¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Abajo, otro edificio empezó a arder.

—¿Qué distancia exactamente pueden recorrer estas criaturas volando? —preguntó, cuidando de vocalizar bien, como si hablara con un niño.

—Son animales muy territoriales —respondió la dama—. Según las leyendas…

Vimes comprendió que estaba a punto de recibir otra lección sobre la ciencia draconiana.

—Una respuesta concreta, señora, por favor —se impacientó.

—La verdad, no mucho —repuso ella, algo decepcionada.

—Gracias por todo, ha sido de una gran ayuda.

Se alejó a toda velocidad.

En algún lugar de la ciudad. No había nada fuera de ella, sólo kilómetros de campos descubiertos y pantanos. El dragón vivía en algún lugar de la ciudad.

Sus sandalias volaron sobre los adoquines, calle abajo. ¡En algún lugar de la ciudad! Cosa que era completamente imposible, claro. Imposible y ridícula.

Vimes pensó que no se merecía aquello. De todas las ciudades del mundo a las que podía volar el dragón, había elegido la suya…

Para cuando llegó al río, el dragón había desaparecido. Pero una columna de humo se elevaba sobre las calles, y se habían formado varias cadenas humanas para pasar cubos con trozos del río hasta los edificios afectados[14]. El trabajo se veía considerablemente dificultado por la riada de gentes que invadía las calles, transportando sus posesiones. La mayor parte de la ciudad era de madera y paja, y nadie quería correr riesgos.

De hecho, apenas había habido daños. Sí, apenas. Cosa extraña, si uno pensaba en ello.

En los últimos días, casi a hurtadillas, Vimes había empezado a llevar una libreta de notas, y apuntó los daños, como si escribiéndolo todo pudiera comprender el caos en que se había convertido el mundo.

A saber: un cobertizo para carruajes (perteneciente a un inofensivo hombre de negocios, que ha visto arder su carro nuevo).

A saber: una pequeña verdulería (incinerada con envidiable puntería).

Vimes estaba desconcertado. Había comprado allí manzanas en un par de ocasiones, y nunca había visto nada que pudiera ofender a un dragón.

Aun así, la bestia había sido muy considerada, pensó mientras caminaba hacia la Casa de la Guardia. Cuando uno imagina la cantidad de henares, patios de madererías, cobertizos, techos de paja y tiendas de aceite, es asombroso que se las haya arreglado para aterrorizar a todo el mundo sin causar apenas daños a la ciudad.

Los rayos de sol matutino taladraban ya los jirones de humo cuando abrió la puerta. Aquello era su hogar. No la pequeña habitación sin apenas muebles encima de la cerería, en el callejón Wixon, donde dormía, sino esta antipática habitación oscura que olía a chimeneas atascadas, a la pipa del sargento Colon, al misterioso problema personal de Nobby y, últimamente, al abrillantador para armaduras de Zanahoria. Sí, era casi como un hogar.

No había nadie más en aquel momento. No se sorprendió. Subió a su despacho y se recostó en la silla, cuyo cojín habría asqueado a un perro con incontinencia, se echó el casco sobre los ojos y trató de pensar.

Por el momento, no había prisa. El dragón había desaparecido entre el humo y la confusión, tan repentinamente como había llegado. Ya llegaría, y pronto, la hora de correr. Lo importante ahora era averiguar hacia dónde correr.

Había estado en lo cierto. ¡Un ave palmípeda! Pero ¿por dónde se empieza a buscar un maldito dragón en una ciudad con un millón de habitantes?

Se dio cuenta de que su mano derecha, con voluntad propia, había abierto el último cajón, y tres de sus dedos, actuando bajo órdenes personales de su inconsciente, estaban sacando una botella. Era una de esas botellas que se vacían solas. La razón le decía que a veces era obligatorio empezar alguna, romper el sello, ver el líquido ambarino hasta el cuello… Sencillamente, no podía recordar la sensación. Era como si las botellas le llegaran siempre con un tercio de su contenido.

Miró la etiqueta. Al parecer, se trataba del Whiskey Selecto Sangre de Dragón, de la casa Jimkin Abrazodeoso. Barato y potente, con él se podían encender hogueras y limpiar cucharas. No había que beber mucho para emborracharse, justo lo que necesitaba.

Fue Nobby quien lo despertó con las noticias de que había un dragón en la ciudad, y que el sargento Colon estaba bastante afectado. Vimes se incorporó y trató de aclararse la vista mientras iba entendiendo las palabras una a una. Al parecer, el hecho de tener un lagarto que respira fuego a pocos metros de la zona posterior puede hacer que se tambalee hasta la más robusta de las constituciones. Una experiencia así puede dejar marcada a una persona para siempre.

Vimes todavía estaba digiriendo los datos cuando llegó Zanahoria, con el bibliotecario balanceándose a su lado.

—¿Lo han visto? ¿Lo han visto? —preguntó.

—Todos lo hemos visto —asintió el capitán.

—¡Pues yo lo sé todo! —anunció Zanahoria con gesto triunfal—. Alguien lo ha traído aquí por medios mágicos. Alguien ha robado un libro de la Biblioteca, ¿y a que no adivinan cómo se titula?

—Me rindo —replicó Vimes débilmente.

—¡Se titula La invocación de dragones!

— Oook —confirmó el bibliotecario.

—Ah, ¿sí? ¿Y de qué va? —preguntó el capitán.

El bibliotecario puso los ojos en blanco.

—Es sobre cómo invocar dragones. ¡Usando la magia!

—Oook.

—¡Y eso es ilegal! —terminó Zanahoria alegremente—. Llevar sueltas por la calle a fieras peligrosas, en contra de la Legislación sobre Animales Salvajes (según las leyes número…

Vimes gimió. Eso significaba que había magos de por medio. Cuando hay magos de por medio, los problemas llueven al momento.

—Supongo —suspiró—, que no habrá otro ejemplar del libro en la biblioteca, ¿verdad?

El bibliotecario sacudió la cabeza.

—Oook.

—Y no sabrás qué ponía en el libro, claro. —Vimes suspiró de nuevo—. ¿Cómo? Oh. Cuatro palabras. —Asintió, cansado—. Primera palabra. Chupar algo. No, comer. Tú comes. Ah, yo como. Cómo. Tercera palabra. Sacudes los brazos…, no, no, ya te entiendo. Me refiero a detalles un poco más concretos. ¿No sabes nada? Ya, claro. Lo imaginaba.

—¿Qué vamos a hacer ahora, señor? —preguntó Zanahoria, ansioso.

—Está ahí fuera —aseguró Nobby—. Parece que, durante las horas del día, no vuela. Debe de estar en su madriguera secreta, sobre un montón de oro, soñando con cosas de antes del amanecer de los tiempos, aguardando a que caiga el velo de la noche y una vez más pueda remontarse… —Titubeó un instante—. ¿Por qué me miráis todos de esa manera? —preguntó.

—Eso que dices es muy poético —le aseguró Zanahoria.

—Bueno, todo el mundo sabe que los dragones de antes solían dormir sobre un lecho de oro —aseguró Nobby—. Es un mito popular muy conocido.

Vimes meditó sobre el futuro inmediato.

Por canalla que pareciera la actitud de Nobby, sin duda era un buen baremo de lo que estaba pasando por la cabeza del ciudadano medio. El cabo Nobbs podía ser una especie de rata de laboratorio para predecir lo que sucedería en los días siguientes.

—Supongo que tendrás un gran interés en averiguar dónde está ese oro sobre el que duerme el dragón, claro —dijo, a modo de experimento.

Nobby parecía aún más inquieto que de costumbre.

—Bueno, capitán, la verdad es que había pensado echar un vistazo por ahí. Ya sabe. Fuera de horas de servicio —añadió con tono virtuoso.

—Oh, cielos —gimió el capitán Vimes. Cogió la botella vacía y, con mucho cuidado, volvió a guardarla en el cajón.

Los Hermanos Esclarecidos estaban nerviosos. Se habían contagiado el miedo unos a otros. Era el miedo de quien, después de haber cargado la pólvora alegremente, después de meter la bala en la recámara, había descubierto que el hecho de apretar el gatillo causaba un ruido de mil diablos, y sin duda pronto aparecería alguien dispuesto a averiguar qué era todo ese jaleo.

Pero el Gran Maestro Supremo sabía que los tenía atrapados. Ovejas y corderos, ovejas y corderos. Como no podían hacer nada mucho peor de lo que ya habían hecho, tanto les daba seguir adelante y fingir que aquello era lo que habían buscado desde el principio. Era una sensación tan, tan agradable…

Sólo el Hermano Revocador parecía satisfecho de verdad.

—Que esto sirva de lección para todas las verduleras opresoras —decía una y otra vez.

—Sí, claro… —dudó el Hermano Portero—. Pero…, bueno, supongo que no hay ninguna posibilidad de que invoquemos aquí al dragón por accidente.

—Lo tengo…, quiero decir, lo tenemos perfectamente controlado —lo tranquilizó el Gran Maestro Supremo—. El poder está en nuestras manos, os lo aseguro.

Los Hermanos se animaron un poco.

—Y ahora —siguió el Gran Maestro—, queda el pequeño asunto del rey.

Todos adoptaron una expresión solemne, excepto el Hermano Revocador.

—¿Lo hemos encontrado ya? —preguntó—. Vaya golpe de suerte.

—¿Es que nunca prestas atención, o qué? —le espetó el Hermano Vigilatorre—. Ya se explicó eso la semana pasada, no tenemos que ir a buscar a nadie. Tenemos que fabricar un rey.

—Yo creí que aparecería por su cuenta. Por eso del destino.

El Hermano Vigilatorre chasqueó la lengua, en tono burlón.

—Bueno, vamos a echarle una manita al destino.

El Gran Maestro Supremo sonrió para los adentros de su capucha. Este asunto místico era una maravilla. Les cuentas una mentira, y cuando ya no la necesitas más les cuentas otra, y les dices que están progresando en el camino de la sabiduría. Entonces, en vez de reírse, te siguen todavía más, con la esperanza de encontrar la verdad al final de todas las mentiras. Y así, poco a poco, aceptan lo inaceptable. Sorprendente.

—Vaya, qué buena idea —asintió el Hermano Portero—. ¿Y cómo se hace eso?

—Oye, el Gran Maestro Supremo ya lo explicó. Dijo que había que dar con un chaval guapo, dócil, que aceptara órdenes, y que él mataría al dragón. Así de fácil. Es mucho más sensato que esperar a que aparezca un supuesto rey.

—Pero… —El Hermano Revocador parecía preso en los tentáculos del pensamiento—. Si controlamos al dragón… porque controlamos al dragón, ¿verdad? Entonces, no hace falta que nadie lo mate, lo único que tenemos que hacer es dejar de invocarlo, y todo el mundo satisfecho, ¿verdad?

—Ah, estupendo —gruñó el Hermano Vigilatorre—. Me lo imagino perfectamente. Simplemente, salimos a la calle y decimos a la gente, «Hola, nosotros no volveremos a prender fuego a vuestras casas, qué amables somos, ¿eh?». Aquí lo único que importa es el rey, que será una especie de…, una especie de…

—Innegable símbolo romántico de autoridad absoluta —colaboró el Gran Maestro Supremo.

—Eso es —asintió el Hermano Vigilatorre—. Una autoridad absoluta.

—Ah, ya entiendo —dijo el Hermano Revocador—. Bueno, claro. Eso. Un rey.

—Exacto —asintió el Hermano Vigilatorre.

—Nadie discutirá nada a una autoridad absoluta.

—Muy cierto.

—Pues ha sido toda una suerte dar con el rey legítimo justo ahora —dijo el Hermano Revocador—. Una posibilidad entre un millón.

—No hemos dado con el rey legítimo. ¡No necesitamos para nada al rey legítimo! —insistió el Gran Maestro Supremo con tono de cansancio—. ¡Lo digo por última vez! He encontrado a un chaval que tiene buena pinta con la corona puesta, acepta órdenes y sabe blandir la espada. Ahora, si no os importa, escuchad…

Lo de blandir la espada era importante, claro. No tenía nada que ver con el hecho de saber usarla. En opinión del Gran Maestro Supremo, usar la espada no era más que el sucio asunto de la cirugía dinástica. No se trataba más que de acuchillar y cortar. En cambio, un rey tenía que blandirla. Tenía que conseguir que la luz se reflejara en el ángulo adecuado, para que a los espectadores no les cupiera la menor duda de que se trataba del Elegido del Destino. Le había costado mucho preparar la espada y el escudo. Le habían salido bastante caros. El escudo brillaba como un espejo, pero la espada…, la espada era sencillamente magnífica.

Era larga y deslumbrante. Parecía obra de uno de esos genios de la forja que sólo trabajan a la luz del amanecer y son capaces de convertir los candelabros de la abuela en algo con el filo de un bisturí. El herrero que la hubiera fabricado, sin duda se habría retirado lloroso acto seguido, seguro de que jamás en su vida volvería a conseguir semejante obra de arte. En la empuñadura había tantas piedras preciosas que la funda tenía que ser de terciopelo, y había que mirarla con gafas de sol. Sólo con el hecho de tener aquella espada en la mano, uno ya parecía un rey.

Autore(a)s: