Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Formando con su montura un solo bulto a fuerza de encogerse y disminuirse, arremetió por dos ocasiones el cerco sin resultado pero en la tercera embestida, poniendo el alma en Dios, y en Guadalupe, suelto, ágil, intrépido, con una risotada bestial de negro cimarrón, logró abrir brecha, la daga en alto y el torso sobre las crines, arrancando a sus adversarios un grito de rabia y de sorpresa.

Ya fuera del remolino aturdidor, sin miedo a las armas de fuego, que estaban vacías y se cargaban por la boca en múltiples tiempos y movimientos, Esteban se lanzó al simple galope a una cuesta que trepó sujetando, para evitar una rodadura, y desde allí hizo un ademán de desprecio.

Ellos continuaron su carrera enardecidos, y no hubiesen dado grupas, si por un flanco no surge inesperado uno de los escuadrones de la reserva que corría uniforme e inflexible como un rodillo, a lo largo del llano.

Pero, si bien cambiaron rienda, fueles corto el tiempo y el espacio; porque apenas castigaron librando la vida a la rapidez de sus caballos, en vez de proyectiles silbaron por detrás las «boleadoras», en número tan crecido, que algunas de ellas, golpeando en cráneos y pulmones, dieron en el suelo con buena parte de los fugitivos.

El liberto espoleó sin tregua, hasta llegar al sitio en que dejara a Luis María.

Miraba con atención al suelo, examinando uno a uno los rostros de los muertos.

No pocos tenían las cabezas partidas por el medio, con una masa blanquecina en borbollón a la vista; a otros, las cuchilladas les habían agrandado las bocas hasta el pómulo; muchos presentaban hundidos los temporales como a golpes de clava; algunos exhibían tajadas las gargantas de una a otra oreja; los menos, boca abajo, mostraban en los riñones el estrago de las moharras y medias lunas.

Esteban escudriñó bien.

Llamole un cadáver la atención.

Era este el de un hombre joven, esbelto, de figura distinguida, que vestía el uniforme de capitán y ceñía todos sus arreos, por lo que el liberto dedujo que debía haber muerto en lance aislado pues que no lo habían dejado en ropas menores los soldados menesterosos.

Desmontose rápido y desprendió una de las presillas que en los hombros llevaba el difunto.

Notó entonces que un sablazo, dado por una mano de hierro, le había levantado casi por completo el coronal en forma de casquete, y que por la cisura enorme salía como una crespa caballera colorante.

-Este sablazo no lo dio mi amo -se dijo el liberto.

El pelo negro caía en mechón sobre la cara, oculta en los tréboles.

Esteban lo separó, y enderezó la cabeza del muerto, mirándolo un instante fijamente.

Estaba tan lívido y desfigurado, que tardó en reconocerle, aunque ya había sospechado que aquel difunto no le era desconocido.

¡Oh, sí! Aquel era el capitán Souza, el rival de su amo, a quien él sirvió alguna vez y de quien fue servido.

Pues que estaba tendido, allí, donde su señor se había batido solo contra muchos, no tenía porque sentirle. El montón de cuerpos que cubría el sitio denunciaba una lucha espantosa; él no presenció todo en su entrada rápida y más rápida salida del círculo de hierro; pero, tantos contra uno, ¿quién pudo haberlos impulsado?

El negro, al hacerse en su interior esta pregunta, se acordó de muchas cosas; miró otra vez al muerto, y movió la cabeza con aire de quien da en la clave de un enigma.

Siguió andando luego a pie, con su cabalgadura del cabestro rodeó la colina, siempre investigando; se paró muchas veces para cerciorarse de que no iba descaminado; y por último volvió al lugar de que había partido con la intención de recorrerlo esta vez en sentido opuesto.

A uno y otro lado del terreno que había ocupado la línea, situada ahora varias cuadras adelante, precipitando la derrota, había tendidos más de quinientos muertos. Aparecía el suelo sembrado de sables, carabinas, pistolas y morriones.

Esteban sabía bien que no era entre aquellos restos que debía buscar su señor, puesto que él se había batido en la loma del centro.

Quizás, tratando de salvarse, hubiese retrocedido hacia donde entonces formaba la reserva, que era en una falda, inmediatamente detrás de la colina.

No había abandonado aún la altiplanicie, cuando apercibió entre las matas, acostado boca arriba, el cuerpo de un hombre de talla gigantesca, cuyos ojos negros, fuera de las órbitas, conservaban todavía un reflejo de cólera y de dolor.

Sin duda estaba agonizante.

Acercose el liberto, y vio que tenía clavada de lado en el vientre una lanza, cuya medialuna invertida asomaba uno de sus extremos por debajo de la costilla final, formando la herida como una hoya en las entrañas que hubiesen abierto las garras y colmillos de un «yaguareté».

Un trecho más allá, a su izquierda, yacía otro cuerpo con los brazos en cruz, y el semblante lleno de sangre hasta el cuello, donde el líquido se había estancado en coágulos espesos.

Dejó Esteban que el moribundo acabase en paz, y fuese al que ya parecía muerto de veras.

Lo estaba, en realidad.

Pero al observarlo con detenimiento, el negro lanzó una voz.

No era el despojo de un hombre aquél, sino el de una mujer, que por el traje lo parecía.

Un cabello negro, crespillo y corto aunque abundante, no alcanzaba a velar las sajaduras que dividían el cráneo, al punto de que más de un rulillo cortado por el filo de los corvos aparecía pegado en las sienes por gotas aún frescas de sangre bermeja. Uno de los brazos, el izquierdo, estaba casi separado del hombro por un mandoble feroz.

Tenía los párpados semicaídos, como quien se adormece. Un gesto que podía asemejarse a sonrisa había quedado impreso en la linda boca de la muerta, que enseñaba limpios, de una intensa blancura, sus dientecillos de niño. Bajo la blusa de tropa desgarrada, el seno alto denunciaba el sexo. Los pies pequeños descubrían apenas sus extremidades en las puntas de unas botas de piel de puma con pelaje, desgastadas a medias en las plantas. Las manos cortas y gorditas mostraban varios tajos y puntazos en los dedos y el reverso, teñidas de coágulos venales. En el seno entreabierto se veían algunas flores de clavel manchadas de rojo, que volvían sus pétalos hacia el suelo estrujadas y marchitas.

Esteban reconoció a Jacinta; y la estuvo contemplando su rato con mirada triste.

Dilatáronsele al fin las alas de la nariz; miró a todos lados con atención suma; tornó a contemplarla con aire afligido, y a mirar delante, a los costados, detrás, a lo lejos, en la loma, en el declive, en el horizonte, diciéndose lleno de congoja:

-Si ésta ha muerto aquí, ¿dónde lo han matado a él?

En el fondo de las pequeñas colinas a su frente, había distinguido multitud de hombres desmontados, guardias numerosas, carros sin tiros, reinando allí una quietud que contrastaba con la agitación violenta de la línea a sus espaldas, que seguía avanzando en batalla hasta ocultarse detrás de apartadas lomas.

Después de vacilar un momento, montó en su caballo, y dirigiose al parque a rienda suelta.

Al llegar a sus inmediaciones, se cercioró de que los jinetes desmontados, entre los cuales había tres jefes y cincuenta oficiales, eran prisioneros, cuyo número total excedía en mucho al de seiscientos.

Custodiábanlos tres escuadrones de «maragatos».

A la derecha de la custodia, llegados hacía poco tiempo, habían hecho alto varios carros cargados de armas y municiones arrebatadas al enemigo.

Curábanse heridos a retaguardia.

Vio cerca de una hondonada el carretón de Jacinta reposando sobre sus dos «muchachos», y a él se encaminó como cediendo a un presentimiento.

Agapa andaba por allí juntando «leña de vaca» para hacer su fogón; seca y dura como su piel cetrina pegada a los huesos, amorrada, huraña.

Al distinguir a Esteban, se detuvo, sin embargo, demostrando cierto interés; y antes que él la hablase, dijo rápida y concisa:

-Está ahí, en el carretón. Lo mandó levantar el comandante.

-¡Ah! -contestó el negro gozoso, al quitarse un enorme peso.- ¡Es suerte! Mucho lo he buscado… Jacinta queda allá la pobre, hecha una criba…

-Juerza era. Cuando no había de meterse en un entrevero, ¡si era pior que paja brava!

Y Agapa siguió recogiendo por aquí y por allí los residuos del ganado, de los que había formado una pila por delante, tentando con los dedos en cada alzada por si estaban muy frescos, en cuyo caso los dejaba caer, procurándose otros de mayor consistencia.

Andando hacia el carretón, el liberto animose a preguntar con miedo:

-Y el ayudante, doña Agapita, ¿está muy lastimao?

Ella se encogió de hombros con las espaldas vueltas, y sin otra respuesta continuó en su tarea.

-¡Carpincho tísico! -murmuró el negro.

Apeose, y como su redomón no se dejase poner paciente la «manea», aplicole el negro, para desahogar su rabia, un golpe de puño en el hocico seguido de un tirón maestro de orejas.

Después, se fue acercando despacio a la puertecita del carretón, a la que se asomó sudoroso, anhelante y febril.

Allí estaba Luis María tendido sobre un lecho improvisado con mantas y cubierto con un poncho hasta el pecho.

Su cabeza reposaba sobre un lomillo duro, y parecía gozar de un apacible sueño.

El negro, reprimiendo su aliento, trepose diestro al vehículo. Había dentró espacio para dos.

En cuatro manos, observó a su señor con prolijo interés.

Vio entre las ropas entreabiertas, que le habían vendado el pecho con una tira de lienzo crudo, y también el brazo. Respiraba leve como quien ha perdido mucha sangre.

Esteban se bajó con el mismo cuidado que había tenido al treparse.

Sin perder tiempo, desató su poncho de paño de los «tientos» de su montura y lo puso al lado del carretón.

Enseguida, se dirigió presuroso al carrillo de Agapa, que descansaba sobre sus varas allí cercano.

La criolla andaba lejos, siempre recogiendo residuos de vaca, cuyas pilas iba dejando de trecho en trecho.

El liberto echó mano de una maleta de ropas blancas lavadas, sacó dos piezas, y se volvió.

Con esas piezas, y el poncho, metiose de nuevo como un gato en el carretón.

Púsose entonces a funcionar.

Del poncho hizo una almohada blanda, que colocó sobre el lomillo, levantando con extrema suavidad la cabeza del herido.

De las piezas blancas sustraídas a Agapita, hizo vendas e hilas con la mayor escrupulosidad; las que iba amontonando en los rinconcitos como cosa de gran precio.

Terminada esta tarea minuciosa, sin perder un minuto, mojó un puñado de hilas en una calderilla llena de agua que había en un extremo y que Agapita habría traído sin duda para el «mate»; abrió bien las ropas de Luis, que seguía en su especie de sopor, quitole la venda del pecho, y con las hilas mojadas lavole muy despacio la herida.

Poca sangre salía de ella. La bala había penetrado entre dos costillas sin rozarlas, abriendo una boca estrecha; pero no había salido. Cerciorose de esto Esteban, examinando la espalda con detenimiento, sin mover al herido, que yacía de costado. Secó la parte dañada, púsole hilas secas y la vendó.

Practicó en el brazo izquierdo, que descansaba un tanto recogido sobre el tronco, igual diligencia. Esta herida presentaba dos bocas junto al húmero, y la hemorragia había sido copiosa. El sable, al salir, había abierto las carnes como navaja al pelo; por lo que el liberto dedujo, sulfurado, que el dragón que así estoqueó había dado a su acero doble filo contra ordenanza.

En su irritación, para nada tuvo en cuenta que él entró en pelea con larga daga sin lomo, para afeite hasta el mango.

Roció bien aquella honda desgarradura, que ya empezaba a inflamar el brazo, y que sin duda era en extremo dolorosa, porque más de una vez se crispó el cuerpo del joven como tocado en una llaga viva.

Extendió sobre ellas las hilas en «camadas», como él decía, y púsole los vendajos flojos para no hacerle sufrir.

Cuando concluyó esta operación, corríale el sudor a lo largo del rostro, tenía los ojos enrojecidos y los dedos trémulos.

Consolole, sin embargo, el aspecto del yacente. Seguía respirando sin sobresaltos, en medio de aquel sueño profundo.

Bajose; cerró la portezuela.

Enseguida, desprendió la carabina que llevaba colgante a un flanco de su montura, la cargó y echosela con la correa a la espalda.

El día declinaba.

A cada instante llegaban destacamentos con grupos de prisioneros, carguíos de municiones y de armas cogidas al enemigo, y heridos leves a las ancas, a quienes practicaban la primera cura cirujanos tan peritos como el liberto.