Apartó la vista de las ilustraciones, dibujadas trabajosamente. Hay un límite para el número de entrañas que uno puede ver sin que lo afecten.
Alguien llamó a la puerta.
—¡Eh! ¿Está usted visible?
Lady Ramkin entró con una alegre sonrisa de oreja a oreja.
—Eh…
—Le he traído algo nutritivo.
Sin saber muy bien por qué, Vimes imaginó que sería sopa. Pero no, se trataba de un plato lleno hasta los topes de beicon, patatas y huevos fritos. Casi pudo oír los gritos de espanto de sus arterias al contemplarlo.
—También he preparado un budín —añadió lady Ramkin—. La verdad, no suelo cocinar tanto para mí sola. Ya sabe, una acaba comiendo cualquier cosa.
Vimes pensó en las cosas que solía comer él en su habitación. La carne siempre era gris, y tenía misteriosos tubitos.
—Eh… —repitió. No estaba acostumbrado a hablar con las mujeres desde dentro de sus camas—. El cabo Nobby me ha dicho que usted…
—¡Qué hombre tan pintoresco, ese Nobby! —asintió lady Ramkin.
Vimes no estaba muy seguro de poder soportar aquello.
—¿Pintoresco? —inquirió débilmente.
—Todo un personaje. Hemos congeniado de maravilla.
—¿Si?
—Oh, y tanto. Cuenta unas anécdotas graciosísimas.
—Sí, eso es cierto. Se sabe muchas.
A Vimes nunca dejaba de sorprenderle lo bien que se llevaba Nobby con casi todo el mundo. Supuso que tenía algo que ver con eso del común denominador. En el mundo de las matemáticas, no podía haber un denominador más común que Nobby.
—Eh… —empezó por tercera vez, sin poder abandonar tan peculiar conversación—, ¿no le parece que usa un lenguaje un poco…, eh…, fuerte?
—Popular —lo corrigió alegremente lady Ramkin—. Tendría que haber oído a mi padre cuando se enfadaba. En cualquier caso, hemos descubierto que tenemos muchas cosas en común. Es una coincidencia increíble, pero mi abuelo una vez hizo azotar a su abuelo por hurto.
Eso los convertía prácticamente en miembros de la misma familia, pensó Vimes. Otra ráfaga de dolor en el costado magullado le hizo cerrar los ojos.
—Tiene unas cuantas contusiones, y probablemente un par de costillas rotas —dijo la dama—. Si se da la vuelta, le pondré un poco más de esto.
Exhibió un tarro de ungüento amarillo. El rostro de Vimes reflejó el pánico. Instintivamente, se tapó con las sábanas hasta el cuello.
—No sea crío, capitán —bufó ella—. No voy a ver nada que no haya visto antes. Todos los traseros son iguales. Lo que pasa es que los que yo veo a menudo suelen tener colas y escamas. Venga, dése la vuelta y súbase la camisa. Era de mi abuelo, ¿sabe?
No había manera de desobedecer a aquel tono de voz. Vimes pensó exigir que entrara Nobby para hacer de carabina, pero luego decidió que eso sería aún peor.
La crema quemaba como el hielo.
—¿De qué es eso?
—De un montón de cosas. Aliviará el dolor de las contusiones y ayudará a que nazcan escamas sanas.
—¿Qué?
—Lo siento. Probablemente no sean escamas. No ponga esa cara de miedo, estoy casi segura. Bueno, ya está.
Le dio una palmadita en el trasero.
—Señora, soy el capitán de la Guardia Nocturna —dijo Vimes, aun sabiendo que era una soberana estupidez.
—Y está medio desnudo en la cama de una dama —replicó lady Ramkin, inamovible—. Ahora, siéntese y tómese el té. Tenemos que hacer que se ponga fuerte.
Los ojos de Vimes se llenaron de terror.
—¿Por qué? —quiso saber.
Lady Ramkin buscó en el bolsillo de su ajada chaqueta de trabajo.
—Anoche tomé unas cuantas notas sobre el dragón —dijo.
—Ah, el dragón.
Vimes se relajó un poco. En aquel momento, el dragón le parecía una perspectiva menos mala.
—Y también investigué un poco. Le diré una cosa, es una bestia muy extraña. No debería haber podido remontar el vuelo.
—En eso tiene razón.
—Si su constitución es como la de los dragones de pantano, debía de pesar unas veinte toneladas. ¡Veinte toneladas! Es imposible. Todo se reduce a una correlación entre peso y envergadura de alas, no sé si me entiende.
—Lo vi bajar en picado desde la torre.
—Ya lo sé. Por lógica, se le deberían de haber desgarrado las alas, todo lo que teóricamente podría quedar de él es un gran agujero en el suelo —insistió lady Ramkin con firmeza—. Uno no se puede tomar a risa la aerodinámica. Una cosa grande no puede hacer lo mismo que una pequeña, y quedarse tan ancha. Es cuestión de potencia muscular y superficies de resistencia al viento.
—Ya sabía yo que algo andaba mal —se animó Vimes—. Y también lo de las llamas. No hay nada que pueda ir por ahí con tanto calor dentro. ¿Cómo se las arreglan los dragones de pantano?
—Ah, es una cuestión química —respondió lady Ramkin, sin darle importancia—. De los alimentos que ingieren, destilan una sustancia inflamable, y la llama se enciende al salir por los conductos. Nunca tienen fuego dentro, a menos que padezcan de retroceso.
—Y si padecen de eso, ¿qué sucede?
—Que hay que limpiar trocitos de dragón de todas partes —explicó lady Ramkin, alegremente—. Me temo que los dragones no están muy bien diseñados.
Vimes escuchó.
Era imposible que hubieran sobrevivido, sólo lo lograron gracias a que sus lugares de nacimiento eran aislados y había pocos depredadores. No es que los dragones fueran muy alimenticios, claro: una vez se eliminaba la piel y los enormes músculos que usaban para volar, lo que quedaba debía de ser como morder una fábrica de productos químicos mal procesados. No era de extrañar que los dragones estuvieran siempre enfermos. La necesidad de producir combustible hacía que tuvieran problemas estomacales. Dedicaban la mayor parte del cerebro a controlar las complejidades del sistema digestivo, capaces de producir elementos inflamables a partir de los ingredientes más imposibles. Incluso podían redistribuir sus conductos internos, en el lapso de una noche, para llevar a cabo los procesos más difíciles. Vivían al borde de un abismo químico. Un hipido fuera de lugar, y eran geografía.
Y cuando se trataba de elegir lugares para la puesta de huevos, las hembras tenían tanto sentido común e instinto maternal como un ladrillo.
Vimes se preguntó por qué estaría tan preocupada la gente con los dragones en los viejos tiempos. Si por casualidad había alguno en una cueva cercana, lo único que tenías que hacer era esperar hasta que se autoincendiara, explotara o muriera de indigestión aguda.
—Los ha estudiado a fondo, ¿verdad? —señaló.
—Alguien tenía que hacerlo.
—Pero ¿qué sabe de los grandes?
—Dioses, sí. Son un gran misterio, ¿sabe? —asintió la dama, repentinamente seria.
—Sí, ya lo dijo.
—Son criaturas de leyenda. Al parecer, una subespecie de dragones empezó a crecer, y a crecer, y luego… sencillamente, desaparecieron.
—¿Quiere decir que murieron?
—No. De cuando en cuando volvían a aparecer, sin que se supiera de dónde venían. Llenos de vida y vigor. Pero, de pronto, dejaron de volver. —Dirigió a Vimes una mirada triunfal—. Creo que encontraron un lugar donde podían ser de verdad.
—¿Ser qué?
—Dragones. Donde podían cumplir todo su potencial. Otra dimensión, o algo por el estilo. Donde la gravedad no fuera tan fuerte, y esas cosas.
—Eso pensé yo cuando lo vi —asintió Vimes—. No puede haber algo que vuele y tenga escamas, y sea de ese tamaño.
Se miraron.
—Tenemos que encontrar su madriguera —dijo lady Ramkin.
—Ningún maldito bicho pegará fuego a mi ciudad —replicó Vimes.
—Imagine qué gran contribución al estudio de los dragones.
—Si alguien pega fuego a esta ciudad, seré yo.
—Es una oportunidad increíble. Hay tantas preguntas…
—En eso tiene razón. —Le vino a la cabeza una de las frases de Zanahoria—. Puede ayudarnos en nuestras investigaciones —sugirió.
—Pero eso será por la mañana —replicó lady Ramkin con firmeza.
La mirada decidida de Vimes se suavizó.
—Yo dormiré abajo, en la cocina —siguió la dama alegremente—. Siempre tengo allí un catre preparado en temporada de puesta. Algunas hembras pueden necesitar ayuda. No se preocupe por mí.
—Es usted muy amable —murmuró el capitán.
—He enviado a Nobby a la ciudad, para que ayude a los otros a organizar su cuartel.
Vimes se había olvidado por completo de la Casa de la Guardia.
—Debe de haber sufrido daños importantes —aventuró.
—Destruido por completo —le corrigió la dama—. No queda más que un charco de piedra fundida. Así que les voy a dejar un local en Pseudópolis Yard.
—¿Cómo dice?
—Oh, mi padre tenía inmuebles por toda la ciudad —dijo—. La verdad es que a mí no me sirven para nada, así que le dije a mi gestor que entregara al sargento Colon las llaves de la casa vieja de Pseudópolis Yard. No estará nada mal que se ventile un poco.
—Pero esa zona…, quiero decir, las calles están pavimentadas de verdad…, el alquiler… O sea, no creo que lord Vetinari quiera…
—No se preocupe por eso —replicó, dándole una palmadita amistosa—. Venga, ahora tiene que dormir un poco.
Vimes se tendió de nuevo, con el cerebro funcionando a toda velocidad. Pseudópolis Yard estaba en el lado Ankh del río, en uno de los mejores barrios de la ciudad. Allí, el espectáculo de Nobby o el sargento Colon paseando por aquellas calles a plena luz del día tendría el mismo efecto que la inauguración de un hospital para leprosos.
Se sumió en un duermevela, y soñó con gigantescos dragones que lo perseguían esgrimiendo frascos de ungüento.
Y se despertó con los gritos de una turba.
Lady Ramkin erguida en toda su estatura no era una visión que se pudiera olvidar, aunque uno querría intentarlo. Era como ver la deriva continental pero al revés, mientras varios subcontinentes e islas se reunificaban para formar una gigantesca y furiosa protomujer.
La puerta rota del cobertizo de los dragones colgaba de sus bisagras. Los inquilinos, tan tensos ya como un arpa con anfetaminas, se estaban volviendo locos. Pequeñas llamaradas se estrellaban contra las chapas metálicas, y los animalitos se revolvían en sus jaulas.
—¿Qué significa esto? —rugió la dama.
Si alguna vez los Ramkin habían sido dados a la introspección, tenía que reconocer que no era una frase muy original. Pero sí útil. Funcionaba. La razón de que las frases hechas se conviertan en frases hechas, es que son los martillos y destornilladores en la caja de herramientas de la comunicación.
La turba se arremolinó contra la puerta rota. Algunos hombres blandían instrumentos afilados, con el movimiento típico de los que no pretenden nada bueno.
—Demonios —gruñó el que los guiaba—, ahí dentro hay dragones.
Se oyó un coro de murmullos de asentimiento.
—¿Y qué? —bufó lady Ramkin.
—Demonios. Ha estado quemando la ciudad. Y no vuelan mucho. Usted tiene dragones aquí dentro. Puede que haya sido uno de ellos.
—Eso.
—Claro.
—QED[15].
—Así que nos los vamos a cargar a todos.
—Eso.
—Claro.
—Pro bono publico.
El pecho de lady Ramkin subía y bajaba como un pistón. Extendió el brazo y agarró la horca de granja colgada de un gancho, en la pared.
—Os lo advierto, un paso más y lo lamentaréis —dijo.
El jefe miró a los dragones frenéticos, tras ella.
—¿Sí? —replicó, burlón—. ¿Qué piensa hacernos, eh?
La mujer abrió y cerró la boca un par de veces.
—¡Llamaré a la Guardia! —dijo al final.
La amenaza no surtió el efecto que había esperado. Lady Ramkin nunca había prestado demasiada atención a los aspectos de la ciudad que no tenían escamas.
—Vaya, qué miedo —gimoteó el jefe—. No sabe cuánto nos preocupa eso. Mire, me están temblando las rodillas. —Se sacó un machete que llevaba colgado del cinturón—. Y ahora, señora, apártese, porque…
Una llamarada de fuego verde surgió por la parte trasera del cobertizo, pasó por encima de las cabezas de los hombres allí reunidos, y dibujó una marca chamuscada en la madera sobre la puerta.
Entonces, sonó una voz que era un puro ronroneo de amenaza de muerte.
—Éste es lord Montealegre Colmilloveloz Invernocuarento IV, el dragón más fogoso de la ciudad. Os puede achicharrar las cabezas hasta el cráneo.
El capitán Vimes salió cojeando de entre las sombras.
Llevaba firmemente sujeto bajo un brazo a un dragoncito dorado, muerto de miedo. Con la otra mano lo sujetaba por la cola.
Los hombres lo miraron, hipnotizados.
—Ya sé lo que estáis pensando —siguió Vimes con voz amable—. Os preguntaréis si, después de tantas emociones, aún le queda fuego suficiente. Pues la verdad, yo tampoco estoy muy seguro…
Se inclinó hacia adelante y los miró por entre las orejas del dragón. Su voz era como una navaja afilada.