Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Notó que entre estos últimos venía un mocetón cuyo rostro no le era extraño, y cuyo nombre mismo le asaltó en el acto a la memoria.

Echó pie a tierra allí a pocos pasos. Traía el brazo en cabrestillo, y en sus facciones desencajadas revelaba que su debilidad era mucha.

-¡Ya te veo medio manco, Celestino! -gritole con gran confianza.- Mi «chifle» tiene con qué darle alegría al cuerpo.

El mozo miró, y reconociéndole a poco de observarle con ojos de desvalido, vínose rápido, diciendo:

-¡Hermano Esteban, la mesma providencia! Hará gasto porque ya no puedo de lisiao… Estoy como pájaro de laguna, con una pata alzada y la otra que le tiembla.

-Ahora te se van a quedar más firmes, Celestino… Dale al «chifle».

Y se lo alcanzó de buena voluntad.

El herido bebió una y dos veces; entonose; devolvió el «chifle», lleno de gratitud, y exclamó:

-¡Qué suerte negra la mía, caneja!… Recién llegao esta madrugada de «Tres ombúes», me junto a la gente de Santa Lucía, comienza el refregón, cargamos cinco veces y en la última me machuca el brazo una redonda que vino de la loma del diablo, a la fija maridada por el primero que disparó a todo lo que le daba el reyuno… ¡Ayudáme, hermano, a rabiar!

-Ya bastante rabié -contestó el negro con mucho sosiego.

«Tres ombúes» ¿Tú viniste de allá, Celestino?

-Mesmito. De una tirada del «picaso». Y bien me decía don Luciano que mejor juera llegase tarde, ya que no quería yo escurrirle el bulto al entrevero; porque hombre que anda atrasao, gruñía el viejo, las balas lo desconocen.

-¡Que está en la estancia don Luciano? -interrumpiole Esteban sorprendido.

-Sí que está, desde hace cuatro días, y también su gente.

Al oír esto, el liberto se agitó, nervioso y preocupado. Ocurriósele pensar en la niña y en Guadalupe; instantáneamente recordó que allá en la estancia se había asistido y sanado su señor en otro tiempo; que él ahora necesitaba de cuidados muy celosos, antes que viniese la fiebre a agravar su estado; y que nada más natural que llevarlo allí, donde lo querían y podían brindarle una cama menos dura que la del carro de la difunta.

Asaltándole en tropel todo esto, y cierto interés particular que él se reservaba en el fondo por no mesturar lo delicado con «sus cosas de negro», tomó una resolución súbita y dijo al mocetón:

-Vas a aguardarme aquí, Celestino. En este carretón está un herido que quiero como a mis entrañas: es el ayudante Berón. No has de permitir que se acerque ninguno, hasta que yo dé la vuelta. ¡Dame tu palabra, y después verás que lo vas a agradecer!

-Te la doy.

-¡Bueno! Cuando yo venga te curo, y marcharemos juntos. Si querés, te dejo la carabina, por si atropellan.

-No preciso. Tengo el sable y esta mano libre.

Sin hablar más, Esteban montó y arrancó a escape rumbo a la línea.

Celestino vio transcurrir el tiempo, recostado, al carretón.

Llegaba la noche. Los ruidos iban cesando, como si todos los que habían combatido durante aquella ruda jornada se sintiesen abrumados por una inmensa fatiga.

Agapa, que había encendido el fogón junto a su carrillo no vino al sitio, muy ocupada al parecer en obsequiar un regular número de convidados, que eran otros tantos caballerizos.

-Mientras se prolongaba la ausencia de Esteban, seguían produciéndose novedades en el parque.

Llegaban por momentos trozos de «caballadas» en número tan crecido, que podían contarse por miles las cabezas. Eran de las que se habían tomado, y seguíanse recogiendo en el que fue campo enemigo.

Su paso en masa compacta, semejante a una tronada sorda, era el único ruido que hería el espacio en aquel lugar retirado aparte de las voces repetidas a intervalos por las custodias, que continuaban recibiendo prisioneros de todas partes.

En cierta hora, se armó una tienda en la ladera.

Un fuego ardió pocos instantes después, y distinguiose agrupación numerosa de hombres que se movían delante de la entrada.

Celestino, que se paseaba impaciente de uno a otro lado, mortificado por el ardor de su machucadura, oyó decir en el fogón de Agapa que aquella tienda daba abrigo al coronel Latorre herido en la primera carga de los dragones.

Al volverse hacia el carretón, sintió tropel de caballos.

Era Esteban que regresaba, arreando tres, utilizables para el tiro.

El liberto informó a su compañero que había obtenido pase por escrito de su jefe para conducir al ayudante en el carretón, hasta la estancia de don Luciano Robledo, con facultad de disponer de un soldado como auxiliar.

-¡Pues no hay más! -replicó el mocetón.- ¡Aquí estoy yo, y en derechura!

-Te iba a convidar -dijo Esteban;- pero veo que no es preciso… Con el brazo sano, me vas pasando esos arreos que están abajo del carretón mientras yo sujeto los mancarrones. ¡No te vayas a aplastar!

Celestino, campero diestro, moviose diligente sin objeción alguna. Su herida era leve, y llegó a olvidarse de ella y sacar el brazo del cabestrillo en la faena.

-¡No importa! -decía el negro afanoso;- yo te voy a curar luego… Dame ese tiro de guasca peluda para ponérselo a este loro, y ese medio bozal de potro que cuelga del limón… ¡Vaya, macaco!… ¡Trompeta!

Y repartía cachetes en los hocicos.

-En encontrar estos «sotretas» se me fue la hora… Pero son gordos y de aguante. Tú irás en la delantera y yo de «cuarteador», para andar con menos tropiezos. Va a hacernos nochecita clara, el camino es como pared de iglesia, y no hay que mudar para dar la sentada hasta «Tres ombúes»… ¡Diablo de «sotreta»! El que te domó fue a la fija un maula, porque te dio entre las orejas por la vida ociosa. ¡Vaya, matungo!

Y sonó otro puñete recio en las narices.

El caballo dio un salto de manos y un resoplido, estornudó y se estuvo quieto.

Con los escasos arreos de Jacinta, concluyeron de enjaezar el tiro a fuerza de mano dura e ingenio; y antes de asegurar y colgar los «muchachos», Esteban hizo una inspección en el interior del vehículo.

El herido se había puesto boca arriba, y seguía en su modorra. Lo arrebujó convenientemente en previsión de peripecias en el viaje; y, aunque titubeando, acercó a sus labios secos la calderilla con agua, después de haber vertido en ella una buena cantidad de «caña». Al principio, el herido los removió resistiendo, pero luego bebió con ansia hasta dejar casi vacío el recipiente.

Cuando el liberto descendió, ya Celestino estaba en la delantera empuñando el rendal.

Llenó él las últimas diligencias, tentó con los dedos ruedas y quinas por si faltaba algún accesorio; colgó los puntales y, dando al fin un gran resuello, montose en el caballo de «cuarta» diciendo bajo:

-¡Vamos!

El vehículo se movió al paso, dirigiéndose por los sitios más solos, hasta salvar la próxima loma.

Una blanca claridad bajaba de los cielos y se extendía plácida en el infinito mar de las hierbas.

Como fugaces sombras, a la par que negras rumorosas, con un rumor de alas fornidas, solían cruzar lentas la atmósfera hacia el llano, sembrado de despojos, bandas dispersas de grandes aves graznadoras.

– XXXIV –

El día que se siguió a la salida de Bentos Manuel de Montevideo, reinó verdadera alegría en la casa de Berón motivada por la presencia de don Luciano Robledo, que recobraba al fin su libertad merced a los reiterados empeños del capitán Souza con el barón de la Laguna.

Este grato suceso compensó en cierto modo las angustias que causaba la partida de la columna brasileña; y por tres o cuatro días se celebró sin reservas en aquel hogar tan combatido.

Don Luciano, sin embargo, manifestó su resolución inflexible de irse al campo a atender sus intereses tan largo tiempo relegados a la suerte, aun cuando para cumplirla fuera preciso arrostrar todo género de dificultades y peligros.

En vano se le pidió que la postergase, en atención al estado en que se encontraba la campaña y al hecho de habérsele dado la ciudad por cárcel. Robledo se mantuvo firme.

Entonces, Natalia díjole que no se iría sin ella.

Esto hízole vacilar algunas horas.

Trató a su vez de convencerla con las razones más concluyentes. Llegó a agotar sus extremos cariñosos.

La joven mostrose tan resuelta como él.

-¿Acaso te soy pesada? -díjole con amargura.- Puedes necesitar de mí, ahora más que nunca. Yo quiero ir a la estancia; allí descansa mi hermana y están todas las memorias que amo, bien lo sabes… ¡Si no me llevas, me iré sola!

Don Luciano la abrazó, accediendo a todo.

La partida debía hacerse, por la vía fluvial, en una sumaca de don Pascual Camaño, la que los conduciría en la noche a la barra de Santa Lucía, aprovechándose del alejamiento momentáneo de las naves de guerra que vigilaban las costas del Este, a la espera de corsarios.

La noche de la despedida fue de sensación.

La madre de Berón, que había observado en Natalia a más del que le guiaba al acompañar a su padre, el interés de aproximarse y aun de ponerse al habla con su hijo, retuvo a la joven entre sus brazos reiteradas veces, como disputándole aquella primicia deliciosa; y hasta llegó a decir que ella se pondría en viaje también, pues que se sentía fuerte para ello.

Esa lucha fue de largos momentos, y sólo cesó cuando Natalia dijo llena de fe y entereza:

-Si así lo quiere la suerte, yo he de cuidarlo, mucho… ¿No cree V. madre que yo soy capaz de hacer por él todo lo que V. en su ternura? ¡Oh, sí!… ¡Que digo verdad, Dios lo sabe! No tema, no, porque hemos de ser felices. Yo le escribiré todo lo que sepa; y si lo veo mucho más. ¡Nada dejaré por decir!

Ante estas seguridades, la madre cedió.

La partida se hizo ejecutivamente en la sumaca con toda felicidad. El embarque se realizó sin tropiezos ni dilaciones a la hora prefijada y en sitio aparente.

Soplaba un ligero viento sur que condujo la pequeña nave a la barra con rapidez.

Una vez allí al romper el alba don Luciano tuvo que andar poco para llegarse a la «estancia» uno de sus viejos amigos, quien le facilitó un carro con su tiro correspondiente que le condujese con su hija y Guadalupe a «Tres ombúes».

La llegada a la estancia, después de tantas vicisitudes fue de emociones.

Don Anacleto salió a recibirlos, excusando a Nerea y Calderón, los peones viejos, que a esa hora se encontraban en faenas de pastoreo algo distantes de las «casas».

-Que vengan -dijo Robledo.- Quiero yo mismo poner en orden todo esto, pues confío en que no han de volver a apresarme. ¡Antes, gano el monte!

El capataz estaba contento y dio buenas noticias a su patrón del ganado.

Poco se había perdido.

Aquel era como un rincón oculto, espaldado por inmensos bosques, y a causa de eso sin duda, las partidas que «arreaban» haciendas vacunas y yeguares habían pasado de largo «repuntiando a gatas», como decía don Anacleto, algún trocito de morondanga del lado allá del paso.

¡Hasta su «terneraje orejano» se había librado del arreo!

Los «matreros» se habían comido algunas vaquillonas con cuero; pero la pérdida era de poca monta.

Natalia y Guadalupe pusieron mano activa y celosa al arreglo de la casa; todo lo removieron, limpiaron y reformaron, al punto que don Luciano no pudo menos de decir, cuando volvió de recorrida del campo, que sin mano de mujer no había nunca hogar que se quisiera.

Al verlo tan aseado y alegre, en su misma humildad, sintió que renacía su amor al viejo arrimo.

Todas las plantas se habían multiplicado y entretejido; las enredaderas silvestres, sin miedo a la poda, alargándose cuanto pudieron, serpentiformes y enmarañadas, se habían trepado a los arbustos y de éstos pasado a los árboles en cuyos troncos formaban rollos gruesos como maromas. Los retoños venían con fuerza.

Caían las últimas florescencias en los frutales y follajes nuevos de un verde-morado cubrían los grandes caparachos de gajos.

Las golondrinas habían vuelto a anidar bajo el alero, y los «dorados» en las copas de los ceibos que enseñaban ya semi-abiertos sus racimos de flores granate.

En la huerta nada se había cultivado.

En cambio, los agaves desprendían sus pitacos enhiestos de entre las últimas hojas listadas de amarillo y verdi-negro.

A un costado el bosque de Santa Lucía intrincado y espeso se revolvía en giros caprichosos, cubriendo inmensa zona; al fondo los cardos recomenzaban a llenar el pequeño valle con un enjambre de tallos y de pencas, y más acá, a poca distancia del linde de la huerta, habían rodeado aquel sitio de todo género de plantas de la selva, de modo que era un boscaje o red de infinitos hilos, troncos y ramajes entrelazados y confundidos, muchos de los cuales aparecían cuajados de flores y brotos.