Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Y el liberto, con muy buen modo, le alargó un pañuelo en que estaban atadas las monedas que Luis María le había destinado.

La criolla se encogió de hombros, con un gesto de soberbia.

-¡Güeno, aura así que está lindo! -exclamó.- ¿Para qué preciso yo eso? Cuando doy por puro gusto, me chafan, y cuando vendo por ganancia, me pijotean. ¡Guárdese eso, no más! Y dígale a su señor que le agradezco, pero que yo no soy Agapita, que se muere por una amarilla, aunque venga del mesmo Calderón.

-No se resienta, doña Jacinta, que nunca ha sido intención de mi señor ofenderla ni en la punta de un pelo.

-No me salga, con quiebros, que asina ha de ser para pior. Jacinta Lunarejo es de otra laya a la que se piensa; no es animal de cáscara como otros para no dolerse cuando la hincan con una espina. Y vaya mirando que la gente se forma y apronta, y que allá en el otro campo se mueven como hormigas.

-¡Ya veo! Pero…

-No hay pero que más valga, ni breva madura. Tome el «churrasco» que le dije a que lo coma calientito todavía, sazonao en ceniza… Aura váyase, sin cirimonia, con su plata y todo, que yo tengo también que levantar estos trastes para dirme en ese mancarrón.

-Bueno, me voy -dijo Esteban montando.- A la fija no ha de tardar mucho que toquen a degüello. La gente está que arde por echarse encima de los «mamelucos».

Y guardándose en el cinto el pañuelo anudado que rechazase con tanta obstinación y enojo la criolla, se afirmó en los estribos, añadiendo:

-Ahí se acerca a esta loma la reserva, con los húsares. Ya a la izquierda de la línea han formado los dragones del brigadier Rivera, al centro la división de mi jefe… A la derecha se tiende en ala el comandante Zufriategui. ¡Lindo va a estar el baile! Adiós, doña Jacinta.

-¡Que Dios lo ayude!

Esteban picó espuelas.

La mañana abría esplendorosa.

En ese momento Lavalleja recorría las filas arengando las tropas; un gran murmullo se sentía de extremo a extremo de la línea alternando por vítores ruidosos; y delante, en el llano extenso, como a veinticinco cuadras, veíase mover otra línea oscura de dos mil cuatrocientos jinetes enemigos que a su vez alzaban las carabinas por arriba de sus cabezas entre aclamaciones repetidas al imperio y a don Pedro de Braganza.

El arroyo culebreaba al flanco y se escondía en las colinas hasta perderse en el Yi. Los campos que formaban la zona cubierta no podían ser más a propósito para la maniobra de los regimientos, de fáciles declives y valles sin tropiezos, nutridos de verdes y blandas hierbas.

La atmósfera apetecía límpida y serena, y por ella corría sonora y sin descanso la nota del clarín, como un grito prolongado de guerra que sólo debiera terminar con la batalla.

– XXXI –

Los orientales tenían una pequeña pieza de montaña de calibre de a cuatro, que arrastraban por delante con mucho garbo, y con la cual el teniente que la mandaba, con un servicio de tres hombres y municiones para diez disparos, se prometía ganar algunas ventajas a pesar de la opinión de Lavalleja, que decía con grande risa burlona:

-¡Con esa araña de mucho trasero, sólo se asusta a un pulgón!

La pieza rodaba, en efecto, a manera de arácnido que teme el encuentro del alacrán, y merced al esfuerzo paciente de una yunta híbrida compuesta de una mula flaca y un padrillo caballar criollo dejado de mano por inservible.

El teniente iba muy tieso y grave en su bayo de oreja partida y cola anudada, y sus tres subalternos en caballos rabones.

Sobre la mula, un tanto espantadiza, jineteaba un cambujo de chambergo, al que le faltaba la mitad del ala.

Así que la línea hizo alto frente al enemigo, el pequeño cañón fue situado en una loma suave que se alzaba a un flanco del centro y el teniente, apeándose diligente, se puso a tomar la puntería de un modo concienzudo.

Los brasileños ya habían mudado caballos y ratificaban su línea en medio de entusiastas vivas al emperador.

Bizarro era el aspecto que sus tropas presentaban en la espaciosa falda de una hermosa colina, destacándose diversos cuerpos por su formación correcta, especialmente el regimiento de dragones de río Pardo.

El cañoncico dio una especie de ronquido de puma, y el proyectil pasó gruñendo por el hueco que separaba el centro enemigo de su derecha; picó junto a los escuadrones de reserva levantando en forma de abanico la tierra negra con una orla de briznas, y fue a rebotar en la cresta de la «cuchilla» a retaguardia.

Un clamor súbito se sucedió al pasaje de la bala.

El teniente volvió a calcular la trayectoria del segundo proyectil muy abierto de piernas detrás de la pieza, con el sombrero echado a la nuca y el cigarro en la boca.

Y estando en esta actitud, Ladislao Luna, que hacia con su escalón cabeza de la izquierda oriental, le gritó:

-¡Tené guarda, hermano, que el cañón no ronque por atrás!

Los jinetes rieron con estrépito.

El cabo acercó cuadrado la mecha ardiendo al oído, y a la detonación siguiose un salto de retroceso de la «araña».

La bala partió con sordo zumbido.

Este nuevo proyectil no dio tampoco en el blanco, aun cuando había sido mejor encaminado.

De la línea brasileña llegó en respuesta un segundo clamor, y de la oriental surgió de regimiento en regimiento como un coro indefinible de insectos gruñones, en que primaba la nota del alborozo.

El escobillón volvió por tercera vez a frotar el ánima en manos del fornido cambujo; el teniente a tomar el punto, imperturbable; y el cabo a soplar la mecha para arrimarla enseguida al ojo de la pieza.

El proyectil de esta vez produjo un ruido estridente, algo semejante a un silbido de viento huracanado: y cayendo casi encima de la línea del centro enemigo, estalló entre una nube de polvo, derribando dos caballos con sus jinetes.

Era un tarro de metralla.

En ese instante, Lavalleja recorría las filas y dirigía una fogosa arenga a sus escuadrones en batalla; de modo que este detalle emocionante unido al episodio ocurrido, originó en la masa de combatientes una explosión estruendosa de entusiasmo y de coraje.

Algo análogo sucedió en las filas contrarias, aunque eran los suyos tal vez voceríos de ruda impaciencia; porque en el acto, sin esperar un cuarto saludo del cañoncico, toda la línea, con gritos formidables, se movió al trote, lanzando al unísono sus clarines el toque a degüello.

Los orientales no trepidaron un minuto y avanzaron al encuentro al mismo paso, dejando bien pronto a retaguardia la pieza de artillería, cuyos servidores, tras un desenganche veloz, desenvainaron sus aceros y se incorporaron a uno de los escuadrones del centro.

Pasada aquella masa compacta de jinetes, quedose a sus espaldas abandonada esa pieza con su boca casi al nivel de los pastos y su armón inclinado sobre la cuesta, como si sólo hubiese servido para dar la señal de la pelea, a modo del heraldo que en las lides legendarias golpeaba por tres veces el escudo llamando al torneo la pujanza y el valor.

Así cortando distancias las dos fuertes caballerías para el choque de prueba, Cuaró, que se había arremangado el brazo derecho a la altura del hombro y ceñídose un pañuelo blanco en la cabeza, dijo suave a Luis María:

-Mirá que va a empezar el fandango… ¡Abrí el ojo y tené al freno el lobuno!

E Ismael, que iba al lado opuesto, con el sable cogido de la hoja, añadió por su parte:

-No te apartés de mí, hermano, que puede ser hora de morir… Si caigo, recostate al teniente, que es güeno como pocos hombres, y en lo amargo asusta como nenguno.

Luis María iba con la boca apretada, la mirada fija, el busto erguido y tendido el brazo con que empuñaba su hoja: ni una crispación se notaba en su semblante severo, ni una palabra brotó de sus labios.

Dirigió los ojos un momento al estandarte que flameaba a su derecha en manos del imberbe, y bajó la cabeza torvo, siempre silencioso.

Por un segundo cesó de improviso el trote nervioso de la línea, y una voz que ya se había dado, pero que se repetía ahora viril e imperiosa como uno exhortación suprema al valor heroico, volvió a resonar de cuerpo en cuerpo y de escalón en escalón, diciendo breve y secamente:

-¡Carabina a la espalda, y sable en mano!

Después, los clarines rompieron en el toque de degüello, los mil sables se alzaron destellantes, los escuadrones arrancaron a media brida, cayendo con la violencia de un torrente en el llano, a cuyo opuesto extremo se desplegaban dos mil cuatrocientos carabineros; y apenas en mitad del valle, a tiro de pistola, otras tantas detonaciones resonaron, dividiendo una densa humareda los dos campos como para cegar más su furor.

Disipada la nube, vio Luis María que sus amigos seguían ilesos a su lado tendidos sobra el cuello de sus monturas, y que en pos de la línea, clareada a trechos, pero siempre inflexible en su carga imponente, quedaban más de cien hombres sobre las hierbas, entreverados con los caballos que habían sido también muertos o heridos en el pecho y la cabeza.

El ronco son de los clarines volvió a alzarse sobre el estruendo de la descarga, y en pocos instantes las dos líneas chocaron.

La formación desapareció en el acto.

En medio de espantosa confusión, pudo Luis María observar que las dos alas brasileñas eran acuchilladas por la espalda hasta encima de sus reservas; pero que, en cambio, cortada en dos la extrema derecha enemiga por los dragones de Rivera, una de estas mitades formando masa compacta con las tropas del centro imperial que cargaban sobre el centro republicano, caía con irresistible violencia sobre la izquierda de éste, arrollándola impetuosa y comprometiendo el resto, en rededor del cual se arremolinó en un instante un círculo de hierros.

La acción del centro oriental quedó anonadada bajo el peso del número.

Entonces la pelea se trabó tremenda entre un grupo pequeño y una mole enorme de adversarios, al punto de no verse horizonte, estrechados, ahogados los nativos entre barreras de lanzas y sables que habían surgido de improviso reemplazando a las ya inútiles carabinas.

Habían caído muchos en esa carga de frente y de flanco. El suelo estaba cubierto de heridos y de jinetes desmontados que corrían en todas direcciones, chocando con los grupos en su afán de abrirse paso entre el tumulto o de apoderarse de los caballos que habían librado sus lomos en el choque.

Luis María vio a Oribe atravesar por dos veces entre el tumulto golpeando aquí y allá con su espada y enardeciendo con su voz a sus soldados; vio caer al clarín de su escuadrón herido en un costado por las cuatro medias lunas de una lanza; a Ismael rodeado por un grupo de dragones, con el caballo en tierra; a Cuaró que salvaba el cerco abriendo ancho camino con su sable; y al porta imberbe que alzaba intrépido el estandarte acosado por los hierros gritando con su acento de niño a quien ya anonada el rigor:

-¡A mí… a mí, valientes! ¡Aquí de la bandera!

Y luego, como a través de un velo color de tierra, vio que los sables envasaban aquel cuerpo endeble y lo derribaban por las grupas manando sangre a borbotones.

Acometiole un vértigo. Sin apartar los ojos de aquel episodio, sordo a los ruidos fragorosos que venían de todos lados, mezcla de rabias, quejas, llamados supremos, rugidos, botes y caídas, picó espuelas, lanzose sobra el grupo, que clareó a golpes de filo, y echando mano al estandarte, que no había abandonado el porta moribundo arrolló al astil el paño y bajando la moharra, cargó ciego, hundiéndola en el pecho del primer enemigo que encontró a su frente.

Al instante lo cercaron, entre furiosos voceríos.

El astil, manejable como una lanza, hería por doquiera con su rejón empuñado con soberbio denuedo. El golpe repetido de los sables hacíale saltar astillas a cada encuentro, y aunque herido ya en el brazo de una estocada, Berón rompió el círculo, sujetó su lobuno espantado junto a la loma, allí donde Ismael se batía cuerpo a cuerpo, y haciendo flamear el estandarte, gritó con voz de cólera terrible:

-¡Libertad o muerte!

Otra voz, semejante a un bramido, le contestó cerca; y el teniente Cuaró entrose al cerco nuevamente formado, moviendo como un ariete su sable poderoso.

-¡Maten! ¡maten! -exclamaba iracundo un capitán de dragones de río Pardo, señalando a Luis María con la punta de su acero.

Los soldados amagaron otro ataque, encontrándose a Cuaró por delante, cuyo brazo, al voltearse de revés, dio en el suelo con el más cercano, obligándole a salir de un salto de los estribos.