¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Disculpa, ¿has dicho Hermanos Esclarecidos? El Gran Maestro Supremo clavó la vista en la solitaria figura que levantaba la mano.

—Sí, los Hermanos Esclarecidos, guardianes del sagrado conocimiento desde tiempos inmemoriales…

—Desde febrero —aportó el Hermano Portero, siempre dispuesto a cooperar.

El Gran Maestro Supremo tenía la sensación de que el Hermano Portero nunca acababa de entrar en el espíritu del asunto.

—Lo siento. Lo siento. Lo siento —dijo la figura, preocupada—. Me equivoqué de sociedad. Cuánto lo siento. Debí de equivocarme de callejón. Ya me voy, si me disculpáis, perdonad…

—Sus lipasas clavadas en una estaca —repitió el Gran Maestro Supremo, alzando la voz para hacerse oír por encima del estruendo que armaba el Hermano Portero tratando de abrir el temible portal atrancado—. ¿Estamos ya? ¿Hay algún otro ignorante que se haya equivocado de fiesta? —añadió con cierto sarcasmo—. Bien. Estupendo. Supongo que será mucho pedir que alguien me informe de si las Cuatro Torres de Vigilancia están cerradas. Ah, perfecto. ¿Y el Pantalón de Santidad alguien se ha molestado en confesarlo? Ah, tú. ¿Bien? Lo comprobaré, si no te importa… Vale. ¿Están todas las ventanas cerradas con los Cordones Rojos del Intelecto, como ordenan las antiguas leyes? Bien. Ahora, a lo mejor podemos seguir.

Con el ceño ligeramente fruncido de quien acaba de pasar un dedo por el estante más alto de su nuera, y contra todo pronóstico ha descubierto que está inmaculadamente limpio, el Gran Maestro prosiguió.

Qué pandilla, pensó. Vaya puñado de incompetentes, en otra sociedad secreta no los tocarían ni con un Cetro de Autoridad de tres metros de largo. Son de los que se dislocan los dedos hasta con el apretón de manos secreto más sencillo.

Pero, pese a todo, son unos incompetentes con posibilidades. Que las otras sociedades se queden con los hábiles, los esperanzados, los ambiciosos, los inteligentes, Él prefería a los inútiles resentidos, los que estaban llenos de bilis e ira, los que sabían que podrían hacer algo grande si se les diera la oportunidad. Prefería a aquellos cuyas riadas de veneno y ansia de venganza solo estaban refrenadas por delgados muros de ineptitud y paranoia.

Y de estupidez, claro. Todos habían formulado el juramento, pero ni a uno se le había ocurrido preguntar qué era una lipasa.

—Hermanos —dijo—, esta noche tenemos que discutir asuntos de vital importancia: el buen gobierno…, no, qué digo, el futuro mismo de Ankh-Morpork está en nuestras manos.

Todos se inclinaron hacia adelante para oír mejor. El Gran Maestro Supremo sintió el cosquilleo de la vieja sensación de poder. Estaban pendientes de sus palabras. Sólo por aquella sensación gloriosa ya valía la pena vestirse con esa estúpida capa.

—¿No sabemos bien que la ciudad está bajo la zarpa de hombres corruptos, que se refocilan en sus tesoros mal ganados, mientras que hombres mejores tienen que sufrir el yugo de una esclavitud virtual?

—¡Y tanto que sí! —replicó el Hermano Portero con vehemencia, en cuanto tuvo tiempo de traducirlo mentalmente—. Sin ir más lejos, la semana pasada, en el Gremio de Panaderos, intenté decirle al Maestro Critchley que…

No fue por contacto visual, porque el Gran Maestro Supremo se había asegurado bien de que las capuchas de la Hermandad ocultaran todos los rostros para darles un aire místico, pero aun así consiguió hacer callar al Hermano Portero simplemente con un ejercicio de silencio puro, ultrajado.

—Pero no siempre fue así —continuó el Gran Maestro Supremo—. Hubo en el pasado una era dorada, cuando aquellos dignos de poder y respeto recibían su justa recompensa. Una era en la que Ankh-Morpork no era simplemente una ciudad grande, sino grandiosa. Una era caballeresca… ¿Sí, Hermano Vigilatorre?

La corpulenta figura envuelta en su capa bajó la mano.

—¿Quieres decir cuando teníamos reyes?

—Muy bien, Hermano —asintió el Gran Maestro Supremo, algo molesto ante aquella inusual muestra de inteligencia—. Una era…

—Pero eso ya se acabó hace cientos de años —insistió el Hermano Vigilatorre—. ¿No hubo una gran batalla, o algo por el estilo? Y desde entonces lo que hemos tenido han sido gobernantes como el patricio.

—Sí, muy bien, Hermano Vigilatorre.

—Lo que intento decir es que eso de los reyes ya no existe —aclaró el aludido.

—Como dice el Hermano Vigilatorre, la estirpe de…

—Me di cuenta cuando mencionaste eso de la era caballeresca.

—Más o menos, y…

—Eso es lo que pasa cuando hay reyes, que también hay caballeros —insistió alegremente el Hermano Vigilatorre—. Y torneos. Y también tenían…

En cualquier caso — lo interrumpió bruscamente el Gran Maestro Supremo—, es muy posible que la estirpe de los reyes de Ankh no esté tan extinta como hemos dado por supuesto, y que haya algún descendiente de esta estirpe aún con vida. Así parecen indicarlo mis investigaciones de antiquísimos pergaminos.

Los miró, expectante. Pero sus palabras no habían surtido el efecto que él esperaba. Probablemente habrían entendido lo de «descendiente», pensó, pero con lo de «estirpe» se me ha ido la mano.

El Hermano Vigilatorre levantó la mano de nuevo.

—¿Sí?

—¿Estás diciendo que puede haber por ahí algún heredero del trono?

—Es posible, sí.

—Claro. Es lo que suele pasar, ya se sabe —dijo el Hermano Vigilatorre con gesto de entendido—. Constantemente. Lo pone en los libros. Los llaman bastagos. Se crían en pueblos perdidos, van pasándose una espada secreta y una marca de nacimiento de generación en generación, y todo eso. Entonces, justo cuando su antiguo reino los necesita, aparecen y echan a los usurpadores que haya por ahí. Y hay regocijo general.

El Gran Maestro Supremo se quedó boquiabierto. No había esperado que fuera tan sencillo.

—Sí, muy bien —intervino una figura, que el Gran Maestro sabía que era el Hermano Revocador—. Pero ¿qué importa? Supongamos que aparece un bastago de ésos, va al patricio y le dice, «Qué tal, soy el rey de aquí, tengo la marca de nacimiento y todo eso, ya te puedes largar.» ¿Qué conseguirá? Una expectativa de vida de unos dos minutos, y eso con mucha suerte.

—Es que no te enteras —bufó el Hermano Vigilatorre—. La cosa es que el bastago tiene que llegar cuando el reino está en peligro, ¿no? Así todo el mundo se entera. Lo llevan en hombros al palacio, cura a unas cuantas personas, proclama medio día de fiesta, tira por ahí unas cuantas monedas del tesoro, y marchando.

—También tiene que casarse con una princesa —señaló el Hermano Portero—. Porque es un porquero.

Todos le miraron.

—¿Quién ha dicho nada de que sea un porquero? —bufó el Hermano Vigilatorre—.Yo no he dicho que sea un porquero. ¿Por qué va a ser un porquero, a ver?

—No le falta razón —intervino el Hermano Revocador—. El bastago típico suele ser un porquero, o un campesino. Es por el no sé qué ése, el cognito Tiene que parecer que son de origen humilde.

—Pues los orígenes humildes no tienen nada de especial —dijo un Hermano muy menudo, que parecía consistir enteramente en una túnica negra con halitosis—. Yo tengo montones de orígenes humildes. En mi familia pensábamos que los porqueros eran gente de elevada posición social.

—Pero tu familia no es de sangre real, Hermano Yonidea —dijo el Hermano Revocador.

—Pues no veo por qué no —replicó el otro, malhumorado.

—Vale, como quieras —siguió el Hermano Vigilatorre—. El caso es que, en el momento preciso, el rey de verdad se echa hacia atrás la capucha y dice «¡Aquí estoy!», y todos ven su majestad.

—¿Cómo, exactamente? —preguntó el Hermano Portero.

—… no veo por qué no voy a tener sangre de reyes — murmuraba el Hermano Yonidea—. No tiene derecho a decir que no tengo sangre de…

—¡Pues mira, porque la ven y basta! Se les nota en la cara, digo yo.

—Pero antes de eso, tiene que salvar al reino —dijo el Hermano Revocador.

—Ah, sí, claro —asintió el Hermano Vigilatorre—. Es lo más importante.

—¿Y de qué?

—… tengo tanto derecho como cualquiera a llevar sangre real…

—¿Del patricio? —sugirió el Hermano Portero.

El Hermano Vigilatorre, que de repente se había convertido en una autoridad sobre temas de la realeza, sacudió la cabeza.

—No creo que se pueda decir que el patricio sea una amenaza —respondió—. No es precisamente un tirano. Los hemos tenido bastante peores. Lo que quiero decir es que…, bueno, que no oprime.

— Pues yo me paso el tiempo oprimido —replicó el Hermano Portero—. El Maestro Critchley, mi jefe, se pasa el día oprimiéndome, me grita y todo eso. Y la mujer de la verdulería…, ésa sí que me oprime.

—Es verdad —asintió el Hermano Revocador—. Mi casero me oprime cosa mala. Se pasa el día llamando a la puerta, venga una y otra vez, por el alquiler que dice que le debo, cosa que es mentira, por supuesto. Y los vecinos de al lado me oprimen toda la noche. Les he dicho que me paso el día trabajando, y que un hombre necesita tiempo para aprender a tocar la tuba. Eso es opresión, desde luego. Me paso la vida oprimido.

—Hombre, visto así… —asintió el Hermano Vigilatorre—. La verdad es que mi cuñado es un auténtico opresor conmigo, con eso de que se ha comprado un caballo y un carro nuevos. Y yo no tengo. ¿Verdad que no es justo? Seguro que un rey no permitiría que hubiera estas opresiones, que las esposas fueran oprimiendo a la gente con que por qué no tenemos nosotros un carro nuevo como mi hermano Rodney, y todas esas cosas.

El Gran Maestro Supremo escuchaba todo con un ligero sentimiento de euforia. Era como si supiera que existen unas cosas llamadas avalanchas, pero jamás hubiera imaginado la que se iba a armar cuando tiró la bolita de nieve desde la cima de la montaña. Apenas se había visto obligado a empujarlos en la dirección adecuada.

—Me apuesto lo que sea a que un rey les diría un par de verdades a los caseros —dijo el Hermano Revocador.

—Y prohibiría que la gente tuviera carros tan ostentosos —asintió el Hermano Vigilatorre—. Y comprados con dinero robado, seguro.

—Creo —intervino el Gran Maestro Supremo, para que las cosas no se exagerasen demasiado— que un rey sabio sólo permitiría que tuvieran coches ostentosos aquellos que lo merecieran.

Hubo una pausa en la conversación, mientras los Hermanos reunidos dividían mentalmente el universo en la categoría de los merecedores y los no-merecedores, y se situaban en el lado apropiado.

—Sería justo —dijo al final el Hermano Vigilatorre—. Pero la verdad es que el Hermano Revocador tiene razón. No me imagino a un bastago presentándose aquí sólo porque el Hermano Portero cree que la dependienta de la verdulería lo mira mal. Sin ánimo de ofender.

—Y encima siempre me engaña en el peso —bufó el Hermano Portero—. Además…

—Sí, sí, sí —lo interrumpió el Gran Maestro Supremo—. Sin duda, las buenas gentes de Ankh-Morpork están bajo la garra de muchos opresores. El caso es que los reyes suelen aparecer en circunstancias un poco más especiales. Como una guerra, por ejemplo.

Las cosas iban muy bien. Sin duda, pese a toda su estupidez, alguno tendría la inteligencia necesaria como para hacer la sugerencia correcta.

—Antes había profecías antiguas, o cosas por el estilo —dijo el Hermano Revocador—. Me lo dijo mi abuelo. —Le brillaban los ojos por el esfuerzo de recordar—. «Vendrá el rey, trayendo Ley y Justicia, de su boca sólo saldrá la Verdad, para Proteger y Servir al Pueblo con su Espada.» No me miréis así, que no me lo estoy inventando.

—Bah, esa leyenda nos la sabemos todos. Para lo que sirve… —se burló el Hermano Vigilatorre—. A ver, para empezar, ¿qué hace ese tipo? ¿Llega a caballo con la Ley y la Verdad como si fueran los Cuatro Jinetes del Apocalipsis? «Hola a todos, soy el rey, y esa de ahí es la Verdad, que está dando agua al caballo.» No parece muy sensato. Naa, uno no se puede fiar de esas leyendas antiguas.

—¿Por qué no? —preguntó el Hermano Yonidea.

—Porque son legendarias. Por eso —replicó el Hermano Vigilatorre.

—Pues a mí me gustan las de princesas durmientes —intervino el Hermano Revocador—. Sólo un auténtico rey puede despertarlas.

—No seas burro —lo reprendió el Hermano Vigilatorre—. No tenemos ningún rey, así que tampoco puede haber princesas. Es de lógica.

—Claro, que en los viejos tiempos era más sencillo —dijo el Hermano Portero.

—¿Por qué?

—Lo único que tenían que hacer era matar a un dragón.

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