Se inclinaba a creer esto último; y un día dijo a su jefe lleno de ardimiento:
-Si vienen los argentinos y libran la gran batalla, nuestra esperanza llevará camino de realidad, mi comandante.
-¿Por qué? -había preguntado Oribe.
-Porque hoy ninguno de los rivales podrá obtener victoria definitiva, fuertes como uno y otro lo son; y entonces nos harán el fiel entre los dos platillos.
-El caso es que los argentinos vengan. Mientras eso no suceda, no habrá fiel, desde que no haya balanza que equilibrar.
No ponía en duda Berón este aserto; pero consolábale la idea de que el auxilio vendría, hecha como lo había sido la declaratoria de incorporación, y factible como era un hecho de armas que de un momento a otro, asegurase a los «insurgentes» el dominio de la campaña.
Muchas otras circunstancias concurrían a preparar el espíritu del gobierno argentino a una actitud resuelta.
La marcha misma seguida por la revolución estimulaba al socorro, en nombre de principios que ella se esmeraba en consagrar sobre el terreno de la lucha. Sus prácticas no desdecían de la alteza del propósito. Hacia la lucha humana, sin crueldades ni venganzas.
El joven patriota sentía por ello una íntima fruición, que se renovaba con frecuencia por las voces que se alzaban en la otra orilla en defensa de los oprimidos.
Una tarde su goce subió de punto.
De la tienda de Oribe había pasado a la suya una hoja impresa, un número de El Piloto, que aparecía en Buenos Aires, cuya prédica reflejaba los nobles deseos del pueblo argentino, y en cuyas columnas leyó, entro otras expansiones entusiastas y generosas, estas líneas:
«Un pueblo que ha pasado por cien vicisitudes podrá acaso, como Roma, no hacer votos por los buenos días de su libertad; pero los pueblos que no han tenido lugar aún de gozar de aquellos bienes, no pierden así sus sentimientos ni sus esperanzas de conquistarlos: ellos hacen lo que los orientales conducidos por el inmortal Lavalleja, cuyos heroicos hechos han sido coronados con el sublime ejemplo de perdonar el extravío de sus hermanos.»
Y al leer esto, que era gloriosa verdad, tuvo presente que la revolución había aceptado aun a los descreídos en su seno; recordó que Calderón, enviado por Oribe al cuartel general con la nota de traidor y condenado a muerte por el consejo de guerra, había merecido gracia el día del cumpleaños de Lavalleja, por interposición de Rivera, sin otro compromiso que el del juramento de no hacer armas contra sus antiguos compañeros; juramento violado a los pocos días, uniéndose al perjurio nuevamente la traición.
Hizo también memoria de muchos otros que debieron la vida a la lealtad caballeresca, y de más de mil prisioneros actualmente en depósito que eran objeto de tratos humanitarios; y aun cuando hallaba algún punto oscuro en la actitud de Rivera en el episodio de Calderón, dadas las facetas sombrías de este personaje, no podía él menos de decirse interiormente, como un resumen de levantadas ideas: «con esta moral se irá lejos».
– XXIX –
La vida de campamento no era tampoco sosegada como al principio, y desde algún tiempo atrás se venía poniendo a prueba el músculo en marchas y contramarchas a toda hora según las exigencias de orden militar, devorándose distancias con buen sol o bajo la lluvia, en hermosas mañanas como en noches sin estrellas.
El caso era no ser vencido en previsión, ni aventajado en actividad. Había que esforzar las aptitudes y que suplir el exceso del número con el valor y la audacia.
A pesar de esta vida agitadísima, en ciertos días y en determinadas horas su jefe, celoso de la profesión, ordenaba y dirigía personalmente la práctica de evoluciones por mitades, compañías y escuadrones; todo el campo poníase en movimiento; ejercitábanse el sable, la lanza y la carabina; indicábase con esmero como debían equilibrarse la velocidad y la forma de impulsión en las cargas, por elección de caballos; simulábanse protecciones de despliegues y retirada, como si se contase con infanterías; perfeccionábanse en cuanto era posible los medios para el choque; lo que se explica si se tiene en cuenta que, aunque arma accesoria, la acción táctica de la caballería estaba entonces en la plenitud de su vigor.
El jefe era hábil, organizador y valiente; tres aptitudes que creaban el estímulo con el respeto, el celo patriótico y la emulación militar, en la medida del tiempo y de los recursos. Para la elección de los caballos de guerra no era necesaria la teoría; todos eran grandes jinetes, y con ojo experto elegían al compañero de lucha sin equivocarse nunca. Sabían también por experiencia lo que importaban los arreos en la fuerza de impulsión, los equilibraban con la rapidez, y muchos no llevaban más que el rendaje y las armas en el momento del choque.
De esta manera, constituían una caballería ligera o una de línea sin ser pesada, cuando así lo exigían las circunstancias; «una fuerza viva desplegada» capaz de afrontar el mayor peligro, como lo era para resistir los rigores de la privación y la inclemencia.
Caballería propia de un terreno con campos ondulados, con bosques moteados de potriles, con serranías abruptas, con valles «guadalosos»; y propia de un clima con fríos recios, con soles ardientes, con noches plateadas y con vientos mugidores. El jinete, bravo y robusto; el caballo pequeño, pero fuerte y sufrido; capaz el uno de extrema osadía y el otro de llevarlo a la boca del peligro, resultaban armónicos con el suelo y el clima.
Por entonces nacían, vivían y morían entre estridores de «pamperos» y clarines.
La victoria de Rincón, y otra obtenida por el veterano de Artigas Andrés de Latorre, sobre una fuerte división brasileña que buscaba la incorporación con la del general Abreu, dieron nuevo impulso súbitamente a las operaciones, hallando a Oribe el «chasque» de las gratas nuevas en la costa del Santa Lucía.
La excursión rápida de Bentos Manuel hacia Montevideo, lo había obligado a movimientos más rápidos todavía, y al habla con el cuartel general, maniobraba dentro de la zona en que se incubaba el peligro imprevisto: «en la cuna del toro», -según la frase gráfica de Ismael.
Terminaba septiembre.
Los días eran claros y hermosos, retoñaban con gran vigor los bosques, el espíritu estaba alegre y templado a pesar de lo que ya llevaba de prueba el esfuerzo extraordinario, y en el campamento corría como una nueva vida preñada de esperanzas como la primavera de jugos.
En el vivac de Luis María, Ismael y Cuaró se comentaban cada mañana las probabilidades de un encuentro formal que precipitase los sucesos.
Todos confiaban en el éxito, por el prurito que da la costumbre del triunfo y la fe que inspira la habilidad de los jefes.
Ellos confiaban en el suyo, a quien veían desplegar recursos sólo propios del que sabe segundar un plan y aun excederse de los límites trazados, en sentido de afianzarlo o robustecerlo.
Todo consistía en que las fuerzas revolucionarias llegasen a formar un haz en el momento de la acción, pues que se encontraban diseminadas en distintas zonas. Si el enemigo tomaba la ofensiva, debía ser por sorpresa, y sobre una de las divisiones fuertes, antes que la junción se operase.
Para precaver esto, es que ellos vivían en perpetuo vaivén, cambiando en horas de campo, trasponiendo grandes distancias, ora acercándose a la plaza, ora alejándose sin dejar rastro visible empeñados en descubrir la intención del enemigo y hacerse dueños de sus medios de comunicación con Abreu, que se mantenía en su posición estratégica sin desprender ni una columna después de los contrastes sufridos.
Esa expectativa no podía durar mucho; y así fue.
Una tarde supieron por aviso anónimo, que el coronel Ribeiro saldría de extramuros con rumbo al centro del país; y al mismo tiempo vino anuncio del cuartel general de que una fuerte columna de caballería avanzaba por el norte a marchas forzadas buscando su base de apoyo en Abreu.
Dábanse hasta los detalles más minuciosos sobre estas operaciones, que en vez de alarma ocasionaron indecible contento.
Como se diese orden de ensillar a prisa, Jacinta vino al fogón de Luis María, y dijo a éste:
-Yo me voy con el carro al cuartel general.
Su asistente queda con una porción de cosas que yo le dejo, y que V. ha de precisar en estas marchas de noche, en que nada se encuentra a ocasiones, ni una sed de agua, porque es mucha la tiñería donde se tiene miedo a los portugueses… No me desaire, que me trae güena intención… Nos hemos de ver pronto si no me engañan mis deseos, que son asina de grandes, aunque que los suyos sean muy chiquitos… ¡Pero no importa! Yo lo he de ver y lo he de servir siempre con la mesma voluntá, y muy pronto; porque mire, yo creo que va a haber pelea de aquí a unos días y todos tendrán que pintarse, hasta Frutos, que anda a monte, para aguantar el rempujón.
-Sí, nos veremos Jacinta -respondió el joven con afecto-. Es V. tan buena conmigo, que no sé como expresarle mi gratitud. Muy presente he de tenerla.
-¡Qué! -le interrumpió ella con aire triste-. No vale la pena… Le he costureao los ropas, que estaban en miñangos, y aura parecen otras. Los botones se los pegué como hacen los melicos, con un berrugón de puntadas, porque de otra laya nenguno se queda quieto. Y aura, oiga una cosa que he de decirlo sin que lo duela: si hay encuentro o entrevero vaya arrimao al «indio», que es muy guapo y yo sé cuanto lo quiere… Es poco hablador, y cuanto más quiere más se amorra, como negro. Pero es duro de pelar lo mesmo que «yacaré». Estéase ceñidito a él como si fuese su hermano, sin agravio en esto; y verá que lo ayuda en lo amargo, sin que V. se lo pida V. nada más. ¡Adiós, señor María, que la virgen lo acompañe!
-¡Hasta la vista, Jacinta! Gracias por todo.
Y el joven lo estrechó la mano.
Fuese la criolla.
Concluíanse los últimos preparativos.
Antes de mandarse a caballo, el capitán Velarde, que estaba de avanzada, trasmitió el parto de que una partida de treinta soldados con varios sargentos acababa de presentarse en el campo, diciéndose sublevados de una fuerza enemiga.
A poco, la partida llegó con custodia.
Berón que se encontraba al lado de su jefe, reconoció en el acto a Esteban, exclamando:
-Es mi asistente, el que cayó prisionero hace meses en las guerrillas del sitio, y que ahora vuelve a sus filas, trayendo ese contingente.
-Buen augurio, -dijo entonces Oribe,- si como creo estos hombres se han desprendido de la columna de Bentos Manuel. Sería un principio de triunfo, que nos correspondía asegurar con un esfuerzo decisivo sin pérdida de tiempo.
Pronto se enteraron de todo lo ocurrido.
Esteban hizo el relato con la mayor fidelidad, y puso en manos de su señor el cinto, que hasta ese momento había llevado bien oculto.
Oribe mandó que Luis María redactase sin demora una comunicación a Lavalleja, en la que le daba cuenta de lo que pasaba, y que venía a confirmar las noticias que por diversos conductos se les había trasmitido.
Decíale también que observaría al enemigo en su marcha por el frente y el flanco, sin apartarse mucho del centro de operaciones, a la espera de nuevas órdenes.
Escrita la nota, partió un «chasque» con ella a rienda suelta.
El cuartel general estaba muy cerca, bastando media hora de carrera a un jinete duro para ponerse en el sitio. Eligiose de «chasque» al teniente Cuaró.
Concluida su tarea, el joven patriota oyó de labios de Esteban lo que éste había recibido encargo de decirle.
Notole el liberto tan visiblemente impresionado, que él mismo llegó a conmoverse sin disimulo.
Como los dos habían quedado algo distantes de los grupos llenos de alborozo con el suceso reciente, hablaron sin reservas.
Luis María leyó las cartas, interrumpiendo su lectura con interrogaciones rápidas y breves, que Esteban contestaba con la misma precisión.
Estúvose en suspenso un rato y guardó las cartas en el pecho.
Luego examinó el interior del cinto, y cogiendo un gran puñado de onzas, púsolas en las manos del liberto, diciéndole:
-Haz de eso dos porciones iguales, y guárdalas en uno y otro bolsillo.
Hízole así el negro, poniendo once de una parte y diez de la otra, muy afligido por no poder dividir el exceso.
Estuvo a punto de advertir a su amo que eran nones; pero, como lo viese pensativo, juzgó prudente callarse.