Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Y poniéndose un dedo en la boca, dijo luego, bajito:

-¡Démelas, niño; yo sé!… Todos los días entramos y salimos por un portillo en la muralla donde hay poca vigilancia. Registran ahora, pero una nadita… A las negras viejas nos dejan pasar sin poner mucho el ojo, como que lavamos ropa de los oficiales. ¡Ya verá, niño! ya verá, su mercé…

Esto diciendo, Nerea se desataba, el pañuelo de algodón que ceñía su cabeza, un cráneo achatado en el frontal y saliente en el occipucio, cubierto en parte por «motas» blancas tan nutridas aún, que bien podían ocultarse dos cartas debajo del vellón.

Luis María comprendió; y haciendo con su correspondencia varios dobleces hasta reducirla al mínimum del volumen posible, la introdujo entre las «motas», de manera que no se descubriera a simple vista el engaño.

-¡Ahí está! -exclamó la negra pasándose una y dos ocasiones la callosa mano por el cráneo, subdividido en isletas y ranuras-. Ahora se aprieta fuerte el pañuelo en muchas vueltas y se ata en el medio… ¿A que ningún «mameluco» encuentra la güeva, niño?

-Así ha de ser, Nerea.

-Ya no hay más que irse, si su mercé no tiene otra cosa que mandar… Enjuago esa camisa que está ahí sobre el tablón, ato la ropa seca; guardo el jabón y el añil con todo lo demás, allí en ese «rancho» viejo de mi comadre Guma; me pongo el bulto en la cabeza, ¡y adiosito!… En un ave maría estoy en el pueblo, niño; y en una señal de la cruz en casa del ama junto que llegue la oración. ¡Por la virgen purísima! ¡Qué cosas me están pasando, bendito sea el Señor!

Y la negra, toda nerviosa, púsose a arrollar las ropas, dejando caer el «cachimbo»; en tanto Cuaró, inmóvil en la lonja, decía a su compañero:

-Es güeno volver, hermano. Ya comienzan a alborotarse los que están en el saladero de adelante, y nos van a cortar.

-Cuando guste. Adiós, Nerea…

-Que la virgen lo ayude a su mercé… ¡Pronto, niño, mire que estos «mamelucos» no son de fiar!

Ya Berón no lo escuchaba, pues había traspuesto con Cuaró la loma, y descendía al sendero de la playa.

Todavía Cuaró escaló la altura una vez más y al bajar dijo:

-Una partida grande corre para el campamento, a media rienda. ¡Vamos a emparejar!

Y arrancaron a toda brida.

En efecto, un grupo numeroso de jinetes se dirigían al campo de Oribe; pero no se oía un grito, y habían cesado las detonaciones.

– XX –

Llegaron al campo sin novedad alguna en su trayecto, después de un galope de media legua. Allí se informaron de la causa del movimiento producido en la línea; el cual no reconocía otra que la llegada de varios patriotas escapados de la ciudadela antes del alba. Aprovechándose de la confusión ocasionada por una de tantas alarmas diarias, especialmente después del repliegue de la columna descubridora, muchos prisioneros habían escalado la muralla y descolgádose al foso, diseminándose por las afueras a favor de las sombras. El más numeroso de los grupos encontró caballos en un «potrero», algunos de ellos semi-enjaezados, pertenecientes sin duda a los guardianes de la «tropilla», y era ese grupo el que acababa de atravesar la línea entre vítores y aclamaciones.

Como si todo concurriese a alentar el esfuerzo de los revolucionarios, súpose también que otros amigos de causa habían llegado del exterior. De diversas localidades habían venido nuevas igualmente halagadoras, sobre otros desembarcos, encuentros parciales, levantamientos; una verdadera atmósfera de alegría y de bullicio dominaba el campo entre diálogos rumorosos y ecos de diana.

Luis María y Cuaró pasaron por el sitio de los carretones, en donde se detuvieron un momento para tomar un «mate» que les brindaba Jacinta.

Esta parecía también contenta, y muy al cabo de lo que pasaba. Lucíanle los ojos negros con un brillo de loza fina, tenía la tez encendida, los labios más rojos, el pelo mejor peinado. En realidad, estaba hermosa; con esa hermosura agreste, selvática, que olía a flor de alhucema y a miel de «camoatí».

Ella les comunicó lo que sabía, y aun lo que se esperaba, añadiendo:

-¡No hay apuro, por irse! Apeense… ¡Tengo «churrasco» y un costillar al asador que me trujo el cabo Mateo de parte del cordobés!

Y se reía, mostrando una dobla fila de dientes pequeños, afilados y lustrosos como los de un niño, acompañando su expansión con un ademán de alto desdén.

-Yo no quiero que se vayan… Bájense, pues, no parece sino que les gusta el ruego.

Cuaró, que miraba a su compañero de reojo, reprimiendo una sonrisa maliciosa, se apresuró a contestar:

-Aura no, Jacinta; pero luego ha de ser…

Enseguida, como recapacitando, reaccionó y dijo a Luis María:

-Mirá, hermano: es preciso comer a donde se encuentra, porque uno no sabe lo que ha de acontecerle cuando anda de «tapera» en galpón… Apeáte, que yo vuelvo de aquí a un ratito.

-El asao está listo -repuso Jacinta;- ¡lindo no más! Es una carne flor como la de regalo.

Guiñaba un ojo, con una sonrisa sardónica.

-¡Viene del cordobés, indio! Apurao por merecer dende hace días. ¡Jai!… No faltaba otra cosa. Y yo sé una que he de contarles porque corro priesa.

Dirigiéndose a Berón, agregó:

-Bájese a merendar, si tiene gusto; ¡no hay perros en la querencia!

Pensando que si bien era verdad que no había mastines bravos y sueltos, habría acaso leonas allí, Luis María, que tenía apetito, no vaciló en echar pie a tierra. Por otra parte, sentía cierta fuerza de atracción en aquel vivac de los carretones, que le hacía agradable la permanencia.

Tiró del cabestro y oprimió la mano de Cuaró, que le prometía de nuevo volver.

Cuando el teniente se fue, ella le tomó el caballo a pesar de sus protestas, lo condujo a un sitio herboso, quitole el freno y ató el «maneador» a una estaca allí clavada. Toda esta faena fue obra de pocos minutos.

Luis María, que ya estaba junto al fogón, no dejó de seguirla en sus menores movimientos no sabiendo que admirar más, si su práctica en tales tareas, o la bizarría de su figura de mocetona llena de bríos.

Aquellas botas de piel de puma con pelaje, tan bien ceñidas al pie y a la pierna redonda… ¡nunca había él pensado en semejantes coturnos!

Sin engañarse, aunque de estructura y arte semi-salvaje, las hallaba algo de interesante. Le habían llamado la atención las botas de Cuaró, aunque sabía que Cuaró era más que matador de tigres, y caíanle correctas al fiero lancero; con mayor motivo en Jacinta, parecíale que entre sus pies estrechos y regordetes y las afelpadas zarpas de la leona, no podía haber gran diferencia.

A juzgar, pues, por los extremos de plantígrado, las pasiones o los instintos que bullían en aquel tronco de amazona debían guardar íntima relación.

Sus dientes blancos y filosos encajados en encías de un color de grana, se mostraban con amenaza, aun sonriendo. El cabello muy negro algo crespo y retaceado, que ella sacudía cuando se quitaba el sombrero, semejaba una melena espesa, aunque cuidada y luciente.

Concluida su diligencia, volvió ella presurosa, atizó el fuego, movió el asador, del que goteaba a hilos la dorada pringue; fuese al carretón, tomó galletas y azúcar terciada, preparó otra vez el «mate», lo «cebó», y presentándoselo a su huésped, dijo:

-Desimule si no está a su gusto, mozo.

-Muy bueno he de encontrarlo, Jacinta; más, cuando pienso que esta suerte mía no la tienen muchos.

-¿Qué suerte, dice?

-La de que V. me lo brinde.

Refregose ella las manos, bajó la vista al suelo, y se quedó en silencio.

Se había sentado en un tronco cerca de él, con la caldera al alcance de la mano, cruzado un pie con el otro.

Alguna vez aspiraba fuerte los junquillos, ya mustios, que conservaba en un ojal de la blusa; y lo miraba de lado de un modo fijo y sombrío, huraño, persistente.

-Lo que siento, Jacinta, es no poder retribuir sus agasajos como yo quisiera, puesto que V. no puede dar de balde lo que a V. lo cuesta.

Hizo ella un gesto de enojo, pero reprimiéndose, respondió con acento grave.

-¡Qué me importa!

Y, después, poniendo en los del joven sus ojos siguió bajito.

-Es mi gusto. Si no juese asina, no estaría V. ahí.

-¡Gracias!

Luis María cogió la caldera para poner agua en el «mate» y pasárselo; pero Jacinta se lo quitó y siguió haciéndolo ella.

-A otros más pintaos, cuasi puedo decir, les he permitido; pero a usted no… Yo estoy para servirlo.

-¿Y V. es de Montevideo? -preguntó enseguida con vivacidad.

-Sí, Jacinta, de allí soy.

-Ya se ve… cuántos habrá que se acuerden de V. ¡Qué lástima andar siempre lejos y entreverao con tanto matreraje!

Mire, algunos son buenos; pero hay otros que ni para atusarlos… Voy a decirle. Frutos y Calderón se rascan juntos. El cordobés siempre jué con él como guasca lechera ¿sabe?… ¡Yo los conozco mucho, y a mí no me vengan con retobos ni con pialadas! Frutos se afigura que naide le pisa el poncho y que él solo manda, porque después de Artigas no hay otro; y a mí mesma me ha dicho que si lo agarraron jué por engaño, que los ha de arrocinar a todos porque él se duebla y no se quiebra, y que cuando menos se piensen los va a hacer andar como avestruz contra el cerco. ¿Oye V.?

-¡Sí, y bien que escucho! -contestó Berón un tanto sorprendido.

-Pues el arrastrao del cordobés quiere más que eso; anda en tratos con los de adentro y ha prometido matar a los mejores de aquí de una noche para otra.

-¿Es posible, Jacinta?

-¡Oh, sí! Tan verdad como esa luz que alumbra.

Y acentuando una a una sus palabras, continuó:

-Yo sé bien lo que pasa… sino, no diría nada. El cabo Mateo, de la gente de Calderón, me ha contao todo, para que me juese al campo de su jefe, de quien me trujo esa carne. Yo no quise… Entonces, dentró a hablar por asustarme; le retruqué, me reí de él y del otro, y el hombre comenzó a descubrirlo todo muy serio, por ver si yo entraba a afligirme y a dirme con el carretón. ¡De adónde! Lo hinqué un poco, por sacarle lo que guardaba, y no tardó en decir que su jefe tenía ofertas muy grandes de Lecor; que aquí, el más ladino era Oribe y no don Juan Antonio, según lo había asigurado Frutos, y que cayéndole a Oribe, Frutos había de acabar por ponerle a don Juan Antonio «pie de amigo», y arreglarlo todo sin más quebradero de cabeza. Últimamente, habló de que nada faltaba para el baile, porque hasta música había de venirles de la plaza. ¿Qué lo parece? ¡Vaya viendo!

Cuando Frutos jugaba en la tienda hacía burla de todos, decía que ninguno valía más que una onza de las que echaba en la carona, y que nunca había de consentir que lo ladeasen, aunque juese el emperador mesmo, ¡porque él era dueño de todo! hasta del último guacho que entriega los ojos a los chimangos. Los hombres habían de servirle en cuanto ordenase; las mujeres tenían que aficionársele, porque sino ¡déle lazo! la plata era para él, que sabería repartirla sin que naide se quejase; y toda «doña» que pariese un hijo tenía que ser su comadre.

Jacinta calló un momento, para cambiar de lado el asador.

Luis María había apoyado el rostro en sus dos manos y parecía absorto, con la vista fija en el fuego.

Volvió ella a su asiento, y prosiguió con mayor locuacidad y acritud:

-Calderón no se le despegaba, como garrón al güeso. Frutos le decía siempre: ¡con este chicote he corrido a los porteños! ¡Había de ver! Se ganaban las onzas todas las tardes y se repartían las aparceras entre los dos como tabaco picao, lo mesmo que las vacas gordas y las «tropillas» ajenas; dentraban a los «ranchos» para averiguar cuántas mozas había, y si eran de carnecita, ¡para qué!… Se había de bailar hasta que rayase el sol cuando era un bautismo y comerse vaquillonas con cuero. Lo mesmo cuando era un velorio. El angelito se pudría de andar, de un pago a otro, en las «casas»que tenían cuartos grandes donde pudiesen amontonarse los oficiales de dragones y armarse el «pericón». Después se iban al campamento llevándose a las ancas más de una prójima, que ya no volvía. Al ñudo alguna madre afligida pedía por Dios que lo dejasen la más chica; se reían a reventar, diciendo que la más cara era la carne flor. Se hacían los quiebros y comadreros, y donde quiera iban al destajo, peor que indios… Mire, yo me cansé de ir atrás con mi carretón viendo tantas maldades; y los dejé una noche, a los pocos días de caer Frutos preso.