— Todo está aquí, Gran Maestro Supremo —señaló el Hermano Vigilatorre.
El Gran Maestro hubo de reconocer que se trataba de una colección un poquito mejor. Obviamente, los Hermanos habían estado muy ocupados. El lugar de honor lo ocupaba un letrero luminoso de taberna, por cuya eliminación, según opinión del Gran Maestro, deberían conceder alguna recompensa cívica. En aquel momento, la E era de color rosa, y se encendía y se apagaba sin cesar.
—Lo he traído yo —dijo el Hermano Vigilatorre con orgullo—. Pensaron que lo estaba arreglando o algo así, pero cogí el destornillador y…
—Sí, sí, bien hecho —asintió el Gran Maestro—. Demuestra que tienes iniciativa.
—… hasta me he despellejado los nudillos, tengo los dedos rojos y agrietados. Y encima no he recuperado los tres dólares, y nadie dice nada…
— Y ahora —dijo el Gran Maestro Supremo, tomando el libro—, empezaremos a comenzar. Cállate, Hermano Yonidea.
Todas las ciudades del multiverso tienen una zona que se parece a las Sombras de Ankh-Morpork. Suele ser la parte más antigua, cuyas callejuelas siguen fielmente el rumbo que marcaron las pezuñas de las vacas medievales al bajar al río, y tienen nombres como Calle Degolladero, Camino de las Rocas, Callejón de las Gallinas…
La verdad es que la mayor parte de Ankh-Morpork encaja en esta descripción. Pero Las Sombras, más todavía, es como un agujero negro de criminalidad dentro del mundo del crimen. Digámoslo claramente, hasta a los criminales les da miedo caminar por sus calles. La Guardia no se arrimaba allí ni en sueños.
Pero ahora se estaban arrimando, por casualidad. Eso sí, se arrimaban sin mucha seguridad. La noche había sido dura, y se habían estado calmando los nervios. Se los habían calmado tanto que, ahora, los cuatro tenían que confiar en los otros tres para caminar sin hacer eses.
El capitán Vimes volvió a pasarle la botella al sargento.
«Quevergüennnsa —pensó nebulosamente—. Esh-toy borrasho delante de mish hombresh.»
El sargento intentó decir algo, pero sólo le salieron una serie de eses.
—Ponte al manddo —indicó el capitán Vimes, tropezando contra un muro. Fijó los ojos turbios en los ladrillos—. ¡Esta paaared me ha atacado! —declaró—. ¡Ja! Te creesh que eresh dura, ¿eh? Puesh yo soy un ofi-sial de la…, de la…, de la Ley, avershitenterash, y a no-sotrosh nadie nos…, nadie nos…, nos…
Parpadeó lentamente un par de veces.
—¿Qué esh lo que a nosotros nadie nosh, sargento? —preguntó.
—¿Respeta? —sugirió Colon.
—No, no, no. Otra cosa. No importa. El casho esh que a nosotrosh nadie nos eso.
Por su mente circulaban vagas visiones, una habitación llena de criminales, gente que se había burlado de él, gente cuya sola existencia le había ofendido durante años…, todos tirados por el suelo, gimiendo. No tenía muy claro cómo había sucedido, pero una parte casi olvidada de él mismo, un Vimes mucho más joven con una cota de mallas reluciente y lleno de grandes esperanzas, un Vimes al que creía ahogado en alcohol desde hacía mucho tiempo, estaba inquieto de repente.
—¿Te…, te…, te digo una cosa, shargento? —empezó.
—¿Señor?
Los cuatro tropezaron suavemente contra otro muro, y comenzaron otro lento baile de cangrejo por el callejón.
—Eshta ciudad. Eshta ciudad. Eshta ciudad, shargento. Esta ciudad es una, es una, es una Mujer, shargento. Eso. Una Mujer. Una vieja presiosidad, shargento. Peroshitenamorasdella, te…, te…, te pega una patada en losh dientesh…
—¿Una mujer? —se sorprendió el sargento Colon. El esfuerzo de pensar hizo que la frente se le llenara de sudor—. Mide doce kilómetros de ancho, señor. Y hay un río. Y montones de casas, montones de casas y cosas, señor —razonó.
—Ah. Ah. Ah. —Vimes lo señaló con un dedo inseguro—. Yo no he disho que fuera una mujer pequeña. ¿Eh? ¿Lo he disho?
Blandió la botella. Otra ráfaga de pensamientos aleatorios zumbó por su mente.
—Lesh dimosh una buena lección, ¿eh? —añadió emocionado, mientras los cuatro emprendían un viaje indirecto hacia el muro de la otra acera—. Lesh dimosh una buena lección. Ashí aprenderán.
—Claro —asintió el sargento, pero sin demasiado entusiasmo.
Aún seguía meditando sobre la vida sexual que llevaba su superior. Pero el estado de ánimo de Vimes no era de esos que necesitan que los alienten.
—¡Ja! —gritó a los oscuros callejones—. ¿A que no osh gushtó, eh? ¡Ahora conocéish el sabor de vueshtra propia eso, vueshtra propia medicina! —Lanzó al aire la botella vacía—. ¡Las dos en punto y shereeeenoooo! —aulló.
Eso sí que era una noticia sorprendente para las figuras oscuras que los habían seguido durante los últimos minutos. Sólo el asombro en su estado más puro había impedido que los hicieran partícipes de su interés. Estos tipos son guardias, obviamente, estaban pensando: llevan los cascos de guardias, y el uniforme de guardias, y aun así están en Las Sombras. Así que los observaban con la misma fascinación con que una manada de lobos se concentraría en un rebaño de ovejas que no sólo hubieran entrado en el claro, sino que estuvieran jugando, saltando y balando alegremente. El resultado, por supuesto, sería el mismo al final, pero entretanto la curiosidad demoraba el desenlace. Zanahoria alzó la cabeza, aturdido.
—¿Dónde estamos? —gimió.
—De camino a casa —respondió el sargento. Alzó la vista hacia el cartel de la calle, comido por la carcoma y acribillado a puñaladas—. Estamos…, estamos…, estamos… —Entrecerró los ojos—. En la calle Corazón.
—La calle Corazón no está de camino a casa —tartamudeó Nobby—. No queremos ir por la calle Corazón, está en Las Sombras. Por nada del mundo iría por la calle Corazón…
Se pararon de golpe. En un momento, la visión de la realidad cumplió la misma función que una noche entera de sueño y varias tazas de café cargado. Los tres se arremolinaron en torno a Zanahoria sin haberse puesto de acuerdo.
—¿Qué hacemos, capitán? —preguntó Colon.
—Eh…, podemos pedir ayuda —respondió Vimes, con tono inseguro.
—¿Aquí?
— Es cierto, es cierto.
—Debimos torcer a la izquierda en la calle Plata, en vez de a la derecha —gimoteó Nobby.
—Bueno, no volveremos a cometer el mismo error —replicó el capitán.
Al momento deseó haber elegido mejor las palabras.
Escucharon unas pisadas. A su izquierda, alguien se movía sigilosamente.
—Deberíamos formar un frente —señaló el capitán.
Todos intentaron formar un punto.
—¡Eh! ¿Qué ha sido eso? —preguntó el sargento Colon.
—¿El qué?
—Ahora se ha oído otra vez. Un sonido como de cuero arrastrado por el suelo.
El capitán Vimes trató de no pensar en capuchas y puñales.
Sabía que había muchos dioses. Un dios para cada profesión. Existía el dios de los mendigos, el dios de las prostitutas, el dios de los ladrones…, probablemente, incluso el dios de los asesinos.
Se preguntó si, en algún rincón de tan vasto panteón, habría algún dios dedicado a proteger a los agentes de la ley en apuros y a punto de morir.
Seguramente no, pensó con amargura. Eso no es suficientemente sofisticado para un dios. ¿Acaso alguno se preocupaba por los pobres tipos que trabajaban duro para ganarse cuatro chavos al mes? Naaa, ni uno. En cambio, todos los dioses protegían a los bastardos listillos para los que el trabajo era robar el Ojo de Rubí del Rey Pelucón de su mismísima órbita. Nunca a los desdichados sin imaginación que se dedicaban a recorrer las calles, noche tras noche…
—Más bien como de escamas resbaladizas —se corrigió el sargento, a quien le gustaban este tipo de puntualizaciones intrascendentes.
Y entonces, oyeron otro ruido…
… quizá un ruido volcánico, o el de un geiser hirviente, pero en cualquier caso era un sonido largo, seco, semejante a un rugido, como el crepitar de las llamas en las forjas de los Titanes…
… pero no fue tan malo como la luz, de un color azul blanquecino, una de esas luces que te tatúan los vasos sanguíneos de los ojos en el fondo del cráneo.
Tanto el sonido como la luz duraron unos cuantos siglos, y luego, de golpe, cesaron.
El oscuro momento que siguió estuvo lleno de imágenes purpúreas y, una vez recuperaron el oído, de un tenue cliqueteo.
Los guardias se quedaron perfectamente inmóviles durante algún tiempo.
—Vaya, vaya —dijo al final el capitán, con voz débil. Tras una pausa, añadió con voz muy clara, cada consonante encajando perfectamente en su lugar—: Sargento, coge algunos hombres y ve a investigar.
—¿Investigar qué, señor? —preguntó Colon.
Pero el capitán ya se había dado cuenta de que, si el sargento cogía a unos cuantos hombres, él, Vimes, se quedaría solo.
—No, tengo una idea mejor. Iremos todos —dijo con firmeza.
Fueron todos.
Ahora que sus ojos se habían vuelto a acostumbrar a la oscuridad, pudieron ver un resplandor rojizo allá a lo lejos.
Resultó que era una pared enfriándose rápidamente. Los trocitos de ladrillo calcinado se iban desmoronando a medida que se contraían, eran los que producían el cliqueteo contra el pavimento.
Pero eso no era lo peor. Lo peor era lo que había en la pared.
Lo contemplaron.
Lo contemplaron largo rato.
Aún faltaba una hora o dos hasta el amanecer, pero ninguno sugirió que trataran de buscar el camino de vuelta en la oscuridad. Aguardaron junto a la pared. Al menos, estaba calientita.
Trataron de no mirarla.
Al final, Colon se removió intranquilo.
—Anímate, capitán —dijo—. Podría haber sido peor.
Vimes apuró el contenido de la botella. No surtió el menor efecto. Hay ciertos tipos de sobriedad de los que no se puede escapar.
—Sí —asintió—. Podría habernos pasado a nosotros.
El Gran Maestro Supremo abrió los ojos.
—Una vez más —dijo— hemos alcanzado un gran éxito.
Los Hermanos saltaron de alegría. Vigilatorre y Dedos se cogieron del brazo y empezaron a bailar entusiasmados en el círculo mágico.
El Gran Maestro Supremo respiró hondo.
Primero la zanahoria, pensó, y ahora el palo. Le encantaba el palo.
—¡Silencio! —rugió—. ¡Hermano Dedos, Hermano Vigilatorre, que cese al momento ese comportamiento vergonzante! ¡Y los demás, callaos!
Todos guardaron silencio, como niños revoltosos cuyo profesor acabara de entrar en el aula. Luego guardaron aún más silencio, como niños revoltosos que se dieran cuenta de la expresión del profesor.
El Gran Maestro Supremo dejó que terminaran de hundirse, y luego caminó entre los humillados Hermanos.
—Supongo —empezó a decir, vocalizando con claridad— que creemos que hemos hecho magia, ¿eh? ¿Hermano Vigilatorre? ¿Mmm?
El Hermano Vigilatorre tragó saliva.
—Bueno, eh…, tú dijiste qué sí, eh…, o sea…
—¡Aún no habéis hecho nada!
— Bueno, eh…, no, eh… —tartamudeó el Hermano Vigilatorre.
—¿Crees que los magos de verdad, después de cada hechizo sin importancia, empiezan a saltar por ahí y a cantar «qué buenos somos, qué buenos somos, qué buenos somos», Hermano Vigilatorre? ¿Mmm?
—Bueno, nosotros, más o menos…
El Gran Maestro Supremo giró sobre sí mismo.
—¿Y crees que se quedan mirando las vigas con gesto de preocupación, Hermano Revocador?
El Hermano Revocador sacudió la cabeza. Pensaba que nadie se había dado cuenta.
Cuando la tensión fue exagerada y, por tanto, satisfactoria, el Gran Maestro Supremo volvió a su lugar.
—No sé para qué me molesto —dijo con un suspiro de cocodrilo—. Podría haber elegido a cualquiera. Podría haber elegido a los mejores. Pero lo único que tengo aquí es un montón de críos.
— Bueno, eh… —lo interrumpió el Hermano Vigilatorre—, hemos hecho un auténtico esfuerzo, o sea, nos hemos concentrado de verdad. ¿A que sí, muchachos?
—Sí —respondieron a coro.
El Gran Maestro Supremo los miró fijamente.
—En esta Hermandad no hay lugar para Hermanos que no nos apoyen al máximo —advirtió.
Con un alivio casi visible, los Hermanos, como corderillos aterrados que se ha abierto una puerta de salida en el matadero, galoparon hacia ella.
—¡La palabra clave es compromiso! —exclamó el Gran Maestro.
—La palabra clave. Eso —asintió el Hermano Vigilatorre.
Dio un codazo al Hermano Revocador, cuyos ojos se habían desviado de nuevo hacia la carpintería.
—¿Qué? Oh. Sí, claro. La palabra clave. Por supuesto —se apresuró a declarar éste.
—Y fe, y fraternidad —añadió el Gran Maestro Supremo.
—Eso también, eso también —dijo el Hermano Dedos.
—De manera que, si alguno de los presentes no desea, mejor dicho, no ansía seguir adelante, que dé un paso al frente ahora mismo.