Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Guadalupe entró en la casa casi sin aliento.

Las señoras se encontraban en el escritorio haciéndole compañía a don Carlos, con quien conversaban de pie cogidas de la cintura en cariñosa familiaridad.

Reprimiéndose en lo posible, Guadalupe contó lo que había visto en la calle de San Carlos, el desfile de los cazadores y granaderos y la aparición de Esteban en filas del escuadrón de nativos, sin omitir los menores detalles del encuentro, del saludo y de su asombro.

En suspenso se quedaron todos por breves instantes. Don Carlos arrugó el ceño.

Su esposa pareció conmovida, balbuceando estas palabras:

-¡Ha dejado solo a mi Luis!

Natalia la acarició y díjole confiada y risueña:

-¡Oh, él volverá a su lado! Yo lo conozco bien; si está aquí no es por su voluntad, madre, y sobre esto estoy tan segura como si lo hubiese visto.

Guadalupe, solicitada en todo sentido, no hizo más que repetir lo que trasmitiera al principio.

Preguntáronle si no se habría equivocado, a lo que ella respondió sin titubear:

-¡Ah, no! Créanme, sus mercedes: tengo su estampa aquí en mitad de los ojos.

-Seguro es -dijo Natalia sonriendo-. ¿Y te saludó con el sable Lupa?

-Como negro de buena casa, niña, y más aires que un tambor mayor.

Don Carlos seguía callado, haciendo castañetear sus dedos sin descanso.

De pronto, llamaron a la puerta de calle.

Sintiéronse luego pasos en el patio; y cuado ya salía Guadalupe una voz conocida decía humildemente:

-¿Da permiso, su mercé?

Era la voz de Esteban.

-¡Entra! -gritó don Carlos como saliendo de un sueño.

Apareció el liberto en el umbral, avanzó un paso y no cuadró, diciendo como cuando era chico y no hubiera mediado larga ausencia:

-¡La bendición, los amos!

-Dios te la dé, hijo -murmuró la señora con los ojos llenos de lágrimas.

Don Carlos abrió cuan grandes eran los suyos, echose atrás el gorro y estuvo mirándolo un instante fijamente.

Luego se puso a pasear precipitado, encogiendo el hombro izquierdo hasta llevarlo a la altura de la oreja; y ahuecando la voz echó por encima la visual, preguntando severo:

-¿De dónde sales tú? ¿Cómo has dejado a tu amo?

-Caí prisionero, señor.

-¡Prisionero, eh! ¿Desde cuándo?…

-Desde el día de la salida. Yo diré a su mercé…

-¡Dí! Sí. Es preciso que te expliques.

-A mi amo le mataron el caballo en la guerrilla, y él quedó abajo, de modo que, no pudiendo zafarse, lo tomaron los «mamelucos»…

-¿Qué lo tomaron?

-¡Oh! -exclamaron la madre y Natalia a un tiempo-. ¿Eso es verdad?

-Crean, sus mercedes, que sí -repuso Esteban.

-¿Y qué sucedió después? -prorrumpió don Carlos.

-Después, aconteció que los compañeros cargaron por salvarlo, y lo consiguieron. Mi amo quedó libre sin lesión ninguna. Pero yo fui desgraciado, como ven sus mercedes; cargué también; mi caballo rodó y cuando volví a montar, me encontré envuelto en el tropel, y me arrastraron hasta donde estaba la tropa de infantería…

-¿Cómo no te mataron negro? -interrogó don Carlos, más tranquilo y atento.

-En la rodada perdí el sombrero, y si su mercé supiese que yo tenía puesto un vestuario de paulista, de unos que tomamos en el paso del Rey, porque andaba ya muy despelechado…

-¡Ah, comprendo! Te confundieron en los primeros momentos con otros pájaros del plumaje. ¿Y luego?…

-Me trajeron a la ciudadela, y estuve preso muchos días, sufriendo castigos.

Al cabo, un jefe me pidió para su cuerpo, donde serví un poco de tiempo. Después de esto me han pasado al escuadrón de auxiliares.

Hoy me dieron licencia por primera vez y he venido…

-Sí -lo interrumpió el señor Berón-. Es bastante extraordinario lo que nos cuentas y de que estábamos bien ignorantes. A fe mía; lo que confirma aquel adagio de que, por donde uno menos se imagina salta la liebre. ¡Canarios! Pues no es humo de paja todo eso que tú has dicho muy sereno en cuatro palabras. ¿Han oído ustedes a este negrillo?

La señora y Natalia, abrazadas, escuchaban en silencio.

-Sí, -dijo al fin la primera-. Veo que al escribirnos poco después, nuestro hijo nos ocultó el percance… ¡Pero ya eso pasó! ¡Ahora pienso cuánta falta le hará Esteban!

-¡Oh! ¡Ya haremos que vuelva!… ¿Te atreverías a volver de cualquier modo?

Y don Carlos clavó en el liberto su mirada penetrante.

-Sí, señor -contestó Esteban-. De un día para otro. Sabe, su mercé, que soy de a caballo y baqueano. No espero más que una noche oscura, cuando andemos a busca de forraje, para escaparme con otros compañeros.

-Entonces, ¿contigo se irán algunos?

-Sí, señor; y más que esos, si se pudiera…

Don Carlos reflexionó un breve rato.

-¡Está bien! -dijo-. Cuando tú creas que ha llegado la oportunidad de la fuga, avísamelo, porque te quiero encomendar una cosa de interés. Por esto verás la confianza que te tengo. Seguro estoy que cumplirás lo que he de encargarte, si no te matan.

El liberto se inclinó callado:

-Y como la licencia que te han concedido ha de ser corta, conviene que te vuelvas al cuartel para hacerte acreedor a otras; pero antes, ve lo que precisas, para que te se dé aquí todo. Pide sin reservas, negro; pues tus amos no han cambiado en nada desde que te fuiste.

– XXIV –

Después de ese día, Esteban venía con la mayor frecuencia, aprovechando sólo en esas visitas la hora de puerta franca.

Ea cada una de ellas, su tema obligado de conversación era su joven señor, con cuyo recuerdo deleitaba a sus antiguos amos.

Tenía también sus buenos momentos que consagrar a Guadalupe, a causa de lo cual la negrilla se estaba en la cocina más tiempo que el ordinario.

Los otros sirvientes llegaron a decir que los dos se lo pasaban «enlucernándose» a la sobremesa, aparte de hablarse muchas veces al oído como personas de grandes secretos.

Agregaban que una tarde, Guadalupe había brindado a Esteban con una ramilla de aromas, y que Esteban lo había regalado un zarcilla de plata que desde criatura llevaba en la oreja izquierda.

Los señores reían de estas cosas, y las observaban acaso con complacencia. Difícil hubiese sido encontrar una pareja negra mejor proporcionada y más bizarra, pues que era ella una mujer de plenitud fisiológica, maciza y fuerte, y él un mocetón robusto que tenía el don de imitar el aire y hasta el vestir de su amo.

Y esto, al punto de que cuando lo veía salir la señora gallardo, flexible, a paso medido con una mano atrás sobre la cintura y la otra en el bigote, no podía reprimir una sonrisa, diciendo a Natalia:

-¡Si mi Luis lo viese, sería un jolgorio!

Cierta mañana muy ventosa y fría en que la hija de Robledo se hallaba sola en su dormitorio escribiendo para su padre, entrose Guadalupe con un braserillo, que colocó próximo a los pies de su ama.

En tanto se esmeraba en la colocación de aquél, invirtiendo en la diligencia más tiempo que el necesario, Natalia levantó la vista distraída, la miró, y notando en ella marcados barruntos de hablar, díjole:

-Algo tienes tú que decirme.

-¡Adivinó, niña!… ¡Pero yo no sé como atreverme!

Guadalupe parecía tener dentro de sí mucha agitación.

-Atrévete repuso la joven dulcemente.

-Pues vea, su mercé: Esteban anda lo más afligido a causa de que no puede levantarse con sus compañeros tan pronto como quería…

-¿Le han sorprendido en algo?

-¡No, niña; no es eso! Sino que él dice que con un poco de dinero para darlo a un sargento «mameluco» de su compañía, todo quedaba listo, y en una noche salían zumbando campo afuera sin quedarse un solo hombre de su escuadrón.

-¡Oh, qué suerte sería! ¿Y eso podrá hacerse?

-Él jura que sí, y yo se lo creo. Casi todos los soldados son orientales prisioneros, o que sirven a la fuerza, y les han puesto oficiales y sargentos paulistas para tenerlos sujetos. Esteban dice que esto no importa nada, a salvo el sargento, que es preciso comprar…

-¡Ay! ¡Y si eso lo descubre? No, Lupa, ¡no quiero que me hables más de eso! -exclamó Natalia con firmeza-. El que se da por dinero a unos, se da a otros; y al fin el pobre Esteban sería el sacrificado…

Guadalupe se calló como una muerta.

Como Natalia siguiese su escritura, ella se fue a paso leve, cabizbaja.

Concluida su carta, la joven apoyó el rostro en la mano y se quedó pensativa.

Preocupábale lo que había oído momentos antes.

Quizás ella había opinado sin mucha reflexión respecto al asunto secreto de que le hiciera confidencia su esclava. ¿Qué entendía ella de esas cosas de hombres de armas? Bien era posible que Esteban tuviese plena seguridad de salir airoso en su tentativa, puesto que conocía a fondo a sus compañeros y a sus superiores. A más, él hacia por su causa lo que estaba en su mano; era honrado y valiente y era preciso que se fuese cuanto antes con su señor, que le echaría de menos, llevándole un buen contingente de hombres sufridos. ¿Por qué no consultar esto con el señor Berón? Sería lo más discreto. ¡Pero tan adusto el anciano! Iba tal vez a salir diciéndole que esas eran «cosas de negro».

Tampoco quería explayarse con su protectora por temor de llevar a su ánimo nuevas inquietudes e incertidumbres.

Todo el día se lo pasó Natalia absorbida por estos pensamientos, viva siempre la memoria de su amigo como un estímulo perenne que la predisponía y empujaba a aceptar todos los medios de esa índole en su obsequio y en el de la causa de sus afecciones.

Por la noche, retirada ya a su aposento, llamó a Guadalupe y reanudó con ella la conversación de la mañana, revelando un interés ardiente por lo que entonces acogió con escrúpulos al parecer invencibles.

Guadalupe, que había pasado largas horas de desaliento, tuvo una grande alegría ante las manifestaciones favorables de su ama; y cuando ésta le enseñó un cofrecito de madera que guardaba onzas de oro, la negra, que se había arrodillado cerca de ella para hablarla con sigilo, cogiole las manos y se las besó llena de indecible gozó.

Aquella pequeña arca le había sido dejada por don Luciano, con facultad de disponer de su contenido, que era el de quince onzas, en la forma que creyese más útil. Nunca tuvo necesidad de recurrir a ella, allí donde se lo consideraba como una hija; de modo que se hallaba intacta lo mismo que una reliquia.

¡Qué bien empleada estaría en beneficio de los que sufrían por su tierra!

Natalia abrió el arca, cogió en puñado las monedas sin contarlas, púsolas de nuevo en su sitio, y preguntó algo afligida:

-¿Alcanzará esto, Lupa?

-¡Yo creo, niña!

-¡Si es un puñadito!…¿Y por esto se compra un hombre?

-Por mucho menos. ¡Oh, como su mercé no conoce estas cosas!

Por cinco «patacas» se vende un cabo, y por diez un sargento cuando tiene ganas de desertar, dice Esteban; ahora, figúrese, su mercé, qué ojos abrirá éste que da trabajo, cuando él le ponga al alcance dos no más de esas amarillas.

-No importa, Lupa. ¿Cuándo viene Esteban?

-Mañana, niña.

Bueno. Así que venga se las darás todas, aunque yo creo que no bastan para lo que él quiere. Si fuera así, dímelo en el momento mismo, que yo veré cómo se ha de remediar eso. En el cofre ahí en la mesa, de donde lo tomarás mañana y se lo entregarás, con mucha recomendación de que guarde el secreto.

Prometió Guadalupe en cumplir todo religiosamente; puso el arca en el sitio indicado; y después de permanecer un rato todavía en conversación animada con su ama, se retiró a esperar con ansia el sol del nuevo día.

Esteban fue puntual a la cita.

Conducíase tan bien en el servicio, era tan hábil en su profesión de soldado, y cedía tan dócilmente a la regla de severa disciplina, que sus superiores habían concluido por reconocerle méritos a su confianza.

Como no abusaba nunca de la licencia, caso poco común, concedíansela ahora sin objeción, pues que ella sola podía ser aprovechada entre muros sin oportunidades tentadoras.

Alguien, sin embargo, los había advertido que tuviesen en cuenta la circunstancia de haber sido el liberto asistente de un joven «revoltoso» que era ayudante de Oribe, y que figuraba con cierto brillo, por pertenecer a una de las principales familias del país.

Al principio esta prevención puso en cuidado a los jefes; pero, el celo llegó a adormecerse a medida que la buena conducta del liberto se fue afianzando.

Sin temor alguno, pues, desde que las sospechas se habían desvanecido, Esteban venía haciendo su trabajo de hormiga negra.

Nada había comunicado a don Anacleto, su compañero de desgracia, sabiendo que al viejo capataz se le soltaba con facilidad la lengua; en cambio, habíase atraído aquellos elementos del escuadrón que en su concepto eran los indispensables a la empresa, lo que probaba que él sabía distinguir y utilizar los hombres -calidad superior de que carecían muchos que ocupaban más altos puestos.