Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Por otra parte, -pensaba Luis María,- ¿cómo afianzar su lealtad, tantas veces descalabrada en la prueba? Cuando Lavalleja y Oribe, aceptando el apoyo del general Álvaro de Costa, que procuraba retirarse con sus voluntarios reales a Europa, sostenían las pretensiones del cabildo «a una independencia absoluta», Rivera se alistaba en las filas del imperio, bajo las órdenes de Lecor, aceptaba honores y resistía activamente, con su valimiento y prestigio a una tendencia nacional acentuada, que era un anhelo vivo, constante en los hombres de corazón.

Ahora, la fatalidad de los sucesos envolvíalo en un movimiento análogo que él no había preparado; que lo arrastraba en sus remolinos violentos y que debía conducirlo más lejos de lo que él mismo hubiera previsto; enredándolo en sus propias mañas y amoldándolo por fuerza a un modo de ser y temperamento que pugnaban con su sistema de caudillaje exclusivo y sus miras hacia el futuro de supervivencia prepotente.

De todos modos, en el desarrollo de los sucesos que tan extraños y fuera de lo común se presentaban, tendría él oportunidad de descubrir sus afinidades si había doblez en su actitud del momento. ¡Acaso fuese sincero!… ¿Quién podía leer con claridad en aquel rostro movible, lleno de reflejos vivaces o de sombras según las circunstancias; ni adivinar la intención en las frases cortadas o ingeniosas que solían escaparse de sus labios gruesos, como muestras de espíritu travieso y perfectamente adaptable a todos los caprichos de la suerte?

Por otra parte, él había asegurado una posición que debía mantener sin mella su prestigio.

Berón experimentó cierta sacudida nerviosa, cuando le vio llegar departiendo con Lavalleja.

Ya no era el mismo de horas antes. Traía el semblante encendido, sonriente, y accionaba, con aire de hombre que ha recuperado su dominio. Hacía como que escuchaba con gran atención a su interlocutor, inclinada la cabeza, y el mirar de soslayo con cierta expresión socarrona, para asumir luego un aspecto grave de mesura que transformaba su gesto en una mueca de máscara. Pareciole al joven que en aquellos párpados semi-caídos y en la mirada de flanco, casi dormida, había algo del «aguará» que explora y husmea. Calcaba sus palabras en las de Lavalleja, en perfecto acuerdo, y acompañábale en la risa con otra retozona y contigiosa que daba inflexión a sus mejillas, de un moreno coloreado por sangre robusta. Se encogía con frecuencia de hombros y enarcaba las cejas negras, echándose sobre el cuello del caballo, cuya clin poníase a peinar con los dedos. Esta caricia de «matrero», solía venir aparejada con su risa zumbona, llena de malicia, y alguna ocurrencia picante.

¿De qué hablaban? Sin duda del plan estratégico a observarse con respecto al enemigo, ignorante de lo que pasaba. Lavalleja expedía con vehemencia. Su voz recia, amontonando roncas exclamaciones, semejaba un redoble.

Luis María llegó a oír esto, que decía Rivera:

-La «armada» es grande; pero no ha de escapar ninguno… Todo está en marchar sin detenerse, en lo oscuro y gambeteando.

– VII –

Empezaba a anochecer cuando la columna así engrosada al igual de esas que un viento de tempestad improvisa y hace, rodar con mayor ímpetu a medida que se crece en su carrera, abandonó su campo, derivando entre asperezas hacia San José de Mayo.

En esta villa se hallaba destacado un regimiento brasileño, compuesto de paulistas. Su jefe, el coronel Borba, soldado violento y vanidoso, que tenía en poca monta a los nativos, no sólo como hombres de guerra, sino también como elementos de sociabilidad estimables, no tenía noticia alguna de lo que había ocurrido en Monzón. Por completo descuidado entre los halagos de la vida urbana, recibió una tarde una nota del comandante general de campaña, en la que se le ordenaba que sin pérdida de tiempo buscase con su regimiento la incorporación a las demás fuerzas en el paso del Rey.

El coronel Borba se apresuró a disponer la marcha, confiado en que, a poco de operar con el experto baqueano y caudillo Frutos, no quedaría por aquella zona ni rastro de rebeldes.

Estos se encontraron en el paso en las primeras horas del día, deteniéndose la fuerza de combate como a doscientos metros al frente, en formación. Los prisioneros, que eran casi tantos como los combatientes, fueron relegados al flanco izquierdo con sus custodias; a la derecha, guardando distancia prudencial del vado, se colocaron varios jefes y oficiales, con algunos ordenanzas.

Como en otros puntos, ardía allí un buen fogón. El liberto Juca, asistente del brigadier, reparaba un grande asado de costillar ensartado en una baqueta, a la vez que el café en una regular caldera.

Antes de caer la tarde, había llegado al campo, tirada por robustos bueyes, una carreta llena de vituallas, seguida de un destacamento de caballería, pasando vehículo y hombres, sin la menor brega, a poder de los afortunados invasores.

Cuaró y el liberto Esteban, que se hallaban con sus ropas en jirones, echaron mano de dos vestuarios. Ladislao se apoderó de un capote. Aunque con su vestimenta también en guiñapos, Ismael miró con desdén los uniformes de tropa «portuga»; pero, en cambio, se hizo dueño de una trompa de bronce que traía la carreta colgando del timón, la que ciñó a los «tientos» de la cabezada de su lomillo.

En esta operación le sorprendió Luis María, quien lo dijo sonriendo:

-¿También suelo V. soplar, capitán?

-A ocasiones -contestó Ismael- cuando quedo solo.

Esta es compañera que defiende junto con lo que grita… Un toque apriendí y es el que más asusta.

-¡Ah, ya!…

Cuaró parecía malhumorado, pues se le había dicho que no habría pelea, sino una sorpresa sin peligro.

Acercose a ellos Ladislao, echándose el capote a las espaldas, y con la vista hacia arriba, exclamó:

-Agua mansa viene, y a lo gallo hemos de quedar… La trampa que se arma va a apretar al «finchado» en lo escuro, si es que el guapo no ventea de aquel costao y se alza con un bufido.

-La armada se achicó -repuso Ismael-. Cuanto meta el bazo, no hay más que tirar del «pial».

La atmósfera en verdad, estaba cubierta por gruesos vapores, y empezaba a caer una lluvia fina, de esas que perduran largas horas y vienen acompañadas de un aire fresco y sutil. La tarde declinaba rápidamente. Al reparo del monte denso llamareaban los vivacs entre humaredas y emanaciones de carne-flor dorada al rescoldo de los troncos no secos, cuyos gases escapaban por los extremos entre espumas en borbollón. Los soldados circuían los fuegos; tomaban «mate» o comían; pero, con sus armas ceñidas y sus caballos ensillados. La orden era de tenerlos del cabestro.

Cuando el regimiento de paulistas llegó al vado, cerraba una noche lluviosa, de profundas tinieblas.

A poco de haberse detenido allí, Borba atravesó el río por orden superior y fue a acampar al flanco izquierdo de los patriotas en la falda de un mamelón.

El comandante Oribe, con varios hombres, siguió en las sombras paso a paso el movimiento, y, deteniéndose al fin en el paraje preciso frente a la cabeza de la tropa brasileña, dijo a Luis María, que marchaba a su lado:

-Ordene V. al coronel Borba que forme pabellones, y desfile por su derecha, en nombre del comandante general.

Luis María se acercó al jefe paulista, en instantes que otro ayudante le invitaba a pasar con todos sus oficiales al vivac de Rivera, así que terminara de colocar su fuerza.

Berón, a su vez, trasmitió la orden que llevaba.

Practicose en el acto la maniobra, en la forma prescripta; y enseguida Borba y sus oficiales se dirigieron al fogón del brigadier.

Apenas se hubo él separado y perdídose en las tinieblas, un jinete grande y fornido se abalanzó sobre la retaguardia de la tropa que desfilaba, lo mismo que si se tratase de golpear con los encuentros a un vacuno que se aparta del «rodeo». Las filas se deshicieron, bruscamente al sentir el empuje imprevisto, y todos los hombres se agruparon en montón deforme, precipitándose en medio de estrujones y caídas hacia el llano en que se encontraban los prisioneros. El jinete, enorme en la oscuridad, los atropellaba a diestra y siniestra y dábales con el cuento de su lanzón para que no se rezagasen, profiriendo voces roncas.

Alto y negro, en un caballo que bufaba a cada embestida herido por la espuela, aquel fantasma arremolinaba la grey lo mismo que un ganado sobre un suelo pastoso cubierto del agua de la lluvia; y al brillo de algún relámpago que lo tiñó de luz verdosa, los soldados sin tino, azorados, concluyeron por correr hasta refundirse en el núcleo acampado entra custodias. La guardia le abrió camino, repartió algunos golpes aquí y acullá con las culatas de las carabinas, rodeó de nuevo aquella masa confusa de hombres hacinados, y el silencio volvió a reinar en la densa tiniebla.

El jinete se había vuelto hacia los pabellones, que en ese momento eran recogidos por soldados del escuadrón de Oribe.

-¿Desfilaron? -interrogó una voz.

-¡Ya! -respondió el jinete-. El «rodeo» quedó grande, y el charco chico.

-¡Oh! ¡El teniente Cuaró! -gritó uno-. No perdona la ocasión de arrimarse al bulto.

El aludido, pues Cuaró era en efecto, repuso con calma:

-Los refregué por descargar la rabia, y no perder el costumbre. La lanza estaba ganosa, y lo mismo se quedó.

Un acento suave y tranquilo, que enfrió algo el ardor del teniente -pues que él sabía de que boca brotaba- se alzó a su lado, diciendo:

-Más vale así, compañero; matar por lujo no es del valiente.

Cuaró guardó silencio; y Luis María, que era el que había hablado, volvió su caballo hacia el fogón de Rivera, donde se agitaban bultos y se alzaban voces, como si allí ocurriera un conflicto serio.

Cuaró enderezó al sitio, refunfuñando; acaso, sintiéndose arrastrado por la influencia extraña que el joven voluntario ejercía sobre él, en otros casos tan duro y selvático.

Borba había llegado con sus oficiales al vivac del brigadier, un tanto perplejo por los rumores que llegó a sentir a su retaguardia, allí donde formara pabellones.

-Mal tiempo lo acompaña, coronel -díjole Rivera alegremente al estrecharle la mano-. El viento sopla crudo, pero aquí hay café listo, un buen fogón y regular compañía.

-¡Lléguense ustedes! -añadió dirigiéndose a los oficiales, siempre placentero-. No ha de decirse que falte el agasajo y la buena intención, en noche como ésta que parece de brujos. Juca, dále el jarrito al coronel, que esté caliente y espumoso. ¡Noite do diavo!

-Muito friolenta, siú Frutos; noite de constipado mais para abrigo que para peleja…

-Otros que andan por ahí a salto de monte no han de pensar de ese modo, y a la fija que no duermen por ganarle largas al tiempo… y, a ó inimigo! Lavalleja es como gato montés.

El comandante general se reía de muy buena gana y restregábase las manos, para concluir formando un círculo con los índices y pulgares, a modo de «lazada», levantando aquellos a la altura del pecho.

En rededor de los recién venidos se había hecho como una herradura. Las cabezas aparecían pálidas y atentas, algo siniestras en su taciturnidad al resplandor rojizo del vivac. Los oficiales de Borba se miraban con inquietud, sin pronunciar palabra.

El coronel secundó en su risa a Rivera; y, extendiendo las dos manos hacia la llama para secarse la humedad de la lluvia, preguntó con tono de ruda ironía:

-¿Onde ficaron os patrias revoltosos?… O atordoado Lavalleja não e que um volta costas…

De temor es que, se nos aparezca como un convidado al fogón, coronel; porque le gusta mucho hacer las del ñandú, confiado el hombre en la noche y la gambeta…

-¡Ficaria morto!… E una brincadeira, señor brigadeiro Ainda não vi ninguem leopardo pelas florestas…

-Y hay algunos aquí en el llano, -le interrumpió con la mayor naturalidad el brigadier-. No, podremos tallar báciga esta noche; y lo peor del cuento es que ni tiempo han dejado para poner mano a la espingarda, ni saltar en pelos. ¡Vienen triunfando con la «ronca»!

Esto diciendo, diose vuelta, lleno de aquella risa que semejaba zumbidos de abejón.

Borba y sus oficiales miraron sorprendidos para atrás, en instantes que Lavalleja, dirigiéndose al primero, pronunciaba estas palabras:

-¡Ríndase a las armas de la patria, o paga con su vida la menor resistencia!

Borba, atónito, fijó sus ojos en todos los semblantes airados, y vio que en el círculo las manos nerviosas se posaban en las empuñaduras de los sables o en las culatas de las pistolas. Oyó también que alguno, hirviendo en cólera, decía: