Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Los gajos del aromo y del laurel agreste se entremezclaban con la yedra y los claveles del aire. Algunas violetas aparecían aquí y allá entre los vivos matices, como arrojadas por un soplo de angustia.

La fosa se había abierto junto a la que encerraba a Dora.

Natalia quiso que su amigo descansara al lado de la que le amó como ella; ¡tal vez con la misma intensidad e idéntica ternura!

Una cruz de coronillo alta y retorcida, en cuyos brazos se enroscaban parietarias lanzando a todos rumbos un centenar de guías, señalaba el sitio en que reposaba la cabeza de la amable joven, que fue luz del pago.

Cerca, en un grupo de «talas», una banda de «horneros» bulliciosos hería el aire con sus gritos alegres, que a don Cleto parecieron ecos de aquellas risas encantadoras de otro tiempo.

Guadalupe llevaba una cruz semejante a la que adornaba la tumba de Dora; fabricada en la noche, como el ataúd, por Esteban y el capataz.

En tanto sepultaban el cuerpo de Luis María, Natalia se puso de rodillas al borde del hoyo, siguiendo con la mirada cómo subía a oleadas la tierra negra que caía sobre la caja.

Las flores habían sido amontonadas a un lado, para ser luego desparramadas encima.

La joven tenía los ojos hundidos y el rostro de una blancura casi transparente. Más rígida que nunca, ni una crispación se notaba en sus facciones, ni en sus labios marchitos. Parecía haber apurado de un sorbo toda la hiel del sufrimiento.

Antes de abandonar las «casas», había besado muchas veces al muerto en la frente y en las mejillas; y apartada de allí, había vuelto en silencio con gran fuerza de voluntad, y estrechado contra la suya su cabeza, besándolo entonces en los labios yertos con una caricia interminable.

Arrancada de nuevo del sitio, había retornado sin mirar a otro objeto que al que fue su adorable deliquio, con un gesto tan duro y sombrío, que nadie se atrevió a detenerla; y otra vez acarició al muerto, cortole dos rulos, que guardó en el seno, echole sobre el pecho un puñado de flores, arreglole bien la almohadilla, y después dijo con acento dulce:

-Ahora sí… ¡No hay más que hacer!

Cuando salían, habíale dicho su padre a modo de ruego:

-Tú no vas, hija. Basta con nosotros.

Y ella respondido con una firmeza tranquila:

-¡Sí, que iré!

Y había venido ahogando sus sollozos, altiva en su dolor, hasta aquel lugar reservado para el último sueño de su novio.

Vio echarle tierra sin modular una queja, en apariencia insensible.

Apenas en el párpado nervioso podía notarse su honda agitación interna, y en la expresión desolada de sus pupilas el abismo abierto a sus fervientes amores.

Sin duda se había secado la fuente del llanto, y sólo quedaba dentro ese pesar agudo que hace latir la arteria a saltos y denuncia una revolución de los afectos más ardientes del ánimo.

La fúnebre tarea duró breves instantes.

La tierra llegó al nivel; se aplanó; púsose la cruz en línea recta con la de Dora, a igual altura; y por último esparciose sobre las dos tumbas; un poco de arena fina traída de la ribera para rellenar las más pequeñas grietas del suelo.

Hecho esto, Nata se levantó y diseminó en aquel corto espacio las hojas y flores como quien rocía con agua bendita.

Después, dijo a su padre:

-Les haremos aquí una casita que les preserve de la lluvia que filtra y del hielo, ¿verdad?

-Sí.

Natalia echó a andar, y todos siguieron en pos.

El grupo, al llegar a las casas, se disolvió silencioso, como se había reunido. El pesar era profundo.

Natalia, entró a su habitación sin fuerzas; y arrojose en el lecho. En él quedó como muerta, hasta el otro día.

Con el alba se levantó, y púsose a escribir a la madre de Berón.

Parecía serena; tenía firme el pulso, y trazó los caracteres con calma dolorosa.

«Ya acabó de sufrir -decíale entre otras cosas de mujer convencida de que nadie ha de dolerse más que ella.- Su último beso fue para ti y lo recibió todo mi boca. Yo le cerré los ojos, y le corté dos rizos; uno para ti, otro para mí. Ahí va el tuyo… Lo acompañé hasta el sitio que yo había señalado para que durmiera, y vi como lo acostaban. ¡Está en buena compañía madre! y lo he de cuidar siempre… Tendrás mi visita todos los días y muchas flores, de las más hermosas que se encuentren en mi jardincito y en la ribera; además les haremos una «glorieta» a los dos, con ceibos y claveles del monte. ¡Nunca se apartará de mí su memoria! Sea cual fuere la hora en que te acuerdes de él, yo también estaré pensando en el amigo adorado que fue la ilusión de mi vida. ¡Ay, madre! por más que las dos lloremos, no hemos de llevar el vaso de amargura en la medida en que lo hemos bebido… ¡Consuélate, a pesar de todo, de que siempre tendremos lágrimas!»

Como esta carta decía, elevose en el lugar solitario un pabellón que rodearon los ceibos y enredaderas de la selva, y al poco tiempo se formó un cerco espeso de flores y follajes.

Después, los céspedes se unieron a los ceibos que retoñaban, las enredaderas y lianas hiciéronse trenzas largas y ondulantes y se asieron a las cruces con todo el vigor de brazos que se crispan ansiosos de apoyo.

Las cruces llegaron a desaparecer poco a poco en un boscaje que se alzó trepando en torno del cenador por dentro y fuera, y sólo quedó en el interior como un sendero tortuoso que terminaba allí donde estaban los símbolos funerarios.

Las avispas y las abejas salvajes zumbaban en los días ardientes bajo la bóveda y elaboraban su miel en la espesura de mburucuyáes y «camambués».

Cuenta una tradición del pago que en aquel búcaro enorme, ornado siempre de frescas frondas, guías y festones y a la vez que criadero exuberante de selváticas aromas, venían los pájaros en nutridas bandas a fabricar sus nidos, oyéndose al cuajar la aurora y al morir la tarde un himno eterno de complicados silbos y arrullos; y añade la tradición también, que a esas horas, unas veces entre luces y otras entre sombras, veíase entrar y salir del cenador a una mujer taciturna, rígida y fría que no por esto dejaba de sonreír a los vivos, pero que sólo parecía hablar con los muertos.

FIN