enseñarlo a controlar la llama. Le será muy útil para encender la chimenea.

Buenmuchacho Hatajo Plumapiedra se revolcó, en medio de un estruendo de cañerías atascadas.

Tienen ocho estómagos, recordó Vimes; los dibujos del libro habían sido muy detallados. Y ahí dentro hay montones de cosas que parecen destilerías en el laboratorio de un químico loco.

Ningún dragón de pantano podría aterrorizar un reino, excepto por accidente. Vimes se preguntó cuántos valientes héroes habrían dado muerte a los pobres animales. Era una crueldad hacer algo así a unas criaturas cuyo único crimen era explotar distraídamente, y a los dragones les gustaba menos que a nadie. Sólo con pensarlo, se ponía furioso. Los pobres dragones habían nacido para perder. Vivían deprisa, morían en mil pedazos. Omnívoros o no, tenían que pasarse la vida agitando apologéticamente las alas por un mundo que no los comprendía, temerosos siempre de su propio sistema digestivo. Seguramente, la familia aún no había acabado de superar la explosión del padre, cuando algún imbécil metido en una armadura llegaba al pantano para clavar su espada en una bolsa de entrañas que, encima, ya estaba a punto de autodestruirse sola.

Ja. Ya le habría gustado ver a los temibles matadores de dragones del pasado enfrentados al dragón grande. ¿Armaduras? Mejor no usarlas. Al fin y al cabo, el resultado iba a ser el mismo, y por lo menos tus cenizas no estarían preenvasadas en la lata.

Contempló fijamente a la deforme criatura, y la idea que se había ido forjando en su mente durante los últimos minutos consiguió entrar por fin. En Ankh-Morpork, todo el mundo quería encontrar la madriguera del dragón. Al menos, querían encontrarla sin su ocupante. El sistema del trozo de madera no funcionaría, de eso estaba seguro. Pero, como decía el refrán, para atrapar a un ladrón…[16]

—¿Puede un dragón encontrar a otro? —preguntó—. Ya sabe, seguir el olor del rastro, o algo así.

Queridísima madre [escribió Zanahoria]: para que hablen de los cambios de la suerte. Anoche el dragón quemó nuestros cuarteles y mira por dónde ahora tenemos unos mejores, que están en un lugar que se llama Pseudópolis Yard, enfrente del Edificio de la Ópera. El sargento Colon dice que hemos Ascendido en la Vida, y también le dice a Nobby que no se le ocurra vender los muebles. Ascender en la Vida es una metáfora, que son cosas que estoy aprendiendo, como Mentir pero más decorativas. Hay alfombras adecuadas donde escupir. Hoy dos grupos han intentado buscar dragones en los sótanos, es increíble. Van por ahí cavando en los retretes de la gente y buscando en los desvanes, es como una Fiebre. La gente ya no va ni a trabajar y el sargento Colon dice que a ver con qué cara hacemos la Ronda y gritamos Las Doce en Punto y Sereno cuando hay un dragón por ahí fundiendo la ciudad.

Me he ido de casa de la señora Palma porque aquí hay docenas de camas. Me dio mucha pena y me hicieron un pastel de despedida, pero creo que es lo mejor, aunque la señora Palma nunca me cobró el alquiler, muy amable por su parte considerando que tiene tantas hijas guapas y tiene que ahorrar para sus dotes y esas cosas.

También me he hecho amigo de ese simio que viene por aquí a menudo a ver si hemos encontrado ya su libro. Nobby dice que es un saco de pulgas pero eso es porque le ganó dieciocho dólares jugando al Seisillo, que es un juego de azar con cartas, pero yo no juego y ya he hablado a Nobby del Acta de Regulación del Juego, y él me ha dicho que me vaya a Tomar por Culo, cosa que creo que es una violación del Decreto de Comportamiento Ético en Público (1389), pero he decidido usar mi Discreción.

El capitán Vimes está enfermo y lo está cuidando una Dama. Nobby dice que es una Excéntrica pero el sargento Colon cree que es porque vive en una casa grande con muchos dragones pero que tiene una fortuna y que ya era hora de que el capitán dejara de poner los pies en la mesa. No entiendo qué tiene que ver el mobiliario con esto. Esta mañana he ido a dar un paseo con Reet y le he enseñado muchas muestras interesantes de arte en metal que se pueden encontrar en la ciudad. Ella dice que soy diferente de los demás. Tu hijo que te quiere, Zanahoria. XXX.

P.D. Si ves a Minty salúdala de mi parte.

Dobló el papel con cuidado y lo metió dentro de un sobre.

—Se está poniendo el sol —señaló el sargento Colon.

Zanahoria alzó la vista de su sello de cera.

—Eso quiere decir que pronto será de noche —siguió Colon, con exactitud.

—Sí, sargento.

El sargento se pasó un dedo por el cuello. Tenía la piel impresionantemente rosada, resultado de haberse pasado la mañana frotándosela. Aun así, la gente se seguía manteniendo a una distancia respetable.

Algunas personas han nacido para mandar. Otras personas llegan a mandar. Y a otras, el mando les cae encima. El sargento se encontraba ahora en esta última categoría, y no le hacía la menor gracia.

Sabía que, en cualquier momento, tendría que anunciar que ya era hora de salir de patrulla. Y él no quería salir de patrulla. Lo que quería era encontrar un bonito subsolano en cualquier parte. Pero Nobbless Oblig… si estaba al mando, tenía que hacerlo.

Lo que le preocupaba no era la soledad del mando. El problema era el ser-frito-vivo del mando.

Además, estaba seguro de que, a menos que descubrieran pronto algo relativo al dragón, el patricio no estaría contento. Y cuando el patricio estaba descontento, se volvía muy democrático. Buscaba maneras complicadas y dolorosas de compartir todo lo posible su descontento. En opinión del sargento, la responsabilidad era algo terrible. Y ser torturado también era algo terrible. Desde su punto de vista, ambos hechos se acercaban a un punto en común a toda velocidad.

Así que se sintió terriblemente aliviado cuando un pequeño carruaje se detuvo ante el Yard. Era muy viejo y destartalado. Había un escudo de armas casi invisible ya en la puerta. En cambio, en la parte trasera, el cartel estaba casi recién pintado: Relincha si amas a los dragones.

El capitán Vimes se apeó del carruaje, no sin esfuerzo. Lo siguió la mujer a la que el sargento llamaba Sybil Ramkin la Loca. Y por último, saltando obediente atado a su correa, venía un pequeño…

El sargento se puso demasiado nervioso como para caer en la cuenta de su tamaño real.

—¡Que me aspen! —exclamó—. ¡Lo ha atrapado, capitán!

Nobby alzó la vista por encima de la mesa, en el rincón donde seguía tercamente sin querer comprender que es casi imposible jugar a algo que requiera ir de farol contra un adversario que no deja de sonreír. El bibliotecario aprovechó la distracción para servirse un par de cartas de la parte de abajo del mazo.

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