Guadalupe lo había atisbado desde el fondo, y hechole una cortesía que él contestó desde la verja cuadrándose, con una venia de ordenanza garbosa y correcta.
En presencia de don Carlos, éste preguntó con cierta ansiedad sin darle tiempo a explayarse:
-¿Cuándo te marchas Esteban?
-Creo que será cosa de horas, señor. Le oí decir a mi jefe que mañana a la noche nos incorporaríamos a Bentos Manuel, que está en extramuros con la tropa que trajo de Río Grande. Se han repuesto los aperos y se han cambiado algunas carabinas y sables por otros nuevos en mi escuadrón… A más, se nos ha dado licencia por una hora, con orden de volver en lo justito, para quedar acuartelalos hasta el momento de salir.
-¡Hum!… ¿y qué piensas hacer?
Don Carlos se rascaba cabizbajo la frente, que había arrugado hasta el casco, como absorbido por una idea fija.
Al oír la pregunta, el liberto volvió a sonreírse con aire de confianza.
-¿Lo que he de hacer? Su mercé ya sabe -respondió-. Todo está listo.
-¿Cómo que está listo todo? Explícate, ¡hombre! sin ambages ni redundancias, claro y derecho.
-Digo que su mercé sabe que me voy con los compañeros en cuanto pasemos el Cerrito, cortando campos, a tomar el rumbo del Sauce y de allí de un buen galope hasta el paso de la Arena.
-Ahí ¿y por qué a ese paso, Estebanillo, y no al del Soldado?
-Por ahí va a cruzar la columna, señor, según mi capitán, para ver de darle golpe al comandante Oribe, que aseguran se ha puesto en observación en ese punto para no descuidar la barra.
Don Carlos se restregó las manos.
-¡Bien! Pero en el caso no problemático sino muy posible de que Oribe esté por esas alturas, debe tenerse en cuenta que lo primero será prevenirle del movimiento a fin de que no le cojan en un renuncio del diablo, lo que importaría un verdadero desastre.
-El comandante sabe siempre a qué hora el enemigo monta a caballo, y adónde va.
-¡Ya es mucho! Sí, ¡por San Diego! Con todo, no puede haber seguridad en lo que afirmas, porque no sé yo dónde demonios has aprendido tú tanta milicia para venirme así no más a soplar absolutas como quien sopla bodoques por una cerbatana… ¡Vamos al caso!
Y dando una palmada lleno de gravedad, siguió diciendo:
-Es necesario que combines con maña el medio de comunicar a Oribe lo que le va encima como una avalancha.
-Sí, señor; y si su mercé me permite yo diré que, por si acaso, hemos convenido con otro compañero de confianza que él siga con la gente hasta el paso de la Arena, y que yo me corte hasta subir bien a vanguardia de la columna aunque fuese reventando el mancarrón y caiga antes del alba en el campo de los amigos.
-¡Así me place! Entonces: dando por de contado que tú te subleves al comienzo de la jornada, que tus camaradas tiren como la cabra al monte, que tú te separes de ellos para llevar el aviso a Oribe aplastando el caballo si preciso fuese, -con cuya promesa pruebas que antes de sufrir tus posaderas, se quiebra el lomo del cuadrúpedo;- dando, digo, por suficientemente probado y alegado todo esto, voy a encomendarte una misión de alguna importancia, que podría comprometerme si te matan y, como es consiguiente, te registran y despojan.
-No me mataron ya, ahora no es fácil.
-Muy engreído estás… Me gusta, a fe mía, hijo; ¡me gusta!
Y dándole la espalda para sacar algo de un cajón de su escritorio, añadió alegremente:
-Estoy asombrado de oír a este negrillo calavera… ¡Bien se ve que le ha tomado los puntos al amo, sin perderle mueca!
Sacó enseguida del cajón que acababa de abrir un cinto de badana con agujetas, lleno al parecer de monedas que habían sido perfectamente envueltas y distribuidas en el ancho hueco.
Tomole el peso y enseñándoselo a Esteban, dijo:
-Aquí van trescientas onzas, que darás a quién bien tú sabes. Hay que agregarle las cartas; está la mía dentro.
En ese momento abriose la puerta que daba al aposento en encontraban la señora y Natalia, apareciéndose éstas en el umbral.
Sin duda lo habían oído todo, porque la madre de Luis María enseñó dos cartas exclamando risueña:
-Estas son las otras, Carlos. Vengo también a recomendárselas mucho a Esteban, segura de su lealtad.
El liberto, que no podía ver sin conmoverse a la madre de su señor, dijo balbuciente:
-Verá, su mercé, que llegan… Me voy a atar el cinto sobre la carne.
-Eso mismo te iba a indicar, -repuso don Carlos,- y si es que no te desnudas sino entre cristianos, el secreto pegado a tu piel se conservará ileso. Bien creo que para violarlo, primero han de acabar contigo.
-Dile muchas veces que sólo pensamos en él -murmuró la madre blanda y cariñosamente;- pero muchas, Esteban, ¿has oído?
Y como Natalia lo mirase al mismo tiempo de una manera fija e intensa, apoyada la cabeza en el hombro de la señora, cual si a sus ojos hubiesen asomado en tumulto todas las tiernas confidencias que guardaba en su seno, el negro, tembloroso, se limitó a inclinarse como de costumbre en los casos graves, sin pronunciar palabra.
-Ahora, -dijo don Carlos,- déjennos ustedes solos un momento.
Apenas se retiraron las señoras, hizo Berón que Esteban se abriese las ropas y el mismo le ciñó el cinto casi a la altura del pecho examinando una por una las hebillas y agujetas por si estaban flojas.
Puso en él las cartas, y en tanto practicaba sesudamente la diligencia, murmuraba un poco sofocado;
-Así irá bien. Pero, no hay que desnudarse en toda la jornada… No es éste un cinto de Brión o de Perseo, no… ¿y qué sabes tú, negro, de esas cosas? ¡Bah!… si a veces uno desatina. Con todo, has de saber que esta cinto puede desviar cualquier proyectil traidor y librarte el pellejo bonitamente porque va bien preñado de amarillas más duras que el plomo… Te lo apreto bien para que no olvides que debes velar por él como si fuese cosa tuya y que lo que está más cerca de las carnes vale más que la casaca. ¿Estás listo?
-Sí, señor.
-Bueno, entonces no perder tiempo… Mucho ojo y mucha destreza, Estebanillo de mis entrañas; ¡y que Dios te ayude!
El viejo se volvió a pasos precipitados, entrándose al despacho del negocio, y el liberto salió al patio.
Junto a la verja estaban la señora, Natalia y Guadalupe, como esperándole. Se detuvo ante el grupo, en actitud de quien pide órdenes, muy abrochado y tieso.
-¡No te olvides! -díjole su antigua ama con el pañuelo en los ojos.
-¡Dile que nos escriba siempre -añadió Natalia- porque el saber de él con frecuencia, es toda nuestra dicha!
Hasta Guadalupe se permitió recomendarle, no pudiéndole expresar otra cosa, que «no confiase nada a don Anacleto, hasta que no estuviesen libres y salvos al lado de su señor.»
El liberto prometió cumplir todo fielmente, pidió la bendición a su ama y fuese aprisa, sintiendo que empezaba a enternecerse demasiado.
– XXVII –
En las horas de esa noche y en el siguiente día notose mayor movimiento que otras veces en el recinto.
Súpose que el general Lecor en persona había visitado los puestos y cuarteles, trasmitido órdenes terminantes, apresurado preparativos de marcha y tenido una larga conferencia con el coronel Riveiro. Decíase que, a pesar del celo y actividad desplegados para integrar la columna de aquel jefe con infantería y artillería, el equipo no podría hacerse sino de allí a dos días; lo que había visiblemente contrariado al fogoso guerrillero río-grandense, cansado de una quietud que iba en pugna con su carácter emprendedor y atrevido.
El desastre del Rincón de Haedo, llamado vulgarmente «de las gallinas», lo tenía irascible. Había oído decir que el nombre de la estratégica península del Uruguay y el Negro, había sido justificado en un todo por la imprevisión y desidia de Braz Jardim y de Barreto, pues que sus numerosos y aguerridos dragones, en masa triple a la de los dragones de Rivera, habían caído en sus propias redes cazados como gallináceos en un tercio; en un tercio muertos; y en otro tercio dispersos a chasquidos de «rebenque», perdiendo en la fuga mil y quinientas armas.
La irritación de Bentos Manuel era extrema. Aunque reconociendo la bondad de los planes de Lecor, obstinábase en abrir operaciones con sus elementos propios sin esperar los constitutivos de cuerpo completo de ejército que aquél le ofrecía.
La nueva recientemente llegada, que se hizo difundir sin reservas, de que por horas atravesaría la línea divisoria otra columna de más de mil jinetes a las órdenes del coronel Bentos Gonzalves para obrar de acuerdo con el general Abreu, que vivaqueaba sobre el Negro, exaltó la impaciencia de Ribeiro, y lo decidió a tomar la iniciativa.
Los que observaban atentamente las cosas, en primera línea los contertulianos de don Carlos, que por una u otra causa tenían ciertas afinidades con los jefes del recinto, bien se penetraron de que la combinación era otra que aquella.
Gonzalves, de análoga talla a la de Ribeiro, hombre de manotada y de arranque, propio para el médium de lucha donde había caudillos capaces de manotear más recio, debía venir a grandes marchas buscando su junción con el gemelo, a fin de realizar el único plan racional y fáctico, una vez que quedaba en suspenso el ideado por Lecor: el de batir en detalle, cargando sobre Lavalleja, antes que Rivera se quitase a Abreu de encima y pudiese robustecerlo.
Entonces, el plan de Lecor complementaría la campaña, dándola por concluida, con su sola presencia en la Florida o en el Durazno.
Y que ésta y no otra debía ser la combinación, lo confirmó en la noche el hecho de emprender marcha la columna de Bentos Manuel sin esperar la incorporación de los batallones.
Contaba con mil cuatrocientos carabineros.
Reforzósele únicamente con una parte del escuadrón de auxiliares.
En las filas iba Esteban con sus amigos.
Esta tropa salió de muros después de retreta. Componíase de cincuenta hombres y dos oficiales.
Bentos Manuel no la quiso para el servicio de avanzadas y flanqueadores, y la echó a retaguardia de la columna, diciendo que serviría para la «carneada».
Prontos los regimientos y los caballos de reserva, diose orden de marchar al trote sin toques de clarín, y la columna se puso en movimiento entrada la noche.
Soplaba un viento fuerte, de la parte del sur, y la atmósfera estaba cubierta de nubarrones que parecían correr al mismo paso hacia el nordeste, siguiendo a las tropas con su sombra y dejando caer sobre ellas a trechos algunas gotas pesadas que producían en los rostros y cuellos efectos de papirotes.
Cubriéronse los soldados con sus ponchos.
Igual cosa hicieron a retaguardia entre los auxiliares, el capitán, el teniente y cinco o seis soldados. Los demás continuaron a cuerpo gentil, indiferentes, sufridos, más bien atendiendo a sus armas que a sus ropas.
Desfilaban por una falda oscura, sembrada de guijarros, que por varias ocasiones moderó el paso de los regimientos, aproximándose demasiado unos a otros.
Guardábase gran silencio.
Siguiose siempre por la falda; volviéronse a establecer las distancias convenientes, sin percibirse al frente más que una masa de tinieblas. A un flanco, la oscuridad era mayor. Sin duda había eminencias de tierra en curvas caprichosas o grandes árboles indígenas dispersos en la ladera.
Esteban marchaba al extremo derecho del segundo escalón.
Llevaba el poncho cruzado al pecho a modo de banda, ceñido al costado por sus puntas, como para embotar hierros en su espeso forro de lana.
Inmediatamente detrás, a la cabeza de la segunda compañía, iba el sargento Benítez, cruza de indio y negro, jinete de talla corta, macizo y repleto, cuyo bulto se distinguía como una corcova sobre los lomos de su cabalgadura.
Al lado de este sargento, marchaba don Anacleto un tanto agobiado y abatido, con las mandíbulas flojas y la cabeza entre los hombros.
Aquello que le pasaba salía de lo imprevisto; y miraba a veces de diestra a siniestra, como en busca de una «lucecita que lo endilgase en el oscuro rumbo a la querencia».
Rato hacía que la columna había dejado detrás uno y otro cerro, avanzando por un camino pedregoso que flanqueaban asperezas llenas de piedras y arduas colinas, cuyas lomas descubrían a los lados sus perfiles a pasar del denso cortinaje de sombras.
De repente, el sargento Benítez, acercándose a Esteban por su derecha, de modo que pudiese hablarle sin ser oído, díjole bien encima de la oreja: