Oíase siempre encima el toque a degüello, y los escalones pasaban como fantasmas por los flancos, estremeciendo el suelo en pavoroso tropel.
El capitán brasileño, notando que sus hombres tenían de sobra con Cuaró, y que no adelantarían un palmo de terreno mientras tuviesen al frente aquel temible jinete, cambió de posición, hizo andar a toda brida su caballo y acometió con ímpetu a Luis María por retaguardia.
El joven ayudante permanecía en el centro del torbellino como abrazado al astil, pálido, desangrado, imponente en su misma actitud cuando su tenaz adversario le llevó el ataque.
Herido en las grupas de dos o tres cuchilladas que habían abierto hondos surcos con la piel hasta mostrar la carne viva, el lobuno de Berón se abalanzó de improviso hacia delante al sentir el avance, se encabritó y revolvió enfurecido por el dolor.
Cuaró encajó al suyo las espuelas haciéndole brincar en semi-círculo con los remos en el aire, y al sentar el redomón los cascos con un bufido de espanto, su jinete, echado sobre las crines, levantó el fornido brazo trazando con el sable otra curva y lo descargó en la cabeza del oficial brasileño arrancándole con el morrión la mitad del cráneo, que le volcó sobre el rostro como una máscara horrible.
El sablazo lo sacó como en volandas de la silla; rodó su cuerpo por las hierbas, y al agitarse en convulsiones cogiéronsele los cabellos a las matas volviendo el fragmento de cráneo a su lugar y dejando de lado, visible, lívido salpicado de sesos, un rostro joven que arrancó un grito a Luis María:
-¡Pedro de Souza!
-¡Mata! ¡Mata! -rugía Cuaró revolviéndose más furibundo con el brazo lleno de sangre y la pupila dilatada.
Y se lanzó sobra el grupo de enemigos con todo el poder de su caballo.
Fue como un turbión; al principio llevose todo por delante; luego la tropa volvió a cerrar el cerco a manera de una onda arrolladora; el sable terrible brillaba en el medio en siniestro culebreo; y en tanto este montón de centauros se escurría en la ladera entre alaridos arrastrando como en un remolino de aceros a Cuaró, Berón era de nuevo acometido por otro grupo de refresco, estrujado, envuelto en la balumba hasta la loma en medio de gritos feroces, tiros y estocadas.
Todavía sirvió al joven de defensa la moharra del estandarte; pero al llegar a lo alto de la colina, su caballo cayó muerto.
Quedose con él entre las piernas; y agitando la bandera gritó con desesperado brío:
-¡Sarandí por la patria!
Otro combatiente cayó de pronto sobre el núcleo apenas resonaba el grito, armado de una enorme daga de dos filos que esgrimía con admirable destreza.
Montaba un redomón tostado, cuyas narices como hornallas despedían dos humazos, y en cuyo cuello la sangre salpicada se mezclaba a la espuma del sudor.
Era el jinete un negro de contextura atlética, ágil, airoso, sentado sobre los lomos desnudos.
Entre sus piernas de vigoroso domador se arqueaba y torcía el tornátil vientre del potro despavorido, sin que éste en la violencia de sus arranques lograra separar a su amo del crucero.
Luis María lo reconoció en el acto. Era Esteban.
A la vista de aquel a quien había devuelto sus derechos de hombre que tan bien ejercitaba en la hora de prueba, el joven volvió a levantar con el estandarte por encima de su cabeza su tonante voz herida:
-¡Libertad o muerte!
El negro, amorrado y silencioso, apretó rodajas: el redomón dio un bote enorme cual si buscase salvar una valla de riscos, y echándose Esteban de costado a la usanza charrúa, tiró un golpe de daga al pescuezo de uno de los dragones.
El tajo fue horrible.
La cabeza del herido cayó sobre el hombro a modo de penacho volteado por el viento, brotó un surtidor rojo y bamboleándose un instante, derrumbose al fin el cuerpo inerte.
Cogido el pie en el estribo, fue arrastrado el cadáver a lo largo de la colina en vertiginosa carrera, y pudo verse por breves segundos girando como un molinete la cabeza del degollado.
El resto de los dragones se precipitó en masa sobre los dos combatientes; y en tanto Esteban era separado del sitio en reñida pelea un auxiliar más entró en acción, anunciándose con un grito ronco semejante al de una fiera que acude rápida a la defensa de la cría atacada por los perros.
Simultáneamente con el grito, una lanza blandida por una mano nerviosa hiriendo allí donde más ceñido y compacto era el grupo, formó hueco y dio paso a un jinete joven, lampiño, de semblante moreno y ojos negros, agraciado, robusto, que vestía blusa de tropa y calzaba botas de piel de puma.
Parecía su aspecto de otro sexo, aunque venía a horcajadas en un caballo arisco.
La duda duró poco, pues en el momento la denunció su voz de mujer bravía, que clamaba:
-¡Atrévanse, cobardes! ¡Vengan a mí, apestaos… aquí está Jacinta Lunarejo que les ha de pelar las barbas con esta media luna!
Y echó pie a tierra junto a Berón, tratando de defenderse por todos lados con su lanza; ora saltando como una tigre, ya arrastrándose sobre las rodillas, desgreñada, furiosa, bella en su mismo espantoso desorden.
Resonaron varias detonaciones de pistola.
Una bala atravesó el pecho de Luis María, derribándolo de espaldas.
Quedó tendido con el estandarte de su escuadrón abrazado sobre el pecho, de cuya herida manaba un hilo de sangre muy roja que se fue distendiendo en la seda hasta formar una gran mancha en el blanco y celeste.
Otro de los proyectiles se alojó en el cuerpo de Jacinta.
El disparo había sido hecho a quemarropa, y su blusa humeaba.
Al reincorporarse iracunda, cayole de costado el taco ardiendo, y ahogó por un instante su voz el humo de la pólvora.
Dos o tres de los más valerosos, tentaron levantar el estandarte con la punta de sus sables; pero Jacinta dio un brinco y sepultó su lanza a dos manos en el vientre del dragón de talla gigantesca, que alargaba cuanto podía su brazo para alzarse con el trofeo.
Se alzó, sí, más con la lanza prendida en sus carnes por la media luna invertida a manera de arpón, que se llevó en la fuga.
Luego, Jacinta cogió el sable de Luis María en su diestra, rodeó con su otro brazo el cuerpo del herido y empezó a arrastrarle con todas sus fuerzas, diciendo desesperada:
-¡A él no, bárbaros!… ¡Déjenlo por compasión que yo le cierre los ojos; no ven que ya está muerto!… ¡A él no, salvajes!
Y sin dejar de arrastrarle, repetidas veces herida en la cabeza y en los brazos, bañado el rostro en sangre, tambaleando, asiéndose entre crispaciones de las hierbas, su mano sacudía el sable apartando los hierros a golpes de filo.
Por dos ocasiones gritó, saliendo su voz como un ronquido:
-¡Cuaró! ¡Cuaró!
El teniente no podía oírle.
En cambio, sintió de cerca el toque de carga y la reserva con Lavalleja al frente acuchillando todos los escuadrones enemigos dispersos en la ladera, apareció bruscamente en la loma, descendió a escape al llano, y en lúgubre entrevero fueron cayendo uno a uno la mayor parte de los que habían hecho cejar a la línea del centro.
En esta carga cayeron prisioneros, entra otros jefes y oficiales, Pintos y Burlamaqui.
Jacinta, arrodillada junto al joven y libre ya de implacables adversarios, percibió entre desfallecimientos y zumbidos sordos, dianas y gritos de victoria.
Miró azorada a través de tules rojizos.
La llanura aparecía cubierta de centenares de cadáveres y despojos. Lejos, en el horizonte iluminado por los esplendores del sol, percibió regimientos en desorden, caballos sin jinetes, cuerpos hacinados entre los pastos, galopes furiosos, ecos de cornetas que semejaban aullidos de pavor.
Después se volvió hacia Luis María, cogiole el rostro entre las dos manos, levantole los párpados para mirarle las pupilas, peinole los rulos con los dedos temblorosos, diole un beso en la mejilla, y exclamó al fin desolada entre hipos violentos:
-¡Ay, flor de mi alma, sol de mi pago! Que salga de estas heridas toda mi sangre, por una mirada de tus ojos…
Pálida, vacilante, sus manos crispadas se cogieron al cuerpo inmóvil; sacudiéronlo; y en pos de este esfuerzo abrió los brazos para estrecharlo, resbalose suavemente y quedose acostada a su lado, exangüe, tiesa, sin temblores.
– XXXII –
El desorden en la línea del centro, y sus episodios, sólo habían durado algunos minutos.
Puesto Lavalleja al frente de la reserva que mandaba Quesada, y llevada la carga, quedó limpia de enemigos la ladera, rehízose en el acto la división de Oribe, y el escalón de Ismael, con su alférez a la cabeza, trepo a escape la loma, hallando solo y a pie su capitán entre los caídos en la pelea.
Al ver a sus soldados, dijo con su aire calmoso:
-¡Cayeron a tiempo!
Y enseñó el sable roto por el medio.
Alcanzáronle un caballo ensillado, uno de los mejores que por la falda vagaban sin dueño; y una de las lanzas arrojadas en la fuga por los escuadrones de Bentos Manuel.
Cogiola con desdén, y al montar murmuró:
-Puede que en esta mano alcance y sobre… ¡Avancen!
El escalón empezó a bajar la cuesta.
Toda la línea, en cuanto la vista dominaba, se movía al trote para ocupar el campo en que tendiera al principio la suya al enemigo.
Los cascos de la caballería iban chocando con millares de armas esparcidas en el suelo, y estrujando cuerpos muertos; delante, en un hermoso valle verde, los despojos eran más numerosos, y allí se arrastraban algunos hombres y bestias con las entrañas de fuera y un rumor de agonía.
Más allá, divisábase como una nube negra extensa que se agitaba en ondulaciones de serpiente, que era la de los restos brasileños, empeñados sin duda en hacer pie firme para tentar el último esfuerzo.
Hacia la derecha Zufriategui, después de doblar con ímpetu el ala izquierda enemiga desordenándola y poniéndola en fuga, había vuelto a su posición y traslomaba ahora la colina al son de las dianas.
Bajo el sable de sus escuadrones habían caído los más esforzados soldados de la izquierda imperial, cuando hecha la descarga por sus carabineros dio media vuelta en dispersión, al comienzo mismo del combate.
Hacia la izquierda notábanse tumultos, avances, repliegues; y llegaban ecos de clamores, de clarines, de fuego graneado.
Se llevaban cargas todavía. Allí estaba Rivera.
En el primer choque, con su empuje acostumbrado y su bizarra osadía, el brigadier no dejó un adversario a su frente, confundiendo en una mole informe los regimientos de Bentos Gonzalves.
Pero, acorridos éstos por su reserva, se reorganizaron en parte; trajeron nuevo ataque; hesitaron otra vez; volvieron grupas, y el sable de los dragones orientales, esgrimido sin cansancio, golpeó sus espaldas en todo el largo de la llanura, sembrándola de cadáveres.
Era lo que se percibía de la línea del centro.
Ismael observaba atento a todos rumbos; algo buscaba con sus ojos con cierta ansiedad; tal vez a Luis María, acaso a Cuaró.
El panorama era demasiado confuso para distinguir personas. Todos se movían y cambiaban de puesto con rapidez; los cuadros solían disiparse, apenas se esbozaban; los episodios se sucedían por minutos; el ambiente estaba nutrido de azufre y salitre, y el ánimo pasaba por la emoción de lo trágico, del desborde de los instintos conflagrados.
Por encima de todo, los clarines seguían incansables en su toque de diana llenando de notas agudas el espacio, como una música alegre que acompañara en su viaje a los muertos, siendo himno de vida, salmo de gloria, para los que se alzaban en los estribos rugientes bajo el sol de aquel día de gloriosa primavera.
Ismael señaló con la lanza el ala izquierda, y dijo cual si hablara a solas:
-¡Frutos!
Recordó tal vez que los dispersos de la extrema izquierda del centro se habían recostado a esa parte, y presumía que allí estaban sus amigos.
Bajando la cabeza, emprendió el galope hacia aquel rumbo.
El escalón, bien alineado, siguió detrás.
Antes que traspusiesen una «cuchilla» intermedia, en cuya cresta terminaba la línea de Rivera, y cuando sonaban ya lejanos los últimos disparos de los imperiales, apareciose en la altura un jinete que sujetó de golpe su caballo y clavó en tierra una lanza de moharra larga y forma culebrina.
Este jinete, al instante reconocido, mereció una aclamación de la tropa y un saludo de Velarde con el astil de su lanza.
El jinete cogió la suya, la remolineó muy alto como si manejará un junco, contestando marcialmente al saludo; y vínose al galope.