¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Con una armadura brillante, uno sabía a qué atenerse. Aquella ciudad tan extraña, donde tenían tantas leyes y se dedicaban con entusiasmo a quebrantarlas, era demasiado para él. Pero una armadura bien abrillantada era siempre una armadura bien abrillantada.

La puerta se abrió. Echó un vistazo por encima del viejo escritorio. Allí no había nadie.

Siguió frotando industriosamente.

Oyó un vago sonido, como si alguien se estuviera hartando de esperar. Dos manos con uñas purpúreas se aferraron al borde del escritorio, y la cara del bibliotecario apareció como un coco.

—Oook —dijo.

Zanahoria lo miró. Le habían explicado detenidamente que, contrariamente a las apariencias, las leyes que gobernaban el reino animal no se aplicaban al bibliotecario. Por otra parte, el bibliotecario tampoco parecía muy interesado en que se le aplicaran las leyes que gobernaban el reino humano. El simio era una de esas anomalías que no se pueden eliminar, hay que construir alrededor.

—Hola —dijo Zanahoria, inseguro.

(«No le llames «chico», ni le des palmaditas en la cabeza, le sienta fatal.»)

—Oook.

El bibliotecario tamborileó sobre el escritorio con un largo dedo, de múltiples articulaciones.

—¿Qué?

Oook.

—¿Perdona?

El bibliotecario puso los ojos en blanco. Tenía la sensación de que era muy extraño que los perros, caballos o delfines denominados inteligentes nunca tuvieran problemas para comunicar a los humanos noticias vitales, por ejemplo, que había tres niños perdidos en una cueva, o que el tren estaba a punto de desviarse por una vía hacia un puente derrumbado, o cosas semejantes, mientras que a él, a tan sólo unos cromosomas de vestir chaleco, le parecía dificilísimo convencer a un humano para que entrara de la calle si estaba lloviendo. Con algunas personas no se podía hablar.

¡Oook!— insistió, haciéndole gestos.

—No puedo marcharme de este despacho —le dijo Zanahoria—. Son Órdenes.

El labio superior del bibliotecario se deslizó hacia arriba como una persiana.

—¿Eso es una sonrisa? —preguntó el chico.

El bibliotecario sacudió la cabeza.

—No se habrá cometido un crimen, ¿verdad?

—Oook.

—¿Un crimen muy grave?

—¡Oook!

—¿Como un asesinato?

—Eeek.

—¿Peor que un asesinato?

—¡Eeek!

El bibliotecario se dirigió hacia la puerta y empezó a dar saltitos apremiantes.

Zanahoria tragó saliva. Órdenes eran órdenes, claro, pero aquello era otra cosa. En semejante ciudad, la gente era capaz de todo.

Se puso la placa pectoral, se atornilló el resplandeciente casco a la cabeza y se dirigió a zancadas hacia la puerta.

Entonces, recordó sus responsabilidades. Volvió al escritorio, buscó un trozo de papel y escribió con dificultades: He salido a combatir el crimen. Por favor, vuelva más tarde. Gracias.

Y así, se lanzó a las calles, sin el menor asomo de miedo.

El Gran Maestro Supremo alzó los brazos.

—Hermanos —dijo—, comencemos…

Fue sencillo. Todo lo que había que hacer era canalizar la inmensa reserva séptica de celos y resentimientos que albergaban los Hermanos, controlar su maldad cotidiana, que a su modo era aún más poderoso que el mal en estado puro, y luego abrir tu propia mente…

… hacia el lugar adonde se habían ido los dragones.

Vimes se vio agarrado por un brazo y arrastrado hacia el interior del cobertizo. La pesada puerta se cerró tras él con un sonido intimidante.

—Se trata de lord Montealegre Escamagarra Igneo III de Ankh —dijo la aparición, que vestía una armadura protectora de aspecto terrible—. La verdad, no creo que el pobre pueda levantarse.

—¿No podrá? —dijo Vimes débilmente.

—Se necesitan dos personas.

—Claro, claro —susurró el capitán, cuyos omoplatos intentaban abrirse camino a través de la verja.

—¿Puede ayudarme? —retumbó la voz de la cosa.

—¿Qué?

—Vamos, hombre, no sea cobardica. Sólo tiene que levantarlo. Yo haré el trabajo difícil. Sé que parece una crueldad, pero si no lo hace esta noche, morirá. La supervivencia de los más aptos y todo eso, ya sabe.

El capitán Vimes consiguió controlar sus nervios. Evidentemente, estaba en presencia de una ninfómana, hasta donde se podía intuir su género con tan extraño atuendo, que planeaba un asesinato. Si no era una hembra, lo de «yo haré el trabajo difícil» sugería imágenes que le costaría mucho olvidar. Sabía que los ricos hacían las cosas de manera diferente, pero aquello era ir demasiado lejos.

—Señora —dijo fríamente—, soy un oficial de la Guardia, y debo advertirle de que las acciones que está sugiriendo contravienen las leyes de la ciudad. —Y las de muchos de los dioses más escrupulosos, añadió para sus adentros—. Por tanto, le ordeno que libere inmediatamente a su señoría, sin causarle daño alguno…

La figura lo miró con asombro.

—¿Por qué? —preguntó—. Estamos hablando de mi dragón.

—¿Quieres tomarte otra copa, no-cabo Nobby? —sugirió el sargento Colon con voz insegura.

—Pues no me importaría en absoluto, no-sargento Colon —asintió Nobby.

Se estaban tomando su trabajo muy en serio, sobre todo lo de pasar desapercibidos. Eso implicaba no pasar por la mayor parte de las tabernas en la orilla Morpork del río, donde eran bien conocidos. Ahora se encontraban en un local bastante elegante, en el centro de Ankh, donde estaban siendo todo lo discretos que podían y sabían. Los otros clientes pensaban que eran de algún grupo teatral.

—Estaba pensando —dijo el sargento Colon.

—¿En qué?

—Si compramos una botella o dos, y nos las llevamos a casa, seguro que no llamamos la atención.

Nobby meditó un instante.

—Pero el capitán dijo que prestáramos atención a todo —dijo—. Tenemos que detectar, o algo así.

—Eso también lo podemos hacer en mi casa —insistió el sargento Colon—. Prestaríamos atención toda la noche. Mucha atención.

—No es mala idea.

De hecho, cuantas más vueltas le daba, mejor idea le parecía.

—Pero antes —anunció— tengo que ir a hacer una visita urgente.

—Yo también —asintió el sargento—. Esto de detectar se hace pesado, ¿verdad?

Se tambalearon hacia el patio trasero de la taberna. Había luna llena, pero unos cuantos jirones de nubes la ocultaban casi por completo. En la oscuridad, tropezaron el uno contra el otro.

—¿Eres tú, sargento detector Colon? —preguntó Nobby.

—¡Claro! ¿Puedes detectar la puerta del retrete, detector cabo Nobbs? Según la descripción, es una puerta pequeña, oscura y destartalada, ja ja ja.

Se oyeron un par de golpes y una maldición entrecortada cuando Nobby tropezó en el patio, seguidos por un aullido cuando un miembro de la enorme población felina de Ankh-Morpork huyó entre sus piernas.

—Me pareció ver un lindo gatito… —masculló Nobby entre dientes.

—Bueno, la necesidad obliga —dijo el sargento Colon, poniéndose de cara a una pared.

Sus murmullos se vieron interrumpidos por un gruñido procedente del cabo.

—¿Estás ahí, sargento?

—Sargento detector Nobby —señaló Colon.

El tono del cabo era apremiante y, de pronto, de lo más sobrio.

—No fastidies, sargento. ¡Acabo de ver un dragón volador!

—He oído hablar de peces voladores —replicó el sargento Colon con un suave hipido—. Incluso vi una vez una ardilla voladora. ¡Pero nunca he visto a un dragón volar!

—Claro que sí, borrico —insistió Nobby—. ¡Que va en serio! Tenía alas, te lo juro, parecían…, parecían…, ¡bueno, parecían alas grandes!

El sargento Colon se volvió con gesto majestuoso. El rostro del cabo se había puesto tan blanco que se veía en la oscuridad.

—¡De verdad, sargento!

Colon miró hacia el cielo nuboso, en dirección a la luna.

—A ver, ¿por dónde dices que estaba?

Se oyó un sonido resbaladizo tras él, y un par de tejas se estrellaron contra los adoquines de la calle.

Se dio la vuelta. Allí, en el tejado, estaba el dragón.

—¡Hay un dragón en el tejado! —se atragantó—. ¡Nobby, hay un dragón en el tejado! ¿Qué hago, Nobby? ¡Hay un dragón en el tejado! ¡Me está mirando, Nobby!

—Para empezar, podrías subirte los pantalones —sugirió el cabo desde detrás del muro más cercano.

Incluso despojada de las capas y capas de ropa protectora, lady Sybil Ramkin era impresionantemente corpulenta. Vimes sabía que los pueblos bárbaros ejeños tenían leyendas sobre doncellas gigantescas, vestidas con cotas de mallas, luciendo sujetadores blindados y montadas en carros, que descendían sobre los campos de batalla y se llevaban a los guerreros muertos a otra vida de juergas gloriosas, mientras cantaban con agradables voces de mezzosoprano. Lady Ramkin podría haber sido una de ellas. Podría haber sido su jefa. Podría haber cargado sobre sus hombros a un batallón de guerreros muertos. Cuando hablaba, cada una de sus palabras era como una palmada en la espalda, y tenía la resonancia y la seguridad aristocrática de los que han sido de buena familia toda su vida. Solamente los sonidos de las vocales hubieran cortado la madera.

Los plebeyos antepasados de Vimes estaban acostumbrados a voces como aquéllas, que solían proceder de hombres bien armados (no como ellos), a lomos de corceles de guerra, que les explicaban por qué sería una idea estupenda atacar al enemigo y masacrarlo. Sus piernas sintieron la tentación de ponerse firmes.

Los pueblos prehistóricos la habrían adorado, y de hecho, por sorprendente que parezca, habían tallado estatuas suyas hacía miles de años. Tenía una increíble cascada de pelo castaño. Una peluca, según descubrió Vimes más adelante. Nadie que se relacionara con dragones conservaba su propio pelo durante mucho tiempo.

Además, llevaba un dragoncito en el hombro. Le fue presentado como Escamagarra Vincent Maravilla de Quirm, Vinny para los amigos, y parecía estar contribuyendo al inusual olor químico que invadía la casa. El olor lo impregnaba todo, incluso la generosa porción de pastel que lady Ramkin le ofreció tenía el mismo sabor.

—Eh…, el…, el hombro… es… muy bonito —dijo Vimes, en un desesperado intento de animar la conversación.

—Tonterías —bufó la dama—. Lo estoy entrenando sólo porque los que se sientan en el hombro se cotizan al doble de precio.

El capitán murmuró que a veces había visto a damas de la alta sociedad con pequeños dragoncitos de vivos colores sobre el hombro, y siempre le habían parecido…, eh…, muy bonitos.

—La idea les parece bonita —replicó ella—. Desde luego. Pero al final se dan cuenta de que les clavan las garras en el traje, les chamuscan el pelo y les llenan el cuello de cenizas. Y lo de las garras puede hacer mucho daño. Luego se dan cuenta de que el bicho se está haciendo demasiado grande, de que huele raro, y lo siguiente que sabes es que el pobre animal está en el Refugio Morpork para Dragones Perdidos, o en el río con una piedra al cuello, mis chiquitines. —Se acomodó en el asiento y se alisó una falda con la que se hubieran podido hacer velas para una pequeña flota—. Me ha dicho que era el capitán Vimes, ¿no?

Vimes estaba desconcertado. Los Ramkin difuntos lo contemplaban desde sus ornamentados marcos, muy altos en las paredes sombrías. Entre los retratos, alrededor y debajo de ellos, estaban las armas que seguramente habían utilizado. Las armaduras ocupaban todos los rincones. No pudo dejar de darse cuenta de que muchas de ellas lucían enormes agujeros. El techo era un caos de banderas y pendones descoloridos y comidos por las polillas. No hacía falta un examen forense para darse cuenta de que los antepasados de lady Ramkin nunca habían rehuido una buena pelea.

Era sorprendente que la mujer fuera capaz de hacer algo tan pacífico como tomarse una taza de té.

—Mis antepasados —dijo, siguiendo la mirada hipnotizada del capitán—. ¿Sabe? Ni un solo Ramkin en los mil últimos años ha muerto en su cama.

—Sí, señora.

—Es un orgullo para la familia.

—Sí, señora.

—Aunque muchos han muerto en otras camas, claro.

La taza del capitán Vimes tembló en el platito.

—Sí, señora —suspiró.

—Capitán… es un título muy atractivo, siempre me lo ha parecido. —Le dedicó una brillante sonrisa—. Quiero decir, los coroneles y esa gente son muy estirados, los mayores son pomposos, pero una tiene la sensación de que los capitanes son deliciosamente peligrosos. ¿Qué ha dicho que quería enseñarme?

Vimes se aferró al envoltorio como si fuera un cinturón de castidad.

—Quería saber… —tartamudeó—, qué tamaño pueden alcanzar los dragones de pantano…, eh…

Se detuvo. En las zonas inferiores de su cuerpo estaba sucediendo algo horrible.

Lady Ramkin siguió la dirección de su mirada.

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