¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

En cuanto al muchacho… era un primo lejano, altanero y vanidoso, y estúpido en un estilo aceptablemente aristocrático. En aquellos momentos lo tenía a buen recaudo y vigilado en una granja lejana, con un buen suministro de bebida y jovencitas guapas, aunque al chico parecían interesarle mucho más los espejos.

—Supongo —aventuró el Hermano Vigilatorre— que no será el auténtico heredero del trono, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?—inquirió el Gran Maestro Supremo.

—Bueno, ya sabes cómo son estas cosas. El Destino puede hacer de las suyas. Ja, ja. Sería de risa, ¿no? Si ese chico resultara ser el verdadero rey, con todo lo que nos ha costado…

¡Ya no hay un verdadero rey! — estalló el Gran Maestro—. ¿Qué te imaginas, que hay gente que va por ahí vagando por los bosques durante cientos de años, transmitiéndose de generación en generación una espada y una marca de nacimiento? ¿Una especie de magia? —Casi escupió la palabra. Había hecho uso de la magia para sus propios fines, que seguramente justificaban los medios, pero de ahí a creer en ella, a creer que tenía una especie de fuerza moral, como la lógica, iba un abismo—. ¡Vamos, hombre, piensa por un momento! Incluso aunque quedara vivo algún miembro de la familia real, la sangre de la estirpe estaría tan diluida que miles de personas podrían aspirar al trono. Hasta… —Intentó pensar en alguien absolutamente improbable—. Hasta el Hermano Yonidea. —Miró a los Hermanos congregados—. Por cierto, no lo veo aquí esta noche.

—Sí, ha sido muy extraño —asintió el Hermano Vigilatorre, pensativo—. ¿No te has enterado?

—¿De qué?

—Cuando volvía a casa anoche, lo mordió un cocodrilo. Pobre tipejo.

—¿Qué?

— Una posibilidad entre un millón. Se había escapado de un zoológico, o algo por el estilo, y estaba en el patio trasero de su casa. —El Hermano Vigilatorre rebuscó entre los pliegues de su túnica y sacó un arrugado sobre marrón—. Estamos haciendo una colecta para comprarle unas flores, no sé si querrás…, eh…

—Pondré tres dólares, apúntamelos a cuenta —asintió el Gran Maestro Supremo.

El Hermano Vigilatorre asintió.

—Mira qué cosas, ya lo había hecho.

Unas cuantas noches más, pensó el Gran Maestro Supremo. Mañana, el pueblo estará tan desesperado que coronaría a un troll cojo con tal de que los librara del dragón. Así que tendremos un rey, y el rey tendrá un consejero, un hombre de confianza, por supuesto, y estos imbéciles podrán irse a hacer gárgaras. Se acabaron los disfraces, se acabaron los rituales.

Se acabó invocar al dragón.

Puedo dejarlo, pensó. Puedo dejarlo cuando quiera.

Alrededor del palacio del patricio, las calles estaban abarrotadas. Había un enloquecido ambiente de carnaval. Vimes recorrió con ojos de experto la multitud que se extendía ante él. Era la habitual turba de Ankh-Morpork en tiempos de crisis: la mitad de la gente estaba allí para quejarse, la cuarta parte para vigilar a esa mitad, y el resto para atracar, molestar o vender perritos calientes a los demás. Aunque también había un buen número de caras nuevas. Eran hombres sombríos, con grandes espadas y látigos colgados de los cinturones, que paseaban a zancadas entre la gente.

—Las noticias corren deprisa, ¿verdad? —señaló una voz familiar junto a su oído—. Buenos días, capitán.

Vimes contempló el sonriente rostro cadavérico de Y-Voy-A—La-Ruina Escurridizo.

—Buenos días, Ruina —asintió Vimes, ausente—. ¿Qué vendes hoy?

—Algo imprescindible, capitán.

Ruina se inclinó hacia adelante. Era el tipo de persona que podía hacer que un «buenos días» sonara como una oferta irrepetible, única en la vida. Sus ojos se movían en las órbitas, como dos roedores tratando de buscar una ruta de huida.

—Lo necesitará —siseó—. Crema antidragones. Con mi garantía personal: si resulta incinerado, le devuelvo su dinero, sin hacer preguntas.

—Si lo he comprendido bien —dijo Vimes lentamente—, lo que estás diciendo es que, si el dragón me achicharra vivo, me devuelves el dinero, ¿no?

—Sin hacer preguntas —le aseguró Y-Voy-A—La-Ruina. Destapó un frasco de llamativo ungüento verde, y lo puso bajo la nariz de Vimes—. Fabricado con más de cincuenta especias y hierbas, según una receta que sólo conocen los ancianos monjes que viven en no sé qué montaña aislada. A un dólar el frasco, y voy a la ruina. Es un servicio público —añadió generosamente.

—Hay que ver qué monjes tan eficaces, qué deprisa la han fabricado —señaló el capitán.

—Unos tipos muy listos —asintió Y-Voy-A—La-Ruina—. Debe de ser por tanta meditación y tanto yogur de yak.

—Bueno, ¿y qué está pasando aquí, Ruina? ¿Quiénes son todos esos tipos con las espadas?

—Cazadores de dragones, capitán. El patricio ha ofrecido una recompensa de cincuenta mil dólares al que le lleve la cabeza del dragón. Pero no el resto del dragón. Ese hombre no es ningún tonto.

—¿Qué?

—Como lo oye. Lo dice en los carteles que hay por todas partes.

—¡Cincuenta mil dólares!

—No es moco de pavo, ¿eh?

—Más bien moco de dragón —suspiró Vimes. Aquello traería problemas, estaba seguro—. Me sorprende que no vayas tú también a cazarlo.

—Yo estoy más bien en el sector de los servicios, capitán.

Ruina miró a ambos lados con gesto de conspiración, y luego pasó a Vimes un trozo de pergamino.

Decía así:

Escudos antidragón a 500 $

Detectores portátiles de madrigueras a 250 $

Flechas antidragón a 100 $ la unidad

Picos a 5 $ Palas a 5 $ y Sacos a 1 $

Vimes se lo devolvió.

—¿Para qué son los sacos? —quiso saber.

—Para llevar el oro.

—Ah, claro —asintió el capitán, sombrío—. Cómo no se me habrá ocurrido.

—Le diré una cosa —insistió Ruina—, le diré una cosa. Para nuestros muchachos de marrón, un diez por ciento de descuento.

—¿Y vas a la ruina, Ruina?

—¡Quince por ciento para los oficiales! —lo apremió el vendedor, mientras Vimes se alejaba.

El motivo del deje de pánico que había en su voz fue pronto evidente: tenía mucha competencia.

Los habitantes de Ankh-Morpork no eran héroes por naturaleza, pero sí vendedores por naturaleza. En el espacio de pocos metros, Vimes podría haber comprado un buen número de armas mágicas con sus correspondientes certificados de autenticidad, una capa de invisibilidad (buena idea, pensó, y le impresionó de verdad la manera en que el vendedor usaba un espejo sin cristal) y, por supuesto, galletitas en forma de dragón, globos y molinillos. Los brazaletes de cobre que espantaban a los dragones también eran un buen golpe.

Parecía haber tantos sacos y palas como espadas.

Oro. Lo importante era el oro.

¡Cincuenta mil dólares! Un oficial de la Guardia cobraba treinta dólares al mes, y de ahí tenía que pagar sus armas si se le mellaban.

Qué no podría hacer él con cincuenta mil dólares…

Vimes meditó sobre eso un momento, y luego pensó en lo que podría hacer con cincuenta mil dólares. Para empezar, eran muchas más cosas.

Casi tropezó con un grupo de hombres que se arremolinaban en torno a un cartel clavado a la pared. En él, ciertamente, se decía que la cabeza del dragón que había aterrorizado a la ciudad valdría cincuenta mil dólares para el valiente que la llevara al palacio.

Uno de los hombres que formaban un grupo, quien a juzgar por su corpulencia, armas y manera de seguir lentamente las letras con el dedo, era un héroe importante, estaba leyendo en voz alta para los demás.

—… al pa… la… ci… o —concluyó.

—Cincuenta mil —reflexionó otro, frotándose la barbilla.

—No es mucho —replicó el intelectual—. Por debajo de los precios de mercado. Debería ser la mitad del reino y la mano de su hija en matrimonio.

—Sí, pero es que no es un rey. Es un patricio.

—Bueno, pues la mitad de su patrimonio, o lo que sea. ¿Cómo es su hija?

Los cazarrecompensas reunidos no lo sabían.

—No está casado —los informó Vimes—. Y no tiene hijas.

Se volvieron y lo miraron de arriba abajo. El capitán leyó el desdén en sus ojos. Probablemente mataban a docenas como él todos los días.

—¿Ni una hija? —bufó uno—. ¿Quiere que la gente vaya por ahí matando dragones, y no tiene ni una hija?

Vimes se sintió obligado a apoyar al gobernante de la ciudad.

—Pero tiene un perrito, lo quiere mucho —sugirió.

—Vaya asco, ni una hija. ¿Y qué se puede hacer con cincuenta mil dólares hoy en día? Es lo que me gasto yo en redes.

—Y tanto —asintió otro—. La gente cree que es una fortuna, pero no se dan cuenta de que no tenemos pensión, de que corremos con todos los gastos médicos, de que necesitamos comprar y reparar el equipo…

—… ropa para las vírgenes que nos encontramos por ahí, que siempre están desnudas… —asintió otro cazador, éste gordito.

—Eso, y también…, ¿cómo has dicho?

—Es que mi especialidad son los unicornios —le explicó con una sonrisita avergonzada.

—Ah, claro. —El que había hablado en primer lugar parecía morirse por preguntar algo—. Creí que ya no quedaban.

—Casi han desaparecido, sí. Y tampoco se ven muchos unicornios.

Vimes tuvo la sensación de que era el único chiste que el hombre sabía hacer, y que lo repetía hasta la saciedad.

—Sí, claro —asintió el primero—. Son malos tiempos.

—Y los monstruos son cada vez más descarados —intervino otro.

—Las hembras son las peores —asintió uno—. Conocí a una gorgona bizca, era un espanto. La pobre lo pasaba fatal, siempre tenía la nariz convertida en piedra.

—Y siempre nos estamos jugando el pellejo —dijo el intelectual, tratando de volver a las raíces de la conversación—. Ojalá tuviera un dólar por cada caballo que me han devorado de debajo de las piernas.

—Y tanto. ¿Cincuenta mil dólares? Que se los guarde.

—Eso.

—Tacaño, el tío.

—Vamos a beber algo.

—Bien pensado.

Todos asintieron muy dignamente, y se alejaron en dirección al Tambor Remendado. Todos excepto el intelectual, que miró a Vimes.

—¿Qué clase de perro? —preguntó.

—¿Cómo?

—Que qué clase de perro.

—Un terrier pequeñito, creo —respondió Vimes.

El cazador meditó un momento.

—Naaa —dijo al final.

Se encaminó también hacia la taberna.

—¡Creo recordar que tiene una tía en Pseudópolis! —le gritó Vimes.

No obtuvo respuesta. El capitán de la Guardia se encogió de hombros y echó a andar hacia el palacio del patricio…

… donde el patricio estaba teniendo un almuerzo muy difícil.

—¡Caballeros! —exclamó—. Sinceramente, no sé qué más se puede hacer.

Los líderes civiles allí reunidos murmuraron entre ellos.

—En momentos como éste, lo tradicional es que aparezca un héroe —dijo el presidente del Gremio de Asesinos—. Un matador de dragones. ¿Y dónde está, quisiera yo saber? ¿Por qué de nuestras academias no salen jóvenes con el tipo de instrucción que requiere la sociedad?

—Cincuenta mil dólares no parece mucho —señaló el portavoz del Gremio de Ladrones.

—No te parecerá mucho a ti, amigo mío, pero la ciudad no puede permitirse el lujo de pagar más —replicó el patricio con firmeza.

—Si no se permite el lujo de pagar más, mucho me temo que no habrá ciudad —replicó el ladrón.

—¿Y qué pasa con el comercio? —intervino el representante del Gremio de Mercaderes—. No nos van a enviar barcos con manjares exóticos para que los incinere ese dragón.

—¡Caballeros! ¡Caballeros! —El patricio alzó los brazos en gesto conciliador—. Me parece —siguió, aprovechando la breve pausa— que lo que tenemos aquí es un fenómeno estrictamente mágico. Me gustaría oír la opinión de nuestro experto en la materia.

Alguien dio un codazo al archicanciller de la Universidad Invisible, que se había adormilado.

—¿Eh? ¿Qué?

—Nos preguntábamos —insistió el patricio, en voz aún más alta—, qué piensas hacer con este dragón tuyo.

El archicanciller era viejo, pero toda una vida de supervivencia en el competitivo mundo de la magia y la retorcida política en la Universidad Invisible lo habían preparado para salir con un argumento defensivo en una fracción de segundo. Si uno dejaba que ese tipo de afirmaciones ingeniosas pasaran sin respuesta, no duraba mucho tiempo como archicanciller.

—¿Mi dragón?

—Todo el mundo sabe que los grandes dragones se extinguieron —replicó el patricio con brusquedad—. Además, su hábitat era rural, siempre rural. Así que es obvio que éste debe de tener un origen mág…

—Con todo respeto, lord Vetinari —lo interrumpió el archicanciller—, se ha dicho a menudo que los dragones se extinguieron, pero las pruebas que se nos han presentado, si me permites el atrevimiento, hacen que debamos dudar de esa teoría. En cuanto a su hábitat, lo que estamos viendo es un simple cambio en las pautas de comportamiento, ocasionado por la proliferación de zonas urbanas y la progresiva degradación del campo, que ha obligado a muchas criaturas a adoptar, incluso a abrazar, una forma de vida más municipal, y a aprovechar las oportunidades que les ofrece la urbe. Sin ir más lejos, cerca del cubo de basura de mi casa siempre hay algún zorro rondando.

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