¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Se hizo un silencio de muerte mientras Zanahoria pasaba una página más y continuaba:

—También es mi deber informarle de que tengo intención de presentar pruebas ante la justicia para que se utilicen en el juicio por otros delitos contra el Acta de Juego Público, 1567, el Acta de Higiene en Locales Públicos, 1433, 1456, 1463, 1465, eh…, y de la 1470 a la 1690, además de… —Miró de soslayo en dirección al bibliotecario, que sabía que se avecinaban problemas y se estaba acabando su cerveza apresuradamente—. Contravenciones del Acta sobre Animales Domésticos y de Granja (Cuidado y Protección), 1673.

El silencio que siguió a sus palabras tenía una rara cualidad de expectación, de respiración contenida, mientras los clientes de la taberna esperaban a ver qué sucedía a continuación.

Charley dejó cuidadosamente el vaso, cuyas manchas brillaban ahora, y bajó la vista hacia Nobby.

Nobby trataba de fingir que estaba completamente solo y que jamás en su vida había tenido relación alguna con quienquiera que fuese el que estaba a su lado y por casualidad llevaba un uniforme idéntico.

—¿Qué dice éste de la justicia? Aquí no tenemos de eso.

El guardia, aterrorizado, se encogió de hombros.

—Es nuevo, ¿verdad? —insistió Charley.

—Tiene derecho a permanecer en silencio —siguió Zanahoria.

—No es nada personal, espero que lo comprendas —dijo el encargado de la taberna a Nobby—. Es una comosellame. El otro día pasó por aquí un mago que hablaba de eso. Una cosa torcida de la educación, ¿sabes lo que quiero decir? —Pareció meditar un instante—. Una curva de aprendizaje. Eso era. Es una curva de aprendizaje. Detritus, mueve ese trasero de piedra, ven aquí un momento.

En instantes como éste, algún cliente del Tambor Remendado deja caer siempre un vaso. Eso mismo fue lo que sucedió.

El capitán Vimes corrió por la Calle Corta (la más larga de la ciudad, una prueba del sentido del humor morporkiano, famoso por su sutileza) mientras el sargento Colon trataba de seguir su ritmo sin dejar de protestar. Nobby estaba junto a la puerta del Tambor, dando saltitos. En momentos de peligro, tenía una manera de trasladarse de un lugar a otro sin al parecer moverse por el espacio intermedio, cosa que hubiera sido la envidia de cualquier medio de transporte de materia.

—¡Está peleando ahí dentro! —tartamudeó, agarrando al capitán por un brazo.

—¿Él solo? —se sorprendió Vimes.

—¡No, con todo el mundo! —gritó Nobby sin dejar de dar saltitos.

—Oh.

La conciencia le decía: Somos tres. Él lleva el mismo uniforme. Es uno de tus hombres. Acuérdate del pobre Gaskin.

Otra parte de su cerebro, la parte odiosa y despreciable que le había permitido sobrevivir en la Guardia durante los diez últimos años, dijo: Es de mala educación interrumpir a la gente. Esperaremos hasta que acabe, y luego le preguntaremos si quiere ayuda. Además, la Guardia no debe intervenir en las peleas. Es mucho más sencillo entrar cuando han acabado y detener a los que queden en pie.

Se oyó un estrépito cuando una ventana cercana se rompió desde el interior y lanzó a uno de los camorristas hacia la acera contraria.

—Creo —dijo el capitán con cautela— que debemos hacer algo rápidamente.

—Es cierto —asintió el sargento Colon—. Si seguimos aquí, podrían hacernos daño.

Se deslizaron sigilosamente calle abajo, hasta llegar a un punto donde no se oía tanto el crujido de la madera al romperse y el chasquido del cristal al quebrarse, y tuvieron buen cuidado de no mirarse entre ellos. En la taberna se oía algún que otro grito, y también, a intervalos frecuentes, un misterioso sonido, como si alguien estuviera golpeando un gong con la rodilla.

Se quedaron allí de pie, envueltos en un silencio avergonzado.

—¿Has tenido ya vacaciones este año, sargento?

—Sí, señor. Envié a mi esposa a Quirm el mes pasado, a ver a su tía.

—Me han dicho que Quirm es muy bonito en esta época del año.

—Sí, señor.

—Que hay muchos geranios y todo eso.

Una figura salió despedida por una de las ventanas superiores y se estrelló contra el suelo.

—Allí es donde tienen un reloj de flores, ¿no? —insistió el capitán a la desesperada.

—Sí, señor. Es muy bonito, señor. Todo hecho de flores, señor.

Se oyó un ruido que recordaba mucho al que hace algo al golpear algo repetidamente con algo de madera y muy pesado. Vimes cerró los ojos.

—No creo que el pobre hubiera sido feliz en la Guardia, señor —lo consoló el sargento.

La puerta del Tambor Remendado se había roto tan a menudo durante las peleas que hacía poco habían instalado unas bisagras especialmente resistentes, y el hecho de que el siguiente golpe terrible arrancara de la pared toda la puerta junto con el marco decía mucho en favor de su calidad. En el centro del caos, una figura trató de incorporarse sobre los codos, dejó escapar un gemido y se derrumbó de nuevo.

—Bueno, parece que eso es todo… —empezó a decir el capitán.

Nobby lo interrumpió bruscamente.

—¡Es ese maldito troll!

—¿Qué? —se sorprendió Vimes.

—¡Es el troll! ¡El que tienen en la puerta!

Se acercaron con toda cautela.

Desde luego, era Detritus, el asesinón.

Es muy difícil hacer daño a una criatura que, la mires por donde la mires, está hecha de piedra. Pero, al parecer, alguien lo había logrado. La figura caída gemía como si fuera un par de ladrillos entrechocando.

—Esto sí que es una novedad —dijo el sargento vagamente.

Los tres se dieron la vuelta y contemplaron el rectángulo de luz brillante que ocupaba el lugar donde había estado la puerta. Desde luego, las cosas parecían haberse calmado mucho en el interior.

—No pensaréis que va ganando, ¿verdad? —preguntó el sargento.

El capitán tensó la mandíbula.

—Lo averiguaremos —dijo—. Se lo debemos a nuestro camarada guardia.

Tras ellos, se escuchó un gemido. Se volvieron y vieron a Nobby, saltando a la pata coja y sujetándose el otro pie con ambas manos.

—¿Qué te pasa?

A modo de respuesta, Nobby siguió gimoteando.

El sargento Colon lo comprendió enseguida. Aunque el comportamiento de la Guardia se podía definir generalmente como una mezcla entre obsequioso y cauteloso, no había ni uno solo de ellos que no hubiera catado en un momento u otro los puños de Detritus. Nobby se había limitado a intentar resarcirse, siguiendo la tradición de los policías de cualquier lugar.

—Le ha dado una patada en las rocas, señor —explicó Colon.

—Qué vergüenza —replicó vagamente el capitán. Titubeó un instante—. No sabía que los trolls tuvieran rocas… en ese sentido —señaló.

—Puedes estar seguro, señor.

—Qué cosas. La naturaleza tiene caprichos extraños —asintió Vimes.

—Es verdad, señor —respondió el sargento, obediente.

—Y ahora, ¡adelante! —los animó el capitán al tiempo que desenvainaba su espada.

—¡Sí, señor!

—Tú también, sargento.

—Sí, señor.

Era posiblemente el avance más discreto en la historia de las maniobras militares, al final de la escala en la que el primer puesto era para cosas del estilo de la Carga de la Brigada Ligera.

Echaron un cauteloso vistazo al otro lado de la puerta destrozada.

Había muchos hombres tendidos sobre las mesas, o sobre lo que quedaba de las mesas. Los que aún seguían conscientes parecían lamentarse de ello.

Zanahoria estaba de pie en el centro del local. Su oxidada cota de mallas estaba desgarrada, había perdido el casco, las piernas no le sostenían demasiado bien, y un ojo se le estaba poniendo morado, pero reconoció al capitán, soltó al cliente de la taberna, que protestaba débilmente bajo su brazo, y ensayó un saludo.

—Quisiera informar de treinta y un Escándalos Públicos, señor, y de cincuenta y seis casos de Comportamiento Incívico, cuarenta y un delitos de Obstrucción a un Agente de la Ley en Cumplimiento del Deber, trece cargos de Agresión con Arma Homicida, seis delitos de Ataque Criminal y…, y…, el cabo Nobby ni siquiera ha empezado a enseñarme…

Se derrumbó de espaldas, destrozando una mesa.

El capitán Vimes carraspeó. No estaba muy seguro de lo que debía hacer ahora. Que él supiera, la Guardia nunca se había visto en semejante situación.

—Creo que deberíamos darle algo de beber, sargento —señaló.

—Sí, señor.

—Y tráeme una copa a mí también.

—Sí, señor.

—Ya que estás en ello, ponte otra para ti.

—Y tú, cabo, ¿te importa…, qué estás haciendo?

—Registrandoloscuerposeñor —respondió Nobby rápidamente, al tiempo que se incorporaba—. En busca de pruebas incriminadoras y esas cosas.

—¿En las bolsas de monedas?

Nobby se escondió las manos tras la espalda.

—Nunca se sabe, señor.

El sargento había localizado una botella de licor milagrosamente entera entre el caos, y obligó a Zanahoria a ingerir parte de su contenido.

—¿Qué hacemos con toda esta gentuza, capitán? —preguntó por encima del hombro.

—No tengo ni la menor idea —replicó Vimes al tiempo que se sentaba.

La cárcel de la Guardia era tan pequeña que sólo cabían seis personas bajitas, las únicas a las que solían detener. Y allí había…

Miró a su alrededor, desesperado. Allí estaba Nork el Empalador, tendido bajo una mesa y emitiendo sonidos balbuceantes. También vio a Henri el Gordo. En el local se encontraba también Simmons el Matón, uno de los camorristas taberneros más temidos de la ciudad. Era, en resumen, un montón de gente cerca de la cual no le gustaría estar cuando se despertaran.

—Podríamos cortarles las gargantas, señor —sugirió Nobby, veterano de cien campos de posbatalla.

Había encontrado a un tipo inconsciente que parecía de la talla adecuada, y le estaba quitando las botas, bastante nuevas y de su número.

—Eso no estaría bien —replicó Vimes.

Además, no sabía cortar gargantas. Era la primera vez que se daban las circunstancias.

—No —siguió—. Creo que lo mejor será que los dejemos marchar con una amonestación. Bajo uno de los bancos se oyó un gemido.

—Además —añadió apresuradamente—, deberíamos poner a salvo a nuestro camarada caído. Lo antes posible.

—Bien pensado —asintió el sargento.

Echó un trago de licor para calmarse los nervios.

Entre los dos, consiguieron cargar con Zanahoria y arrastrar su cuerpo inerte escaleras arriba. Luego, Vimes se derrumbó por el esfuerzo, y miró a su alrededor en busca de Nobby.

—Cabo Nobbs —jadeó—, ¿por qué sigues dando patadas a la gente cuando están inconscientes?

—Porque así es más seguro, señor —respondió Nobby.

Al cabo le habían hablado hacía tiempo sobre las peleas limpias, y lo poco ético que es golpear a un enemigo caído, y luego él interpretó esas normas y pensó en cómo aplicarlas a alguien que mide un metro veinte y tiene el tono muscular de una banda elástica.

—Bueno, pues ya basta. Quiero que amoneste a estos infractores.

—¿Cómo, señor?

—Bueno, pues…

El capitán Vimes se detuvo. No tenía la menor idea. Nunca lo había hecho.

—Limítate a hacerlo —bufó—. No querrás que te lo explique todo, ¿verdad?

Nobby se quedó solo en la cima de las escaleras. Los murmullos y gemidos se oían cada vez más, señal inequívoca de que los combatientes empezaban a despertar. El cabo pensó a toda velocidad. Sacudió un dedo sin dirigirse a ninguno en concreto.

—Que os sirva de lección —dijo—. No volváis a hacerlo.

Y echó a correr como si le fuera la vida en ello.

Arriba, entre las vigas, el bibliotecario se rascaba la cabeza con gesto reflexivo. Desde luego, la vida estaba llena de sorpresas. Seguiría los futuros acontecimientos con mucho interés. Peló un cacahuete con los dedos del pie y se alejó, meciéndose en la oscuridad.

El Gran Maestro Supremo alzó las manos.

—¿Han sido debidamente lustrados los Turíbulos del Destino, de manera que los Pensamientos Malvados e Impíos queden fuera del Círculo Santificado?

—Y tanto.

El Gran Maestro Supremo bajó las manos.

—¿Y tanto? —repitió.

—Y tanto —asintió el Hermano Yonidea con gesto alegre—. Yo mismo lo he hecho.

—Se supone que debes responder, «Sí, Oh Supremo» —rugió el Gran Maestro—. Te lo he dicho un millón de veces, si no entras en el espíritu…

—Eso, escucha lo que te dice el Gran Maestro Supremo —lo secundó el Hermano Vigilatorre, clavando la vista en el infractor.

—Me pasé horas enteras lustrando los Turíbulos —murmuró el Hermano Yonidea.

—Continúa, Oh Gran Maestro Supremo —dijo el Hermano Vigilatorre.

—Bien, prosigamos —suspiró el aludido—. Esta noche vamos a probar otra invocación experimental. Confío en que hayáis conseguido un material digno, Hermanos.

—… venga a frotar, venga a frotar, ¿y te dan las gracias? Noooo…

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