Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Él bien conocía que su señor nunca contaba cuando tenía y abría la mano.

Después, este dijo:

-Cuando llegues a ver a Jacinta… ¿tú la conoces?

-¿No es aquella que estaba en carretón en la finca, al principio del sitio?

-La misma es. Ahora ha marchado al cuartel general. Cuando la veas, digo, que puede ser pronto, le entregarás una de esas porciones de dinero para que ella lo utilice en compras que le convengan. Añadirás que ese no es más que el importe de los artículos que yo he consumido.

-Es mucho, señor… con dos onzas bastaba.

-¡Qué sabes tú! Haz lo que te mando sin meter baza.

-Sí, señor.

-Y ahora que tú has venido, lo que tanto celebro, espero que arregles mis cosas que andan ahí en desorden en manos de los que no las entienden.

Esto diciendo, Luis María apretó bien las agujetas del cinto doblándolo para disminuir en lo posible su volumen; y dirigiose hacia donde estaba Oribe.

Aunque ya la división había montado, éste se encontraba todavía de pie bastante retirado, junto a unas grandes piedras en lo alto do la colina, observando el campo en todas direcciones.

Al sentir llegar a Berón, se volvió con presteza.

-Mi jefe: -díjole el joven- acabo de recibir algunas onzas que me ha enviado mi padre, y también cartas con noticias que ya conocemos. Yo no preciso de ese dinero sino una suma pequeña, que ya he sacado, y vengo a ofrecerla a V. lo demás para las urgencias de la tropa. Aquí está.

Y mostró el cinto.

Era su acento expresión de tal sinceridad y firmeza, que el comandante se sintió conmovido.

-¿Es decir -contestó- que V. no se contenta con ofrecer a su causa lo más que puede darse, y que es lo primero, su esfuerzo personal, su sacrificio de sangre?

-Así es, señor. Si de más dispusiera, sería aún poco. Yo me doy por entero a las pasiones que honran, y lamento no valer nada. Soy un hombre que, como otros más cautos, podría ser feliz; pero tengo la desgracia de ser terco y pertinaz. Amo lo que amo sin reservas ni egoísmos, y siempre que me es dado demostrarlo lo hago con el mayor gusto. Ruégole que acepte, mi comandante, esta humilde ofrenda.

Oribe lo abrazó, con movimiento franco y espontáneo diciendo:

-¡Acepto, amigo, y gracias! Pero a una condición, y es la de que esa suma, con otra qua podamos reunir, sea destinada a un armamento completo para nuestros cuatro escuadrones.

Luis María hizo un gesto de asentimiento, sin replicar palabra, y devolvió el abrazo con la misma efusión.

-Como V. lo ve -agregó al jefe señalando hacia las filas- ya nuestro regimiento tiene estandarte, aunque modesto; es de lanilla con su letrero en el centro, y obra de damas. Se lo he confiado a ese joven subteniente que apenas empieza a ser hombre, de aire garboso y atrevido.

-Me parece todo muy bien, comandante; esto estimula y enardece los deseos de llegar a la prueba cuanto antes.

-Acaso esté muy próximo el momento. Ahora vamos a ponernos en actividad para tratar de confirmar aquello que se ha dicho más de una vez, que la caballería ligera «es una verdadera red detrás de la cual el ejército propio marcha o descansa, sin que al enemigo le sea dado presumir nada positivo de sus planes».

Minutos más tarde, la fuerza abandonaba aquel sitio al trote largo.

Había desprendido varias partidas exploradoras, y al parecer se encaminaba hacia el paso del Soldado.

Reinaba en las filas una atmósfera alegre, de espíritu expansivo y abierto, como si todos hubiesen recibido buenas nuevas, aunque éstas se condensaban en una verdadera: la llegada del enemigo.

Ismael, que había ocupado su puesto a vanguardia, e iba mirando atentamente a Berón, dirigiole así la palabra:

-Parece contento, y por eso yo lo estoy también.

-Es verdad, capitán. He tenido noticias de mi familia y le agradezco su buen corazón. ¡Mucho tiempo hacia que no me llegaba una carta y hoy me he resarcido por toda la ausencia.

-Asina es. El que llora penas, solo, nunca puede creerse desgraciao; al que es solo, el mesmo goce lo aflige.

-¿Por qué?

-Atrás de la risa le grita el recuerdo y acaba el gusto, como si se reventase la hiel… Pero esto no es el caso. Dígame lo que haiga de los portugueses.

Luis María púsose entonces a referirle con los menores detalles lo que al respecto su padre lo decía en la carta, y lo que Esteban había hecho por la causa de los patriotas sublevando parte del escuadrón de auxiliares, cuya partida con armas y municiones el mismo Velarde había recibido en las guardias avanzadas.

Ismael oyó con atención, y luego dijo:

-¡El negro es de alma!… Pero no teniendo él plata que darles a esos melicos, -y viene un sargento portugués en la partida le alvierto,- ¿cómo diablos se amañó en el envite del truquiflor?

-Acaso con dinero de mi padre, porque es cierto que él no disponía de recursos.

En el espíritu de Luis María, a pesar de esta respuesta, se suscitó una duda.

Para él, ya era mucho que su padre hubiese modificado tanto sus ideas acerca de la causa de los nativos, y más aún que le trasmitiera datos prolijos de lo que el enemigo intentaba; pero el que hubiera proporcionado fondos para una rebelión de tropas dentro del recinto, excedía a todas las hipótesis y conjeturas.

No dejó, pues, de preocuparle el hecho, en sentido de una mayor satisfacción; y para cerciorarse llamó a Esteban, apartándose algo de la columna.

-Supongo -le dijo- que tú no has sublevado la gente de tu escuadrón nada más que por la influencia de tu palabra y de tu energía; aunque siendo muchos de ellos orientales, no necesitaban de otro estímulo que el del patriotismo para dar este paso honroso.

Entiendo que hay entre esos hombres un sargento portugués…

-Sí, señor; el sargento Saldanha.

-Bueno. ¿Y éste también se ha venido por sólo amor a la causa?

-Le di unas onzas…

-¡Ah! ¿Te las proporcionaría mi padre, Esteban?

El liberto se turbó un poco, y no quiso mentir.

-No, señor, -respondió;- fue otra persona.

-Entonces hay allí más de una a quien tengamos que agradecer actos tan señalados como este; y tú deberías nombrarla en confianza, a fin de que no quede en olvido.

-Ella no quiere. Pidió como un favor… Pero si su mercé me ordena, yo cuento.

-Habla.

¿Quién es?

Vaciló todavía un momento Esteban, y después dijo muy bajo:

-La niña Natalia.

-¿Quién has dicho?

El liberto repitió el nombre, agregando:

-Mi señor no me ha de dejar mal.

-No por cierto -repuso el joven con gran sorpresa;- ¡no!… Tú has sido leal y fiel, has cumplido como pocos tu obligación y algún premio has de recibir a su tiempo. ¡Será muy justo! Lo que acabas de revelarme me llena de un gran placer y por eso me felicito de haberte interrogado; pero ahora yo te pido que lo dicho quede entre los dos en todo tiempo.

-Sí, señor.

-Relátame lo que pasó.

El liberto expresó sencillamente lo sucedido con la intervención de Guadalupe, apoyándose en el testimonio de ésta; puesto que él nada había hablado con la joven de Robledo sobre el asunto de la sublevación de sus compañeros de cuartel.

Estuvo en todo discreto, y para terminar añadió:

-En la casa de los amos el tiempo todo es poco para acordarse de su mercé.

Esa última frase puso a Luis María cabizbajo, abstraído. Gran tropel de pensamientos mezclados a sensaciones íntimas se agolparon sin duda alguna a su cerebro, sustrayéndolo por largos instantes a los ecos de afuera.

Siguió su marcha como enclavado en la montura.

La noche vino con un cielo oscuro; cerró por completo; transcurrió el tiempo y el paso de la columna era el mismo, con pequeñas treguas.

Por dos veces se detuvo a altas horas; en una de ellas contramarchó, hizo un zig-zag en un terreno de asperezas y luego los cascos de los caballos resonaron en un suelo duro de carretera.

-Camino al Durazno -dijo Ismael.

Luis María le oyó, y repuso:

-Entonces vamos sobre el rastro del enemigo.

– XXX –

Íbase en efecto por el camino real al paso del Durazno, en medio del cual, a cierta hora, se mandó hacer alto y echar pie a tierra.

Luis María e Ismael supieron entonces por Cuaró, incorporado recién, después de repetidos viajes, que Lavalleja venía a marchas forzadas desde La Cruz, y que había ordenado a Oribe lo esperase en la carretera, precisamente a esas horas. No debía demorar sino momentos, porque él lo acababa de dejar a corta distancia.

Bentos Gonzalves bajaba hacia el Yi con su columna en busca de Bentos Manuel, que a su vez iba a su encuentro, tras una marcha hábil y rapidísima.

De este modo en contadas horas estarían a la vista, unidos y fuertes y bien previsto este hecho, se había dado orden al brigadier Rivera para que, abandonando la posición que ocupaba en la zona de Mercedes, viniese a situarse con su división en la noche en las vertientes del arroyo Sarandí, sitio escogido para la conjunción de todas las fuerzas revolucionarias.

Inmóviles a un costado del camino, Luis María, que acababa de cumplir una orden, dijo a su jefe:

-Por lo visto, comandante, se trata de librar mañana un combate de caballería contra caballería.

-Un combate, exactamente -contestó Oribe- como en Junin, el combate silencioso. En Junin sólo lucharon caballerías; la batalla, en riguroso tecnicismo, requiere la acción de las tres armas, y ni en Junin sucedió eso, ni sucederá, hoy por hoy, entre nosotros mientras no dispongamos de infantería y artillería. Sin embargo, en mi opinión hay combates que valen más que batallas por sus efectos; y si se libra el que anhelamos, los resultados serán los mismos dadas las condiciones actuales de la lucha. El número de combatientes de una y otra parte, será el que en Junin, más o menos.

-De todos modos, el general Lecor ha conseguido su deseo de que sean elementos similares, como él los cree, los que vengan con nosotros al choque.

-Eso opinó él al principio de la lucha; pero ahora su manera de ver las cosas era distinta, y aprestaba infantería y caballería para robustecer a Ribeiro. Según parece, contra los buenos consejos del cauto portugués, éste jefe ha partido de extramuros inopinadamente en su impaciencia de ganar el lauro.

Respecto al día de mañana, acaso fuese el del combate. Algunos vecinos me han informado que Ribeiro, a su paso, llegó a decir que siendo el de mañana 12 de octubre, aniversario de su emperador don Pedro, ansiaba llegar a las manos con «os revoltosos».

-¡Cuanto antes mejor!

-Veremos.

Luego, Oribe se apartó del sitio sin más compañía que el clarín de órdenes.

A los pocos momentos circuló la voz de la llegada de Lavalleja e inmediatamente se emprendió la marcha hacia el arroyo de Sarandí punto designado para la reunión con las fuerzas del coronel Rivera.

Esa marcha fue dura. Cuando se hizo alto al amanecer en la vertiente misma de Sarandí, donde ya se encontraban aquellas fuerzas, las descubiertas anunciaron la aproximación del enemigo, que venía en dirección al punto escogido y se hallaba apenas a una legua de distancia.

Se mandó entonces cambiar caballos y poner las divisiones en orden de pelea.

En medio de esta agitación, precursora del combate tan ansiado, Esteban, apartado un tanto de la línea y al caer a un bajo al trote, dio con los carretones del convoy, que se habían estacionado en la ladera.

Al contrario de los demás, Jacinta había desenganchado sus dos caballos del vehículo, que era bastante liviano, y aderezado bien uno de ellos, que tenía sujeto del cabestro a una rueda.

Jacinta estaba junto a un fogón que acababa de encender, y en el que, con la destreza y diligencia que le eran peculiares, calentaba el agua para el «mate» y asaba un pedazo de carne de novillo.

En rededor del vehículo veíanse una porción de botellas y botijos vacíos, pequeños cajones destrozados y otros desechos de vivac.

Jacinta había dado salida a todos sus artículos de comercio ambulante, al menor precio, para sentirse ágil y pronta a las consecuencias.

En cuanto vio a Esteban, le dijo:

-¡Ni llamao con corneta! Aquí tiene una mitad de «churrasco» para su oficial, y le pido se lo lleve porque ha de precisar de juerzas hoy más que nunca… Digale que yo se lo asé.

¡Y V. sírvase de un mate, si gusta!

-¡Gracias! Ya tocan a formar y falta tiempo -contestó el liberto, desmontándose con rapidez.- No venía más que a un encargo de mi señor, doña Jacinta. Él me dijo que le estaba a V. muy agradecido por tanta voluntad en servirlo, pero que no era regular que no la ayudase cuando podía; y que pudiéndolo hacer ahora, fuese V. servida de aceptar esto, nada más que para reponer en el carretón lo mucho consumido por su mercé en la campaña desde que comenzó el sitio.