¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Bien pensado —asintió—. Envía a unos cuantos hombres para que la derriben.

Llegó al final de la habitación, giró sobre sus talones y la recorrió de nuevo. ¡Dragones! ¡Como si no tuviera bastantes cosas reales de las que ocuparse!

—¿Crees en los dragones? —preguntó.

Wonse sacudió la cabeza.

—Son algo imposible, señor.

—Eso tengo entendido —asintió lord Vetinari.

Llegó a la pared de enfrente y dio media vuelta.

—¿Quieres que investigue más? —sugirió Wonse.

—Sí. Sí, investiga.

—Me aseguraré también de que la Guardia tenga los ojos bien abiertos.

El patricio se detuvo.

—¿La Guardia? ¿La Guardia? Mi querido muchacho, la Guardia no es más que un puñado de incompetentes dirigidos por un borracho. He tardado años en conseguir que fuera así. La Guardia es la menor de nuestras preocupaciones. —Meditó un instante—. ¿Has visto alguna vez un dragón, Wonse? Uno de los grandes, quiero decir. Ah, ya me has dicho que son algo imposible.

—Son animales de leyenda. Simples supersticiones —le dijo.

—Mmm —asintió el patricio—. Y ya se sabe que las leyendas son legendarias, claro.

—Exacto, señor.

—Aun así… —El patricio se detuvo y miró a su secretario durante largos instantes—. Oh, bueno —suspiró al final—. Ya me entiendes. No quiero ni oír hablar de dragones. Es el tipo de rumor que pone nerviosa a la gente. Quiero que lo atajes de raíz.

Cuando estuvo solo, se levantó y contempló con gesto sombrío las ciudades gemelas que se divisaban desde la ventana. Volvía a lloviznar.

¡Ankh-Morpork! ¡La ciudad donde vivían cien mil almas! Repartidas entre un millón de personas, pensó el patricio para sus adentros. La lluvia fresca arrancaba destellos de las torres y tejados, inconsciente de lo sucio del mundo sobre el que se precipitaba. Había lluvia afortunada, que caía sobre ovejas en los prados, o que se derramaba sobre los bosques, o se dirigía incestuosa hacia el mar. En cambio, la lluvia que caía en Ankh-Morpork era lluvia en apuros. En las ciudades gemelas hacían cosas terribles con el agua. Y beberla era lo de menos.

Al patricio le gustaba sentir que estaba viendo una ciudad que funcionaba. No una ciudad bonita, ni una ciudad famosa, ni una ciudad con un buen alcantarillado, ni mucho menos una ciudad con un buen diseño arquitectónico. Hasta sus ciudadanos más entusiastas estarían de acuerdo en que, desde un oteadero elevado, Ankh-Morpork parecía como si alguien hubiera intentado construir con piedra y madera un gigantesco huevo frito.

Pero funcionaba. Sus engranajes giraban suavemente, como un giroscopio en perfecto equilibrio. Y esto, en opinión del patricio, era porque nunca había ningún grupo tan poderoso como para imponerse a los demás. Mercaderes, ladrones, asesinos, magos…, todos competían con fervor en la carrera, sin darse cuenta de que, en realidad, aquello no tenía por qué ser una carrera, y desde luego sin confiar unos en otros el tiempo suficiente como para pararse a preguntarse quién marcaba el recorrido, quién daba la señal de salida.

Al patricio no le gustaba la palabra «dictador». Le parecía insultante. El nunca le decía a nadie lo que tenía que hacer. No era necesario, ahí estaba lo bueno. Una gran parte de su vida consistía en asegurarse de que las cosas siguieran así.

Por supuesto, muchos grupos querían derrocarlo, y aquello estaba muy bien, denotaba una sociedad saludable y vigorosa. En ese aspecto, nadie podía calificar al patricio de poco razonable. ¿Acaso no había creado él mismo la mayoría de esos grupos? Y lo perfecto del asunto era que se pasaban casi todo su tiempo enfrentándose unos a otros.

Como siempre decía el gobernante de Ankh-Morpork, la naturaleza humana era algo maravilloso. Una vez sabías bien dónde estaban los interruptores y palancas.

Tenía una desagradable premonición acerca de aquel asunto del dragón. Si existían criaturas sin interruptores y palancas evidentes, eran los dragones. Había que arreglar aquello como fuera.

El patricio no creía en la crueldad innecesaria[12]. No creía en la venganza inútil. En cambio, creía fervorosamente en arreglar las cosas. Como fuera.

Por extraño que parezca, el capitán Vimes estaba pensando en lo mismo. Se había dado cuenta de que no le gustaba la idea de que los ciudadanos, ni siquiera los ciudadanos de Las Sombras, se convirtieran en pintura especial para cerámica.

Y había sucedido ante las narices de la Guardia, más o menos. Como si la Guardia no importara, como si la Guardia no fuera más que un detalle irrelevante. Eso era lo que peor le sentaba.

Aunque claro, era verdad. Y eso no hacía más que empeorar las cosas.

Lo que le estaba poniendo más nervioso todavía era el hecho de haber desobedecido órdenes. Había borrado las huellas, sí. Pero en el último cajón de su viejo escritorio, oculta bajo un montón de botellas vacías, había una copia en escayola. Sentía que le estaba mirando a través de tres capas de madera.

No tenía la menor idea de qué se había apoderado de él y le había obligado a hacerlo. Ahora, encima, iba a desobedecer todavía más.

Pasó revista a sus hombres, a falta de una palabra mejor para denominarlos. Había pedido a los dos más antiguos que se presentaran en ropa de calle. Eso significaba que el sargento Colon, que había ido de uniforme toda su vida, parecía congestionado e incómodo con el traje que llevaba para los funerales. Mientras que Nobby…

—No sé si me expliqué bien, dije «ropa de calle» —suspiró el capitán Vimes.

—Es lo que llevo cuando no estoy trabajando, tío —replicó Nobby con tono de reproche.

—Señor —le corrigió el sargento Colon.

—Mi voz también lleva ropa de calle. Eso se llama «iniciativa».

Vimes rodeó al cabo, caminando con lentitud.

—¿Y tu ropa de calle no hace que se desmayen las ancianas, o que los niños te tiren piedras al pasar? —preguntó.

Nobby se removió, inquieto. La ironía no era lo suyo.

—No, señor, tío —dijo—. Es lo que se lleva, la última moda.

Aquello tenía parte de verdad. En Ankh-Morpork, lo último eran los sombreros con plumas, las gorgueras, los jubones ajustados con ribetes dorados, los pantalones amplios y las botas altas con punteras retorcidas. El problema, en opinión de Vimes, era que los seguidores de esa moda solían tener un cuerpo que meter dentro de las prendas, mientras que con el cabo Nobbs lo único que se podía decir era que estaba allí dentro, en alguna parte.

Quizá fuera una ventaja, al fin y al cabo. Cuando lo vieran por la calle, nadie pensaría que era un miembro de la Guardia tratando de pasar desapercibido.

Vimes pensó que no sabía absolutamente nada sobre Nobbs, fuera de las horas de trabajo. Ni siquiera recordaba dónde vivía. Conocía a aquel hombre desde hacía años y años, y nunca se había dado cuenta de que, en su vida privada, secreta, el cabo Nobbs tenía un punto de pavo real. Un pavo real muy bajito, cierto, un pavo real al que probablemente habían golpeado muchas veces con algo pesado, pero pavo real al fin y al cabo. La gente depara estas sorpresas.

Volvió a concentrarse en el asunto que le preocupaba.

—Quiero que los dos —dijo dirigiéndose a Nobbs y a Colon— os mezcléis discretamente con la gente, o indiscretamente en tu caso, cabo Nobbs. Esta noche, tratad de detectar cualquier cosa desacostumbrada.

—¿Desacostumbrada? ¿Por ejemplo?

Vimes titubeó. Él tampoco estaba muy seguro.

—Cualquier cosa pertinente —dijo al final.

—Ah. —El sargento asintió con gesto de entendido—. Pertinente. Claro.

Hubo un silencio embarazoso.

—Quizá la gente haya estado viendo cosas raras —insistió el capitán Vimes—. O puede que haya habido incendios inexplicables. O huellas. Ya sabéis —terminó a la desesperada—, rastros de dragones.

—¿Por ejemplo, los montones de oro sobre los que duermen? —sugirió el sargento.

—Y vírgenes encadenadas a rocas —asintió Nobby, el experto.

—Ya veo que conocéis el tema —suspiró Vimes—. Bueno, haced lo que podáis.

—Esto de mezclarse con la gente —dijo el sargento Colon—, ¿implica ir a las tabernas, beber y cosas de ésas?

—Hasta cierto punto —asintió el capitán.

—Ah —se alegró el sargento.

—Con moderación.

—Por supuesto, señor.

—Y pagando de vuestro propio bolsillo.

—Oh.

—Pero, antes de marcharos, ¿conocéis a alguien que sepa de dragones? —preguntó Vimes—. Que sepa algo más que eso de que duermen sobre oro y lo de las jovencitas, claro.

—Los magos, seguro —sugirió Nobby.

—Aparte de los magos —replicó el capitán con firmeza.

No se podía confiar en los magos. Todo guardia sabía que no se podía confiar en los magos. Eran todavía peores que los civiles.

Colon meditó un instante.

—Siempre queda lady Ramkin —dijo—. Vive en la avenida Pastelito. Es criadora de dragones de pantano. Ya sabe, esos bichejos que la gente bien tiene como mascotas.

—Ah, ésa —asintió Vimes, sombrío—. Creo que la he visto por ahí. ¿La que lleva la pegatina de «Relincha si amas a los dragones» en la parte trasera del carruaje?

—Ésa misma —respondió el sargento Colon.

—¿Qué hago yo, capitán? —preguntó Zanahoria.

—Eh…, a ti te toca la labor más importante contestó Vimes apresuradamente—. Quiero que te quedes aquí y vigiles el despacho.

El rostro de Zanahoria se iluminó con una amplia sonrisa de incredulidad.

—¿Quiere decir que me quedo al mando, señor?

—En cierto modo, en cierto modo —asintió el capitán—. Pero no se te permite arrestar a nadie, ¿entendido? —añadió rápidamente.

—¿Aunque estén quebrantando la ley, señor?

—Ni siquiera en ese caso. Limítate a tomar nota.

—En ese caso, me dedicaré a leer el libro —le aseguró Zanahoria—. Y a sacarle brillo al casco.

—Buen muchacho —dijo Vimes.

Así no pasará nada, pensó. Aquí no viene nadie, ni siquiera a denunciar el extravío de un perro. Nadie piensa nunca en la Guardia. Hay que estar muy loco para pedir ayuda a la Guardia, pensó con amargura.

La avenida Pastelito era una calle ancha, bordeada de árboles, en una zona increíblemente selecta de Ankh, lo suficientemente elevada y lejos del río como para escapar de su penetrante olor. La gente de la avenida Pastelito tenía dinero de generaciones, que, según se dice, es mucho mejor que el dinero nuevecito, aunque el capitán Vimes nunca había tenido suficiente de ninguno de ellos como para analizar la diferencia. La gente de la avenida Pastelito tenía guardaespaldas privados. La gente de la avenida Pastelito era tan orgullosa que, según se decía, no hablaba ni con los dioses. Esto no era del todo cierto. Estarían dispuestos a hablar con los dioses, siempre y cuando fueran dioses de alta posición y buena familia.

La casa de lady Ramkin no era difícil de encontrar. Ocupaba un promontorio desde donde se divisaba una magnífica panorámica de la ciudad, si es que a alguien le podía interesar eso. En la verja de la entrada había dragoncitos de piedra, y los jardines tenían un aspecto descuidado, con hierbajos crecidos por todas partes. Aquí y allá se elevaban las estatuas de los Ramkin del pasado. La mayor parte de ellos esgrimían espadas y estaban cubiertos de hiedra hasta el cuello.

Vimes tuvo la sensación de que no era porque el propietario del jardín fuera demasiado pobre como para arreglarlo, sino más bien porque el propietario del jardín pensaba que había cosas mucho más importantes que los antepasados, cosa que no dejaba de ser extraña en un aristócrata.

Probablemente también pensaba que había cosas mucho más importantes que las reparaciones domésticas. Cuando hizo sonar la campanilla de una puerta, bastante agradable por cierto, rodeada por un bosque de rododendros, le cayeron encima varios trocitos de la escayola de la fachada.

Eso pareció ser lo único que consiguió, aparte de que, al otro extremo de la casa, algo empezó a aullar. Muchos algos.

Empezaba a llover otra vez. Tras un rato, Vimes reunió toda la dignidad de su cargo y dio la vuelta al edificio con cautela, teniendo mucho cuidado de no provocar más derrumbamientos.

Llegó hasta una pesada puerta de madera, en una pared también de madera. En contraste con el descuido generalizado del edificio y los jardines, aquello parecía relativamente nuevo y sólido.

Llamó a la puerta. Esto provocó otra andanada de extraños sonidos sibilantes.

La puerta se abrió. Algo terrible se irguió ante él.

—Ah, buen hombre —rugió—. ¿Sabe usted algo sobre apareamiento?

La Casa de la Guardia estaba tranquila y cálida. Zanahoria escuchó el siseo de la arena en el reloj, y echó aliento sobre la armadura pectoral. Siglos de barnices habían cedido ante su alegre ataque. Ahora, resplandecía.

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