¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—En el grano, sargento.

El dragón emprendió el vuelo. No tomó carrerilla, ni nada por el estilo. Se limitó a elevarse sobre la torre, para después bajar en un picado, mitad caída y mitad vuelo, y desaparecer tras los edificios de la Universidad.

Vimes se descubrió esperando oír el golpe.

Y entonces el dragón volvió a aparecer, se movía como una flecha, se movía como un cometa, se movía como algo que acaba de convertir una caída de diez metros por segundo en un ascenso de diez metros por segundo. Planeó sobre los tejados, un poco por encima de las cabezas de los espectadores, de una manera tanto más horrenda por lo silenciosa. Era como si estuviera hendiendo el aire con todo cuidado.

Los guardias se lanzaron de bruces al suelo. Vimes alcanzó a ver un breve atisbo de una cabeza, vagamente equina, cuando pasó sobre ellos.

—Mierda —exclamó Nobby, incrustado contra el alero.

Vimes se aferró a la chimenea aún con más fuerza, y se incorporó.

—Estás de uniforme, cabo Nobbs —dijo con una voz que apenas temblaba.

—Lo siento, capitán. Mierda, señor.

—¿Dónde está el sargento Colon?

—Aquí abajo, señor. Agarrado a la cañería, señor.

—Oh, por todos los dioses. Ayúdame a subirlo, Zanahoria.

—Es increíble —exclamó el muchacho—. ¡Mirad eso!

Se podía deducir la posición del dragón por las andanadas de flechas que se alzaban de la ciudad, y por los gritos de los que resultaban heridos cuando volvían a caer.

—¡Y ni siquiera ha batido las alas todavía! —gritó Zanahoria, tratando de subirse a la chimenea—. ¡Mirad cómo vuela!

No tiene derecho a ser tan grande, se dijo Vimes, contemplando la gigantesca forma que sobrevolaba el río. ¡Es tan largo como una calle!

Se vio una humareda por encima de los muelles, y por un instante la criatura voló ante la luna. Entonces, por fin, batió las alas una vez, y fue como el sonido de las pieles húmedas de una manada de búfalos extendidas sobre un acantilado.

Describió un círculo cerrado, batió las alas un par de veces para cobrar velocidad, y volvió.

Cuando pasó sobre la Casa de la Guardia, escupió una columna de fuego. Las tejas no sólo se fundieron, más bien estallaron en esquirlas al rojo vivo. La chimenea explotó, y los ladrillos llovieron por toda la calle.

Las vastas alas se sacudieron en el aire mientras la criatura trazaba círculos sobre el edificio en llamas. El incendio se extendió rápidamente. A los pocos momentos, cuando no quedó más que un charco de roca fundida con algunas venillas y burbujas interesantes, el dragón volvió a remontarse con un aleteo despectivo, y se alejó sobre la ciudad.

Lady Ramkin bajó el telescopio y sacudió la cabeza lentamente.

—No es posible —susurró—. No es posible en absoluto. No debería ser capaz de hacer eso.

Volvió a levantar la lente y entrecerró los ojos, tratando de distinguir el edificio incendiado. Abajo, en sus jaulas, los dragoncitos aullaban.

Por tradición, cuando uno despierta de una inconsciencia normal y corriente, pregunta: «¿Dónde estoy?». Seguramente es parte del subconsciente colectivo o algo por el estilo.

Vimes lo preguntó.

La misma tradición ofrece un buen surtido dé segundas frases para elegir. También sugiere que el interesado compruebe que todas las partes de su cuerpo están en el mismo sitio que el día anterior.

Vimes lo comprobó.

Luego viene lo malo. Ahora que la bola de nieve de la conciencia ha empezado a rodar, se trata de averiguar si está despertando dentro de un cuerpo tirado en la calle con múltiples algo, el nombre que acompaña al adjetivo «múltiples» no importa, nunca es nada bueno, o si será un simple caso de sábanas blancas, una mano tranquilizadora y una eficaz figura de blanco que abre las cortinas. En este último caso lo peor ha pasado, lo único malo que queda por delante es té flojo, purés de verduras, breves paseos para revigorizar los músculos y posiblemente un corto romance platónico con una enfermera angelical. En el primero, quizá no haya transcurrido más que un instante, y un bastardo con un hacha se está precipitando hacia nosotros.

En este momento, viene muy bien un poco de estímulo exterior. «Todo irá bien» es una de las frases preferidas, mientras que «¿Alguien ha apuntado la matrícula?» significa que las cosas van mal. Pero cualquiera de las dos es mejor que «Vosotros dos, sujetadle las manos a la espalda».

De hecho, alguien dijo:

—Ha estado a punto de palmarla, capitán.

Las sensaciones de dolor, que habían aprovechado la inconsciencia de Vimes para salir a fumar un metafórico cigarrillo rápido, volvieron precipitadamente.

—Arrrgh —dijo Vimes.

Abrió los ojos.

Había un techo. Eso descartaba buen número de opciones desagradables, y lo tranquilizó un tanto. Su visión borrosa también había descubierto al cabo Nobbs, que no era tan tranquilizador. El cabo Nobbs no demostraba nada: uno podía estar muerto y, aun así, ver algo semejante al cabo Nobbs.

En Ankh-Morpork no había muchos hospitales. Todos los Gremios tenían sus propios sanatorios, y había unos cuantos públicos, dirigidos por extrañas organizaciones religiosas, como los Monjes Equilibradores. Pero, en términos generales, la atención médica era inexistente, y la gente se tenía que morir de una manera poco organizada, sin la ayuda de médicos. Todo el mundo daba por sentado que la existencia de medicamentos potenciaba la blandenguería, y en cualquier caso iba contra las leyes de la naturaleza.

—¿He preguntado ya que dónde estoy? —insistió Vimes débilmente.

—Sí.

—¿He recibido una respuesta?

—No sé qué lugar es éste, capitán. Pertenece a una dama de postín. Dijo que te trajéramos aquí arriba.

Aunque la mente de Vimes parecía llena de tentáculos rosados, consiguió atrapar al vuelo las dos pistas y hacerlas encajar. La combinación de «postín» y «aquí arriba» significaba algo, al igual que el extraño olor químico en la habitación, que dominaba incluso el aroma habitual y conocido de Nobby.

—No te referirás a lady Ramkin, ¿verdad? —preguntó con cautela.

—Pues puede que sí. Una tipa enorme. Anda loca por los dragones. —El rostro ratonil de Nobby se distendió en la más espantosa sonrisa que Vimes había visto—. Estás en su cama —le informó.

Vimes miró a su alrededor, sintiendo cómo le invadían las primeras oleadas de pánico. Porque, ahora que conseguía concentrarse mínimamente, captaba una cierta falta de virilidad en la habitación. Para empezar, olía ligeramente a polvos de talco.

—Espera un momento, espera un momento —dijo—. Había un dragón. Estaba sobre nosotros…

El recuerdo lo inundó y lo golpeó como un zombi con mala leche.

—¿Te encuentras bien, capitán?

… las garras extendidas, tan abiertas como los brazos de un hombre; el retumbar de las alas, más sonoro que las velas de toda una flotilla; el hedor de sólo los dioses sabían qué ácidos…

Le había pasado tan cerca que casi pudo ver las pequeñas escamas de sus patas y el brillo rojo de sus ojos. No eran simples ojos de reptiles. Eran ojos en los que uno podía ahogarse.

Y el aliento, tan ardiente que ni siquiera era fuego, sino algo casi sólido, capaz no de quemar cosas, sino de hacerlas pedazos…

Por otra parte, él estaba allí, vivo y coleando. Sentía como si le hubieran golpeado el costado izquierdo con una barra de hierro, pero estaba vivo.

—¿Qué sucedió? —quiso saber.

—Fue el joven Zanahoria —le informó Nobby—. Os cogió al sargento y a ti, y saltó del tejado justo antes de que nos alcanzara.

—Me duele el costado. Creo que me dio de refilón —le dijo Vimes.

—No, me parece que ahí es donde te golpeaste al chocar con el techo del excusado —le corrigió Nobby—. Luego caíste rodando contra el depósito de agua.

—¿Y Colon? ¿Le pasa algo?, ¿está herido?

—Herido, lo que se dice herido, no. Aterrizó sobre algo más blando. Como pesa tanto, atravesó el techo. Se pegó un buen baño en…

—¿Y qué pasó luego?

—Bueno, pues te pusimos lo mejor que pudimos, y luego todos corrimos a buscar al sargento, llamándolo a gritos. Hasta que descubrimos dónde estaba, claro, luego sólo lo llamamos a gritos. Y luego llegó esa mujer, y empezó a chillar —terminó Nobby.

—¿Te refieres a lady Ramkin? —replicó Vimes con frialdad.

Ahora las costillas le dolían en todo su esplendor.

—Sí, una tía enorme —asintió Nobby, inmutable—. ¡Madre mía, qué manera de dar órdenes a la gente! «Oh, pobre hombre, hay que llevarlo a mi casa ahora mismo.» Así que lo hicimos. Además, es el mejor lugar. En la ciudad todo el mundo va corriendo como pollos sin cabeza.

—¿Ha causado muchos destrozos?

—Bueno, cuando te quedaste noqueado, los magos le lanzaron bolas de fuego. No le hizo gracia. El único efecto visible fue que le hicieron más fuerte y más furioso. Incendió toda un ala de la Universidad.

—¿Y luego…?

—Eso es todo. Pegó fuego a unos cuantos edificios más, y luego se largó volando entre el humo.

—¿Nadie vio adónde se fue?

—Si lo vieron, no nos lo quieren decir. —Nobby se acomodó en la silla—. Es un asco que la pobre viva en una habitación así. Tiene dinero a patadas, según dice el sargento, no tiene por qué vivir en una habitación tan vulgar. ¿De qué sirve no querer ser pobre si los ricos viven en habitaciones así? Debería haber mármol por todas partes —bufó—. Además, me dijo que la llamara en cuanto te despertaras. Está dando de comer a los dragones. Qué bichejos tan raros, ¿verdad? Me extraña que le permitan tenerlos.

—¿Qué quieres decir?

—Te puedes imaginar. Que son de la misma especie que el otro, y todo eso.

Cuando Nobby salió arrastrando los pies, Vimes echó otro vistazo por la habitación. Desde luego, carecía de los panes de oro y mármoles que, según Nobby, eran propios de la gente que ha llegado a la cúspide en la vida. Todos los muebles eran viejos, y los cuadros de las paredes, aunque indudablemente valiosos, eran del tipo de cuadros que uno cuelga en el dormitorio porque no se le ocurre otro sitio donde colgarlos. Había también unas cuantas acuarelas de aficionado sobre dragones. En resumen, era el tipo de habitación cuyo propietario no la ha compartido jamás, y la ha moldeado distraídamente a su alrededor a lo largo de muchos años.

Era, desde luego, el dormitorio de una mujer, pero de una mujer que se hubiera dedicado alegremente a vivir su propia vida, pensando que eso de los romances era algo que les sucedía a otras personas.

La ropa de hogar que quedaba a la vista había sido elegida por sus sensatas cualidades de resistencia al uso, seguramente por alguna generación anterior, más que por su utilidad como artillería ligera en la guerra entre los sexos. Había frascos y botes en la cómoda, pero una cierta austeridad en sus formas sugería que las etiquetas dirían algo como «frotar en la espalda por las noches», en vez de «sólo una gota tras las orejas». Uno se podía imaginar que la ocupante de aquella habitación había dormido allí toda su vida, y que su padre la había llamado «mi nenita» hasta que la pobre tuvo cuarenta años.

Había un amplio y sensato camisón azul colgado tras la puerta. Sin necesidad de comprobarlo, Vimes supo que habría un conejito de peluche en el bolsillo.

Era, en resumen, la habitación de una mujer que nunca había esperado que la viera un hombre.

En la mesilla de noche había un montón de revistas y papeles. Sintiéndose culpable, pero haciéndolo de todos modos, Vimes echó un vistazo.

Todos hablaban de dragones. Había cartas del Comité de Exhibiciones del Club Caverna, y de la Liga de Amigos de los Lanzallamas. Había folletos y anuncios del Refugio para Dragones Enfermos («El fuego del pobre VINNY casi se había apagado tras cinco años de ser usado cruelmente para levantar pintura vieja, pero ahora…»). También vio peticiones de donativos, invitaciones a charlas y, en fin, cosas que delataban un corazón generoso en el que cabía todo el mundo, o al menos la parte del mundo que tenía alas, escamas y respiraba fuego.

Si uno dejaba que su mente se concentrara mucho en habitaciones como aquélla, podía acabar sintiéndose extrañamente triste, lleno de una compasión abstracta que le llevaría a pensar que lo mejor era acabar con la raza humana y empezar de cero, o como mínimo desde las amebas.

Además del montón de papeles, había un libro. Vimes extendió un brazo, no sin dolor, y leyó el título. Era Enfermedades de los dragones, por Sybil Deidre Olgivanna Ramkin.

Fue pasando las páginas con una mezcla de espanto y fascinación. En ellas vio otro mundo, un mundo de problemas extrañísimos. Garganta Seca. Placas en el Pulmón. Inhalación de Hollín. Tras leer unos cuantos párrafos, empezó a pensar que era sorprendente que un dragón de los pantanos viviera para contemplar un segundo amanecer. Hasta el hecho de cruzar una habitación podía considerarse un triunfo biológico.

Autore(a)s: