¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Oh, no le haga caso —dijo alegremente—. Si le molesta, déle un golpecito con el cojín.

Un pequeño dragón viejo había salido de debajo de la silla y apoyaba el morro en el regazo de Vimes. Alzó hacia él unos expresivos ojos castaños, y le babeó por las rodillas algo que, por lo que sintió, era bastante corrosivo, además de apestar como una probeta de ácido.

—Le presento a Gotoso Mabelline Escamagarra I —dijo la dama—. Campeón y padre de campeones. Ya no le queda fuego, pobrecito mío. Le gusta que le rasquen la barriga.

Vimes ensayó unos cuantos movimientos bruscos para sacudirse al viejo dragón. El animal parpadeó y lo miró con dolidos ojitos reumáticos, entreabrió la boca y dejó al descubierto unos colmillos ennegrecidos por el hollín.

—Si le molesta, quíteselo de encima —insistió alegremente lady Ramkin—. Dígame qué quería saber.

—Le preguntaba qué tamaño pueden alcanzar los dragones de pantano —dijo Vimes, cambiando de postura.

Se oyó un suave gruñido.

—¿Y ha venido hasta aquí para preguntar eso? A ver…, creo recordar que Corazonalegre Escamagarra de Ankh llegó a medir tres pies y seis pulgadas de alto, de la cresta a las patas —le aseguró lady Ramkin.

—Eh…

—Aproximadamente, un metro con cinco —añadió amablemente.

—¿Nada más? —preguntó Vimes, esperanzado.

En su regazo, el viejo dragón empezó a roncar con suavidad.

—Cielos, no. En realidad, fue una monstruosidad. La mayoría de los dragones de pantano no llegan a medir más allá de dos pies.

El capitán Vimes movió los labios haciendo un cálculo rápido.

—¿Sesenta centímetros? —aventuró.

—Bien hecho. Eso los compos, claro. Las compas suelen ser un poco más pequeñas.

Vimes no tenía intención de rendirse.

—¿Un compo es un dragón macho?

—Sólo a partir de los dos años —replicó lady Ramkin, triunfal—. Hasta los ocho meses, reciben el nombre de cerillas, luego son gallos hasta los catorce meses, y después ígneos hasta…

El capitán Vimes escuchaba como en trance, comiendo el horrible pastel, mientras la oleada de información lo dominaba. Se enteró de que los machos luchaban con llamaradas, pero que en la temporada de apareamiento sólo las compas[13] respiraban fuego, por la combustión de complejos gases intestinales, para incubar los huevos, que necesitaban una temperatura increíble. En esta época, los machos se dedicaban a recolectar leña. Un grupo de dragones de pantano recibía el nombre de bandada o canallada; una hembra era capaz de poner hasta tres nidadas de cuatro huevos todos los años, muchos de los cuales se desperdiciaban cuando algún macho despistado los pisaba; supo también que los dragones de ambos sexos apenas se interesaban unos por otros (en realidad no les interesaba nada más que la leña para quemarla), excepto en una ocasión más o menos cada dos meses, cuando se volvían tan obsesivos como inspectores de hacienda.

No pudo hacer nada para impedir que lo llevara de nuevo a las instalaciones de la parte trasera, que lo vistiera de los pies a la cabeza con una armadura de cuero y planchas de acero, y que lo guiara hasta el lugar de donde habían salido los silbidos.

La temperatura era terrible, pero no tanto como el cóctel de olores. Caminó inseguro entre las hileras de monstruitos en forma de pera y ojos relampagueantes, que le fueron presentados como «Lunallena Duquesa Mazapán, que está en celo en este momento», y «Lunaniebla Escamagarra II, que ganó el Primer Premio de Pseudópolis el año pasado». Llamitas de color verde claro chisporroteaban demasiado cerca de sus rodillas.

Muchos de los compartimientos lucían lazos y certificados.

—Y éste me temo que es Buenmuchacho Hatajo Plumapiedra de Quirm —dijo lady Ramkin, incansable.

Vimes, mareado ante tanto dato, contempló por encima de la chamuscada madera la pequeña criatura acurrucada en el suelo. Se parecía al resto de los dragones tanto como Nobby a los seres humanos en general. Alguno de sus antepasados le había legado unas cejas casi tan grandes como sus alas atrofiadas, que no podrían sostenerlo en el aire. Tenía una cabeza deforme, como la de un oso hormiguero. Sus fosas nasales parecían pozos sin fondo. Si alguna vez conseguía alzar el vuelo, le servirían como paracaídas.

Además, estaba dirigiendo al capitán Vimes la mirada más silenciosamente inteligente que el guardia había visto en ningún animal, incluido el cabo Nobbs.

—Sucede a veces —suspiró lady Ramkin con tristeza—. Son cosas de los genes, ya sabe.

—¿Sí?

Sin saber cómo ni por qué, la criatura parecía estar concentrando toda la energía que sus hermanos desperdiciaban en llamaradas y ruido, en una mirada que era como una lanza térmica. Vimes no pudo evitar recordar cuánto había deseado tener un perrito cuando era niño. Se morían de hambre, y cualquier cosa con carne les habría servido.

—Intento conseguir una buena calidad de llama, dibujo de la escama, colores correctos y todo eso —estaba diciendo la dama de los dragones—. De vez en cuando hay una anomalía, como éste.

El dragoncito clavó en Vimes una mirada que le hubiera servido para ganar el Premio del Jurado al Más Probable Para Llevarse a Casa y Que Sirviera de Mechero Portátil.

Una anomalía, pensó Vimes. No sabía muy bien qué significaba exactamente la palabra, pero se le ocurrían varias posibilidades desagradables. Parecía referirse a lo que queda de ti cuando te han quitado todo lo que tienes de valor. Como la Guardia, pensó. Todos eran anomalías, del primero al último. Igual que él. Era la historia de su vida.

—Así es la naturaleza —suspiró la dama—. Por supuesto, ni se me ocurriría emparejarlo. Además, le resultaría completamente imposible.

—¿Por qué? —se interesó Vimes.

—Porque los dragones tienen que copular en el aire, y éste jamás podría volar con esas alas. Lamentaré mucho perder la estirpe, claro. Su madre fue Brenda Rodley Mordiscoalarbol Escamabrillante. ¿Conoció a Brenda?

—Eh…, no —negó el capitán.

Lady Ramkin era una de esas personas que dan por supuesto que todo el mundo sabe lo que uno sabe.

—Una dragoncita preciosa. En fin, los hermanos y hermanas de éste están muy bien.

Pobre tipejo, pensó Vimes. Así es la naturaleza. Siempre trata a patadas al último de la camada.

No me extraña que la llamen madre…

— Decía usted que quería enseñarme algo —dijo lady Ramkin, interrumpiendo sus meditaciones.

Sin decir palabra, Vimes le tendió el paquete. Ella se quitó los gruesos guantes y lo desenvolvió.

—Una réplica en yeso de una huella —dijo—. ¿Y?

—¿Le recuerda a algo?

—Podría ser un ave zancuda.

—Oh.

Vimes se quedó cabizbajo.

—O un dragón muy grande. La ha sacado de algún museo, ¿verdad?

—No. La hice en una calle esta mañana.

—¿Eh? Alguien le ha gastado una broma pesada, amigo mío.

—No… es una…, eh…, una prueba circunstancial.

Se lo explicó. Ella le miró.

Draco nobilis — dijo con voz ronca.

—¿Cómo?

Draco nobilis. Dragón noble. Para diferenciarlos de estos pequeñajos. —Hizo un gesto señalando las hileras de lagartos silbantes—. Son Draco vulgaris, del primero al último. Pero los grandes han desaparecido, no sé si lo sabe. Esto es una tontería. No cabe la menor duda, desaparecieron todos. Y eran seres hermosísimos. Pesaban toneladas. Eran lo más grande que ha surcado el cielo. Nadie sabe cómo lo hacían.

Entonces, se dieron cuenta.

De repente, todo estaba en silencio.

Los dragoncitos estaban callados, con los brillantes ojos fijos en el tejado.

Zanahoria miró a su alrededor. Las estanterías se extendían en todas las direcciones. En los estantes había libros. Aventuró una suposición.

—Esto es la biblioteca, ¿no?

El bibliotecario, que lo llevaba cogido por la mano, suave pero firmemente, lo guió por el laberinto de pasillos.

—¿Hay un cadáver? —se interesó Zanahoria.

Seguro que sí. ¡Algo peor que un asesinato! Un cadáver en la biblioteca. Eso podía significar cualquier cosa.

Al final, el simio se detuvo ante una estantería que no parecía diferenciarse en nada de los otros cientos de estanterías. Algunos de los libros estaban encadenados. Había un hueco. El bibliotecario se lo señaló.

—Oook.

—Bueno, ¿y qué pasa? Hay un hueco donde debería haber un libro.

—Oook.

—Se han llevado un libro. ¿Se han llevado un libro? —Zanahoria se irguió con orgullo—. ¿Has llamado a la guardia porque alguien se ha llevado un libro ¿Y eso te parece peor que un asesinato?

El bibliotecario le dirigió el tipo de mirada que otras personas reservan para quien dice cosas como «Pues no sé qué tiene de malo el genocidio».

—Hacer perder el tiempo a la Guardia es prácticamente un delito —siguió Zanahoria—. ¿Por qué no se lo has dicho al jefe de los magos, o a quien mande por aquí?

—Oook.

El bibliotecario indicó, con una sorprendente economía de gestos, que la mayoría de los magos no se encontrarían ni sus propios traseros, y eso usando las dos manos.

—Pues la verdad, no sé qué podemos hacer nosotros —suspiró Zanahoria—. ¿Cómo se titulaba el libro?

El bibliotecario se rascó la cabeza. Aquello iba a ser difícil. Miró al muchacho, puso las manos juntas y luego las abrió.

—Ya sé qué es un libro. ¿Cómo se titula?

El bibliotecario se preparó mentalmente y alzó una mano.

—¿Cuatro palabras? —dijo Zanahoria—. Primera palabra.

El bibliotecario juntó el índice y el pulgar por las yemas.

—Una palabra cortita. Un. Una. El. La. Lo…

—¡Oook!

—¿La? La. Segunda palabra…, ¿tercera palabra? Otra palabra corta. Al. Por. Sin. De. Tr… ¿De? La algo De algo. Segunda palabra. ¿Qué? Oh. Primera sílaba. Tu estómago. Mi estómago. La botella. Ah, dentro de algo. Dentro. Entre. Inte… ¿In? ¡In! Segunda sílaba. A ver…

El orangután gruñó y se tiró de una oreja peluda.

—Ah, que la segunda sílaba suena como algo. Dientes. Morro. Labios. ¿Boca? ¡Boca! La Inboca… ¿Invocar? ¿Invocante? ¿Invocación? ¡Invocación! ¡La Invocación de Algo! Qué divertido es esto, ¿verdad? Cuarta palabra. La palabra completa…

Observó con atención mientras el bibliotecario realizaba gestos misteriosos.

—Algo grande. Algo muy grande. Sacude los brazos. Algo muy grande que sacude los brazos. Dientes. Sopla. Tiene mal aliento. Algo muy grande que sacude los brazos y sopla mal aliento. —El sudor corría por la frente de Zanahoria mientras intentaba obedientemente comprender—. Te chupas los dedos. Una cosa que se chupa los dedos. Quemado. Caliente. Una cosa grande que sacude los brazos y se chupa los dedos quemados…

El bibliotecario puso los ojos en blanco. ¿Homo Sapiens? Para quien lo quisiera.

El gran dragón maniobraba, giraba y surcaba el aire sobre la ciudad. Tenía el color de la luz de la luna reflejado en sus escamas. A veces podía virar y planear con engañosa velocidad sobre los tejados, por el puro placer de hacerlo, de existir.

Y aquello no podía ser, pensó Vimes. Parte de él se maravillaba ante la belleza del espectáculo, pero un grupo de células cerebrales, insistentes y cobardicas, se empeñaban en llenarle las sinapsis de datos y recuerdos.

Es un lagarto grande, le gritaban. Debe de pesar toneladas. No hay nada tan grande que pueda volar, ni aunque tenga las alas tan bonitas. ¿Y qué hace un lagarto tan grande, volando y con triangulitos en el lomo?

A ciento cincuenta metros por encima de él, una llamarada azul y blanca surcó el cielo.

¡No puede hacer eso! ¡Se achicharraría los labios!

Junto a él, lady Ramkin miraba con la boca abierta. Tras la dama, los dragoncitos enjaulados gimoteaban y se removían.

La gran bestia giró en el aire y descendió en picado sobre los tejados. Las llamas brotaron de nuevo. Aparecieron llamaradas amarillas. Todo se hizo con tanto silencio, con tanta clase, que Vimes tardó varios segundos en darse cuenta de que había prendido fuego a unos cuantos edificios.

—¡Cielos! —exclamó lady Ramkin—. ¡Mire! ¡Está liberando energía térmica! Por eso lanza fuego. —Se volvió hacia Vimes, con los ojos brillantes—. ¿Se da cuenta de que estamos presenciando un espectáculo que nadie ha visto desde hace siglos?

—¡Sí, un jodido lagarto volador está incendiando mi ciudad! —gritó el capitán.

Pero ella no le escuchaba.

—Debe de haber una colonia no muy lejos —dijo—. ¡Después de tanto tiempo! ¿Dónde cree que vive?

Vimes no lo sabía. Pero se prometió a sí mismo que lo averiguaría, y que le haría unas cuantas preguntas muy en serio.

—Un huevo —suspiró la criadora—. Ojalá pudiera tener un solo huevo…

El capitán la miró, sinceramente asombrado. Comprendió que era un hombre incapaz de apreciar determinado tipo de cosas.

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