Se había sabido, después, aunque sin certidumbre que aquellos hombres desconocidos habían atravesado el ancho río en medio de peligros idénticos a los que acababan de conjurar, a causa de las embarcaciones armadas que hacían la vigilancia de costas; que la corriente les fue tan propicia como la suerte en tierra, y que el capitán de una cañonera brasileña aseguraba no haber visto bote ni chalupa alguna en el canal, sino un «camalote» en el que iban dormitando varios tigres que arrastraban hacia abajo las aguas correntosas.
Mas se susurraba en los pagos del oeste; y era que, según los informes de un patrón del cabotaje llegado con su balandra a Mercedes, poco después del suceso, unos hombres desconocidos que parecían venir de la ribera oriental habían desembarcado en un punto desamparado de Las Conchas, con trajes muy descompuestos, botas enlodadas, hasta las rodillas y un aspecto sospechoso o de gente aviesa o contrabandista. Él los había visto casualmente, al regresar a la costa de una corta excursión al interior, y cuando se metían en los grandes pajonales del bañado, sin duda huyendo, de toda pesquisa. Llevaban «recados» al hombro, por lo que debía presumirse que habían cabalgado o que tentaban hacerlo.
Estos vagos siniestros tenían unas figuras imponentes, cabezas desgreñadas cubiertas con chambergos negros y ponchos cruzados por el pecho. Iban mirando a todos lados, como quienes acechan. Cuando la autoridad salió a perseguirlos, ya se habían perdido entre las altas maciegas, sin que nadie hubiera acertado a dar con ellos ni con el rumbo que llevaban.
La verdad es que estos rumores y comentarios tenían en inquietud los pagos del litoral.
¿De qué se trataba?
Si era de nuevas peleas para emancipar la tierra, los emigrados vivían en sueños; pues el enemigo que de ella se había enseñoreado disponía de tanto poder, que sólo pensar en redimirla era demencia. El yugo, demasiado recio y resistente, con coyundas de hierro, no podía romperse con una sacudida de toro. Se había fabricado a propósito para bajar la cerviz a un coloso, y obligarlo a mirar siempre al suelo por más briosa pujanza que sintiese en su cabeza.
Luego estaba allí bien cerca, el dilatado imperio, semillero de hombres, fuente poderosa de riqueza, dispuesto a renovar sus legiones en caso de suerte adversa, y a cambiar la índole genial y las costumbres del elemento nativo, como había cambiado el mapa geográfico político. Estaba allí, a un paso, el foco temible de fuerzas hostiles, el emporio de recursos inagotables en donde reponer las pérdidas, con un tesoro de millones, millares de combatientes y numerosos buques de guerra mandados por hábiles marinos.
En estas condiciones el adversario, ¿quiénes eran los que pensaban agredirlo? Se ignoraba. Pero fueren ellos quienes fuesen, corrían el riesgo de ser sacrificados apenas asomaran en campo raso.
Con las tropas que guarnecían el país podíase librar batalla a un fuere ejército, -al menos de la organización y contextura de los que entonces se formaban. En haz las unidades de combate de la conquista, constituían una mole incontrastable, con refuerzos inmediatos y generales expertos. Algunos de éstos habían tenido por escuela militar práctica las guerras de la península contra los ejércitos de Bonaparte, y por el hecho sus aptitudes para la táctica y estrategia superaban al nivel del médium; aunque éste les reservara con la sorpresa de lo imprevisto el guerrear inesperado.
La plaza fuerte de Montevideo rodeada de muros y batería contenía tropas escogidas de las tres armas.
El general Lecor habíalas distribuido en todo el cinturón de granito, alcanzando, a sumar tres mil soldados con la caballería desmontada. Esta guarnición podría duplicarse en breve tiempo con nuevos batallones de línea. Una escuadra anclada en el puerto, compuesta de los mejores buques, resguardaba la plaza de todo peligro del lado de la costa. Las casernas rebosaban de repuesto de armas, pólvora y balas; gran número de cañones de bronce habían reemplazado las piezas de hierro vacilantes en sus fustes, y fusiles de nueva fábrica, los viejos depósitos corroídos por la herrumbre Una mano vigorosa e inteligente parecía haber dado lustre al corselete del bivalvo, trabajado por el verdín y la broza desde el tiempo de la colonia; todo relucía en los instrumentos de guerra y en los hombres de armas. No había más que cerrar filas y morder los cartuchos. De aquel recinto fortificado, podíase, como en otros años, lanzarse columnas abrumadoras, sin perjudicar la defensiva de bastiones y explanadas. Era siempre como un antro de energías concentradas, las que al salvar el foso se resolvían en borbollón de penachos y de aceros.
En la campaña, este poder tendría en pocos días su complemento. Las extremidades participarían de la robustez del tronco. Una división entre el negro y el Uruguay, suficiente para rechazar cualquier avance, aun de tropas numerosas; los jinetes del mariscal Abreu y del general Barreto formando diez escuadrones en las proximidades de Mercedes, la ciudad histórica de las primeras leyendas; en la Colonia como Montevideo destinada a encerrarse tras de sus grandes portones, la infantería y la caballería de Rodríguez; un regimiento en el rincón de Haedo, custodiando las más hermosas «caballadas» arrebatadas a los distritos del norte; otro en Soriano. A estas fuerzas considerables debían agregarse más adelante las de Braz Jardim y de Bentos Gonzalves en número de mil quinientos soldados. Reuníanse a un paso de la frontera, y podían entrar inmediatamente en acción, si así lo exigieran las circunstancias, a la par de otros contingentes poderosos, como los cuerpos de infantería y buques de guerra que se enviaran en auxilio de Lecor, desde Río de Janeiro.
Todo esto, y la actitud misma del brigadier Fructuoso Rivera, comandante general de campaña; comentado por los patriotas a cuyos oídos habían llegado las voces de nuevos planes revolucionarios, daba base consistente a su creencia de que los emisarios perseguidos o debían haber sido portadores de un santo y seña de guerra o de muerte.
¡Fácil era que se hubiese exagerado!
– IV –
No transcurrieron muchos días después de esas sordas inquietudes, sin que una nueva emoción de sorpresa, casi de estupor, viniese a apoderarse de los ánimos en los mismos distritos de la costa. De esta vez, el hecho no podía ser más grave ni más terribles las consecuencias. Era aquello de que se trataba, una aventura sin ejemplo, a pesar de ofrecerlos muy notables, aunque de otra índole, la historia de las guerras de Artigas.
Súpose por distintos conductos, a propósito utilizados, que la empresa hasta entonces considerada imposible por exigir un esfuerzo gigantesco, había dado comienzo.
¿De qué manera?
Los antecedentes y detalles que se relataban eran motivo de asombro, a partir de que el gobierno argentino negaba todo su apoyo moral y material al movimiento. No obstante eso, se había producido. De ello tuvo bien pronto la certidumbre.
En los primeros días de ese mes, abril del año XXV, los emigrados prepararon dos gánguiles, barcas, de popa y proa iguales y cuyo aparejo consistía en un solo palo con vela latina en el centro.
Estos gánguiles o «chalanas», como las designaba en lenguaje la gente marinera, estaban a cargo de excelentes patrones cuyos verdaderos nombres aún no ha constatado la historia.
En uno de estos gánguiles, ayudoles más de una vez en sus faenas Andrés Echevest o Cheveste por corrupción, vasco animoso tan «baqueano» en los ríos como en la zona comprendida entre uno y otro arenal.
Esta circunstancia hizo que los promotores del movimiento escogiesen la «chalana» en que Cheveste había trabajado para la primera expedición, pues que el guía era inmejorable; y designado éste por «baqueano», encargaron sigilosamente el gánguil, con algunas carabinas, sables y pólvora.
En él se embarcaron doce hombres; dos oficiales y diez de tropa.
Se citaban sus nombres, con admiración, como de gente que estaban destinadas a morir dentro de breves horas.
Llamábanse los primeros Manuel Lavalleja y Atanasio Sierra; los últimos Juan y Ramón Ortiz, Santiago Ignacio Nievas, Francisco y Luciano Romero, Tiburcio Gómez, Carmelo Colmán, Juan Rozas, y Juan Acosta.
El vasco francés que los guiaba en el río y que debía acompañarlos en tierra firme, incorporado a la empresa por el hecho a la empresa constituía el número trece de la lista de expedicionarios.
Hinchada la pobre lona por brisas propicias, zarpó la «chalana» del puerto de Buenos Aires el día 5; cruzó el río sin llamar la atención más que una gaviota errabunda; y arribando a una playita solitaria que nadie visitaba, la de una isleta semi-anegadiza, apostadero de tigres, llamada, Brazolargo por su angostura, desembarcó su contingente.
Esta isleta, próxima a la ribera suspirada, facilitó el acceso de los expedicionarios a la estancia del patriota Gómez con quien habíanse convenido los medios de movilidad que tenía prontos, esperando la llegada del último refuerzo con los jefes.
Pero los días pasaron: dos semanas corrieron dentro del bosque siniestro, sobre un suelo de ciénaga hollado por alimañas, y como estas escondiéndose los hombres y procurándose el alimento a saltos en la espesura o arrastrando la res hasta la playa en tierra firme en medio de las sombras, derrengados, hoscosos, fieros, en su misma debilidad. La prueba no podía ser más ruda.
Los compañeros que debieron seguirlos sin demora, habían sufrido contrariedades serias, las que trae aparejadas todo plan que rompe con la monotonía de lo normal, desafía los vientos y las olas o descubre alguna malla de su tejido.
Notado el movimiento por las autoridades argentinas, celosas de su neutralidad, viéronse forzados los que quedaban a buscar puntos aislados en la costa que les sirviesen de salida en persecución de sus intentos temerarios. En ese afán constante, sin desfallecimientos, se agitaron durante once días llenos de fiebre. Al fin lograron reunirse en grupos, en sitios desiertos de la orilla. El tiempo se mostraba adverso, como los hombres. Un viento recio sacudía las aguas revolviéndolas en escarceos espumeantes. Tenían el peligro detrás, al frente, más allá, por todas partes los amagos del desastre. ¿Qué importaba? La resolución estaba hecha, el sacrificio ofrecido en aras de una pasión ferviente y quedaba el consuelo de morir, el postrer recurso de los fuertes cuando nadie los comprende ni los ampara en sus decisiones supremas.
Un norte dominante, que los antiguos habrían llamado aciago, de augurio funesto, azotó las pequeñas velas al extremo de ser arriadas más de una vez, para volver al casco su equilibrio.
Fue así como, después de rudas vicisitudes en todo lo ancho del río, los expedicionarios se reunieron a los que aguardaban en la isleta.
Este encuentro tan deseado, entonando la fibra, afianzó en aquellos varones el pacto de su arrojo con la suerte.
Los que llegaban y habían sido el tema de hondas ansiedades, eran Juan Antonio Lavalleja, jefe de la invasión; Manuel Oribe, segundo en el mando; Pablo Zufriategui, Santiago Gadea, Manuel Freire, Basilio Araujo, Jacinto Trapani, Simón del Pino, Manuel Meléndez, Gregorio Sanabria, Pantaleón Artigas, oficiales, Andrés Spikermann, cadete; Juan Spikermann, Andrés Areguati, sargentos; Celedonio Rojas, cabo primero; soldados Joaquín Artigas, José Leguizamón, Avelino Miranda, Dionisio Oribe y Felipe Carapé.
Los compañeros los condujeron al sitio oculto en que ardían dos fogones rodeados de asadores improvisados con ramas gruesas, y donde circulaba el mate como una infusión necesaria al temple de la fibra.
El lugar era aparente, circuido de vegetación arbórea por todos lados, de manera que hubiera sido difícil descubrir desde el río resplandor alguno.
Cheveste y dos más de los forzados isleños en la noche anterior, habían cruzado el río en una canoa, y carneado en la costa una vaca, que transportaron a su escondrijo.
De esa vaca se alimentaron; y de ella seguían comiendo, en el momento de la reunión de los demás expedicionarios.
Estos traían fatiga y hambre, y la cena fue de hermanos. Se cantaron décimas glosadas, se dio suelta al buen humor, y risas homéricas hicieron olvidar las amarguras pasadas a bordo del gánguil.