Nadie se movió.
Los tengo atrapados, pensó el Gran Maestro Supremo. Dioses, qué bien se me da esto. Puedo tocar sus sucios cerebros como si fueran un xilófono. El poder de lo vulgar es increíble. ¿Quién habría pensado que la debilidad sería una energía mucho más poderosa que la fuerza? Pero hay que saber canalizarla. Y yo sé.
—Bien, muy bien —dijo en voz alta—. Ahora, repetiremos el juramento.
Guió sus voces tartamudeantes, aterradas, a lo largo de la retahíla, y advirtió con aprobación la voz estrangulada con que decían «lipasa». Además, no perdió de vista al Hermano Dedos.
Es un poco más inteligente que los demás, pensó. Quizá un poco menos manejable. Tendré que tener buen cuidado de ser siempre el último en salir. No quiero que a nadie se le ocurra seguirme hasta mi casa.
Hace falta una mentalidad muy especial para gobernar una ciudad como Ankh-Morpork, y lord Vetinari la tenía. Pero claro, es que era una persona muy especial.
Desconcertaba y enfurecía a los príncipes menores, dedicados al comercio, hasta tal punto que hacía mucho que habían cesado sus intentos de asesinarlo, y ahora se limitaban a buscarse una buena posición entre ellos. Además, un asesino encargado de matar al patricio tendría problemas para encontrar suficiente carne en la que hincar la daga.
Mientras otros gobernantes comían alondras rellenas con lenguas de pavo real, lord Vetinari consideraba que un vaso de agua hervida y media rodaja de pan seco era sobrio, elegante y suficiente.
Era desesperante. Al parecer, no tenía ningún vicio que se le pudiera descubrir. Cualquiera habría pensado que, con aquel rostro pálido y equino, se sentiría atraído por diversiones consistentes en jovencitas, mazmorras y látigos. A los demás principales de Ankh-Morpork no les hubiera importado. Las agujas y las fustas no tienen nada de malo, si se usan con moderación. Pero el patricio, al parecer, se pasaba las veladas estudiando informes o, en ocasiones especiales, si se sentía capaz de soportar la excitación, jugando al ajedrez.
Vestía siempre de negro. No era un negro particularmente impresionante, como el de los mejores asesinos, sino el negro sobrio, algo ajado, de un hombre que no pierde tiempo por las mañanas decidiendo qué ponerse. Y había que levantarse muy temprano por la mañana para adelantarse al patricio. De hecho, era mejor no acostarse.
Pero era popular, en cierto modo. Bajo su gobierno, por primera vez en mil años, Ankh-Morpork funcionaba. Quizá no fuera una ciudad justa, ni moral, ni particularmente democrática, pero funcionaba. Cuidaba de la ciudad como si se tratara de un arbusto ornamental, potenciando el crecimiento por aquí, podando alguna que otra ramita errante por allá… Se decía que toleraba absolutamente cualquier cosa que no amenazara a la ciudad[11], y aquí tenía un claro ejemplo.
Contempló el muro dañado durante largo rato, mientras la lluvia le resbalaba por la barbilla y le empapaba la ropa. Tras él, Wonse se removía, nervioso.
Luego, una mano larga, delgada, surcada de venas azules, siguió el perfil de las sombras en el muro.
Bueno, no eran exactamente sombras, sino más bien una serie de siluetas. Los perfiles eran clarísimos. Dentro de ellas, se veía el dibujo familiar de los ladrillos. Pero, fuera, algo había fundido el muro hasta convertirlo en una especie de cerámica, bastante bonita, que daba a la pared la textura de un espejo.
Las formas que se perfilaban sobre los ladrillos mostraban a seis hombres detenidos en actitud de sorpresa. Varias manos alzadas, obviamente, habían estado sosteniendo cuchillos y navajas.
El patricio contempló en silencio el montón de cenizas que tenía a los pies. Unas hebras de metal deforme por la fusión eran, quizá, las armas tan eficazmente dibujadas en la pared.
—Mmm —dijo.
Con todo respeto, el capitán Vimes lo guió hasta el callejón de la Suerte Veloz, donde le mostró la Prueba A.
—Huellas —dijo—. Si es que se puede llamar huella a algo producido por una zarpa.
El patricio contempló las impresiones en el barro. Su rostro no revelaba nada.
—Ya veo —dijo al final—. ¿Tienes por casualidad alguna opinión sobre esto, capitán?
El capitán la tenía. En las horas transcurridas hasta el amanecer, se había planteado toda clase de opiniones, empezando por la de que había cometido un terrible error al nacer.
Al final, la luz grisácea se filtró por el barrio de Las Sombras y él seguía vivo y crudo. Miró a su alrededor con una estúpida expresión de alivio, y vio, a menos de un metro de distancia, aquellas huellas. No había sido un buen momento para estar sobrio.
—Bueno, señor —empezó, dubitativo—, sé que los dragones se extinguieron hace miles de años…
El patricio entrecerró los ojos.
—Prosigue.
Vimes se lanzó al vacío.
—… pero quizá ellos no lo sepan, señor. El sargento Colon dice que oyó un sonido como de cuero o escamas justo antes de…, justo antes de…, del delito.
—De manera que piensas que un dragón extinguido, y con toda probabilidad mítico, voló hasta esta ciudad, aterrizó en un callejón estrecho, incineró a un grupo de criminales y volvió a marcharse —dijo el patricio—. Una criatura muy cívica, desde luego.
—Bueno, puesto así…
—Si mal no recuerdo, los dragones de las leyendas eran animales rurales y solitarios, que rehuían a la gente y habitaban en lugares a los que nadie iba nunca —señaló el patricio—. No eran lo que se dice criaturas urbanas.
—No, señor —respondió el capitán, conteniéndose para no señalarle que Las Sombras encajaba perfectamente en aquella descripción.
—Además —siguió lord Vetinari—, lo más probable es que alguien se hubiera dado cuenta, ¿no crees?
El capitán hizo una señal en dirección a la pared y a su horrible dibujo.
—¿Quieres decir aparte de ellos, señor?
—En mi opinión —dijo el patricio—, ha sido alguna pelea. Probablemente alguna banda rival ha contratado a un mago. Una pequeña refriega local.
—Puede que esté relacionada con los extraños robos que ha habido últimamente, señor —aportó Wonse.
—Pero también está el asunto de las huellas —insistió Vimes.
—Estamos cerca del río —replicó lord Vetinari—. Lo más probable es que fuera un ave zancuda de algún tipo. Simple coincidencia. Pero yo, en tu lugar, borraría las marcas —añadió—. No sería bueno que la gente fuera por ahí imaginando cosas extrañas y sacando conclusiones tontas, ¿verdad?
Vimes se rindió.
—Como desees, señor —dijo con la vista fija en sus propias sandalias.
El patricio le dio una palmadita en el hombro.
—No importa —dijo—. Sigue así. Me gustan los hombres con iniciativa. Patrullando en Las Sombras, nada menos… Bien hecho.
Se dio media vuelta, y casi chocó contra el muro de cota de mallas que era Zanahoria.
Espantado, el capitán Vimes vio cómo su más reciente recluta señalaba educadamente el carruaje del patricio. Alrededor del vehículo había seis Guardias de Palacio armados hasta los dientes. Vimes los detestaba a muerte. Llevaban plumas en el casco. Detestaba a todo guardia con plumas en el casco.
—Disculpa, señor, ¿es ése tu carruaje, señor? —oyó decir a Zanahoria.
El patricio lo miró de arriba abajo sin comprender.
—Sí, lo es. ¿Quién eres tú, joven?
Zanahoria saludó oficialmente.
—El guardia interino Zanahoria, señor.
—Zanahoria, Zanahoria…, ese nombre me suena de algo.
Lupine Wonse, que no se apartaba de su espalda, susurró algo al oído del patricio. El rostro de éste se iluminó.
—Ah, el joven que detiene a los ladrones. Creo que fue un pequeño error, pero muy elogiable. Nadie está por encima de la ley, ¿verdad?
—No, señor —asintió Zanahoria.
—Elogiable, elogiable —repitió el patricio—. Y ahora, caballeros…
—En cuanto a su carruaje, señor —insistió Zanahoria—, he advertido que la rueda delantera derecha, contra lo que indican las normas de…
Va a arrestar al patricio, se dijo Vimes. La idea le perforó la mente como un clavo de hielo. Va a arrestar al patricio. Al gobernante supremo. Va a arrestarlo. Lo va a hacer de verdad. Este chico no conoce la palabra «miedo». De hecho, ojalá conociera la palabra «supervivencia».
Y no consigo mover los músculos de la mandíbula.
Estamos todos muertos. O peor, estamos todos detenidos hasta que el patricio se dé por satisfecho. Y no es hombre que se dé por satisfecho fácilmente.
En aquel preciso momento, el sargento Colon se ganó una medalla metafórica.
—¡Guardia interino Zanahoria! —rugió—. ¡Fiiiirmes! ¡Guardia interino Zanahoria, media vuelta a la derecha! ¡Guardia interino Zanahoria, paso ligero!
Zanahoria se puso firme como un granero alzado a fuerza de poleas y miró al frente con feroz expresión de obediencia.
—Buena idea, buena idea —asintió el patricio pensativo, mientras Zanahoria se alejaba—. Seguid así, capitán. Y corta de raíz cualquier rumor estúpido sobre dragones, ¿de acuerdo?
—Sí, señor —respondió el capitán Vimes.
—Muy bien.
El carruaje se alejó traqueteando, seguido por los Guardias de Palacio.
Tras ellos, el capitán Vimes fue vagamente consciente de que el sargento gritaba a Zanahoria que se detuviera.
Estaba pensando.
Contempló las huellas en el barro. Usó su lanza reglamentaria, cuya medida sabía que era de dos metros diez, para medir su tamaño y la distancia que las separaba. Silbó entre dientes. Después, con toda la cautela del mundo, caminó por el callejón hasta llegar a una esquina. Daba a una puerta pequeña, sucia, destartalada, perteneciente a un almacén de maderas.
Aquí hay algo que va muy mal, pensó.
Las huellas salen del callejón, pero no entran. Y no se ven muchas aves zancudas en el Ankh, más que nada porque la contaminación del río les corroería las patas, y además les resultaría más fácil caminar por la superficie.
Alzó la vista. Una miríada de tendederos cruzaban el rectangulito de cielo con la eficacia de una red.
Así que, pensó, algo grande y fiero salió de este callejón, pero no entró.
Y el patricio estaba muy preocupado al respecto.
Le había ordenado que se olvidara del tema.
Vio algo al otro lado del callejón. Se inclinó y recogió una cáscara de cacahuete, muy reciente.
Jugó con ella pasándosela de mano en mano, con la vista fija en la nada.
En aquel momento, necesitaba una copa. Pero tendría que esperar.
El bibliotecario caminó arrastrando los nudillos por los oscuros pasillos entre las estanterías abarrotadas.
Los tejados de la ciudad eran suyos. Oh, los asesinos y los ladrones los usaban, pero él había descubierto hacía mucho que el bosque de chimeneas, gárgolas, cañerías y alares era un sustituto muy satisfactorio de las calles.
Al menos, hasta ahora.
Le había parecido muy divertido e instructivo seguir a la Guardia hasta Las Sombras, una selva urbana en la que no había nada que pudiera atemorizar a un simio de ciento cincuenta kilos. Pero la pesadilla que había presenciado mientras atajaba por un callejón oscuro habría hecho que dudara de sus propios ojos, si hubiera sido humano.
Como simio, no albergaba la menor duda sobre sus ojos, y confiaba plenamente en ellos.
En aquel momento, quería concentrarlos lo antes posible en un libro que quizá le proporcionara algún indicio. Se encontraba en una sección que nadie visitaba mucho últimamente: la de los libros que no eran mágicos en sí. El polvo se extendía en una capa acusadora por el suelo.
Polvo con huellas de pisadas.
—¿Oook? —se sorprendió el bibliotecario en la cálida penumbra.
Siguió adelante, ahora con más cautela al darse cuenta con fatalismo de que las huellas llevaban su misma dirección.
Dobló una esquina, y allí estaba.
La sección.
La estantería.
El estante.
El hueco.
Hay muchas visiones espantosas en el multiverso. Pero, para un alma sintonizada con los sutiles ritmos vitales de una biblioteca, pocas de ellas son peores que un hueco allí donde debería haber un volumen.
Alguien había robado un libro.
En la intimidad del Despacho Oblongo, su refugio personal, el patricio paseaba de un lado a otro. Estaba dictando una serie de instrucciones.
—Y envía a unos cuantos hombres para que pinten esa pared —concluyó.
Lupine Wonse arqueó una ceja.
—¿Crees que es buena idea, señor? —preguntó.
—¿No te parece que un grabado de sombras fantasmales provocará comentarios y especulaciones? —señaló el patricio secamente.
—No tantos como una pared recién pintada en Las Sombras —respondió Wonse con tranquilidad. El patricio titubeó un instante.