Jacinta calló un momento, para cambiar de lado el asador.
Luis María había apoyado el rostro en sus dos manos y parecía absorto, con la vista fija en el fuego.
Volvió ella a su asiento, y prosiguió con mayor locuacidad y acritud:
-Calderón no se le despegaba, como garrón al güeso. Frutos le decía siempre: ¡con este chicote he corrido a los porteños! ¡Había de ver! Se ganaban las onzas todas las tardes y se repartían las aparceras entre los dos como tabaco picao, lo mesmo que las vacas gordas y las «tropillas» ajenas; dentraban a los «ranchos» para averiguar cuántas mozas había, y si eran de carnecita, ¡para qué!… Se había de bailar hasta que rayase el sol cuando era un bautismo y comerse vaquillonas con cuero. Lo mesmo cuando era un velorio. El angelito se pudría de andar, de un pago a otro, en las «casas»que tenían cuartos grandes donde pudiesen amontonarse los oficiales de dragones y armarse el «pericón». Después se iban al campamento llevándose a las ancas más de una prójima, que ya no volvía. Al ñudo alguna madre afligida pedía por Dios que lo dejasen la más chica; se reían a reventar, diciendo que la más cara era la carne flor. Se hacían los quiebros y comadreros, y donde quiera iban al destajo, peor que indios… Mire, yo me cansé de ir atrás con mi carretón viendo tantas maldades; y los dejé una noche, a los pocos días de caer Frutos preso.
Esa tarde pasó V. cerquita de mí sin mirarme, muy tieso y amorrado -y entonces pregunté quién era esa estampa de nazareno con sable que iba montao en un overo rabón… Naide lo conocía, ¡como que no era fruta del pago!
Aura ya sabe. Si el cordobés se suleva, lo va a poner el ojo como ayudante de Oribe; hay que dormir con el caballo de la rienda, que los zorros roban guascas y los tigres se comen hombres. Como a ladina no me ganan, ¡yo les voy a ayudar a pialarlos lindo!
Al decir esto, los ojos de Jacinta centelleaban como dos ascuas, vivaces y bravíos.
Berón levantó la cabeza despacio, y la miró atento.
Todo lo que ella había dicho no tendría nada de poético, pero sí mucho de verdadero. Lo hacía pensar.
-¿Está V. en el secreto de lo que pasa, Jacinta? -preguntó.
-Sí, yo sé todo. El cabo Mateo tiene que venir cuando llegue una mujer que mandan de adentro con cartas. Esa mujer pasa la noche con Agapita, si no viene el cabo, y a ocasiones se va a donde Calderón con los papeles, para traer otros… Yo les voy a avisar asina que estén aquí y antes que Mateo converse con la «doña»… Pero, aura veo que el indio se ha de haber puesto a sestear porque no aparece. ¡Es un indino!
-No importa, Jacinta; yo lo diré lo que ocurre, aunque él ya está sobre aviso.
Y ahora la dejo, pues conviene que hable con mi jefe sobre estas cosas tan disgustantes.
-Es asina. Pero, ¡cuántas de éstas hacen! V. no conoce la laya de alguna gente. Son capaces de darle golpe a todos si ganan en la partida y de pasarse a la plaza en un repeluz, porque creen que los de adentro son de tiro largo y han de quedarse con la plata del juego.
-¡Verdad! Eso han de imaginarse.
Como Jacinta acercase el asador, clavándolo delante de él e invitándolo a servirse, el joven sintió que se reavivaba su apetito en presencia de una carne dorada que chorreaba delicioso jugo.
Almorzó, pues, hasta saciarse; pero antes pasó una costilla a la hermosa vivandera, cortada del centro, dejando otras en el asador al rescoldo por si aparecían Cuaró y Agapita.
Jacinta dijo que Agapita había de traer listo el diente, pero que aún demoraría, pues ese día estaba de lavado. En cuanto al teniente, ella agregó: el indio es muy gaucho y aonde quiera pega el tajo y merienda.
Concluido el almuerzo, Jacinta enfrenó el caballo de su huésped y se lo trajo del cabestro a paso lento.
-Ahí tiene su bayo -dijo-. Ya está por «despiarse», si no lo «desbasa» un poco.
Luis María se sonrió.
-Agradezco la advertencia, y la tendré presente, Jacinta.
Esta se sonrió a su vez.
Y como él añadiese que tenía además que agradecerlo todas sus bondades, ella dijo con acento suave, desentendiéndose:
-¡Que Dios lo acompañe!
Mirolo con ojos cariñosos, y quedose de pie, mientras el joven marchaba.
Todavía al trasponer la vecina loma, observó el jinete que Jacinta le seguía con la vista, inclinada la cabeza y los brazos cruzados sobre el pecho.
Preocupado iba con las revelaciones recibidas, al punto de interesarle mucho el tiroteo de la línea; pero, la verdad es que a poco se siguió a la preocupación formal otra risueña, sobre las botas de cuero de puma concolor de Jacinta. ¡Buenos coturnos para una diana cazadora!
– XXI –
Un viernes por la noche la helada cubrió los campos, que iluminaba la luna a través de un espacio de limpidez admirable.
El suelo blanqueaba en toda su extensión visible, desapareciendo bajo el manto de hielo el verde vivo de las hierbas y la negrura del lodo en los pantanos. De los arbustos semi-hojosos colgaban los gajos bajo el peso de una costra de cristales, y los que ya estaban desnudos parecían envueltos en redajas de frágiles hilos. El aire lastimaba al rozar las carnes como un latigazo finísimo, y de ahí los encogimientos y crispaciones de los caballos que, sujetos a la «estaca», permanecían con las cabezas quietas y las colas entre remos, sin triscar los pastos. En el «cañadón» la rata de agua solía cruzar el cauce en compañía de los patos silbones.
Algunas brasas brillaban en los vivacs, restos de fuegos encendidos con gruesos troncos traídos del monte de Carrasco de tiro a la cincha. Pero, ya no se veía sino uno que otro bulto de distancia en distancia junto a las cenizas ardientes, sin duda de centinelas perdidas que vigilaban las cercanas lomas. Pasada era media noche. Una hora haría apenas que Luis María se había recogido a su tienda de ramas de sauce y tolda, endurecidas por el hielo. Estaba recostado, fumando. Cerca de la entrada había ardido un buen fogón, del que se conservaban algunos enormes tizones. Ráfagas tibias se introducían a intervalos en aquel refugio, sólo para hacer sentir con mayor intensidad la crudeza del frío que se colaba por los intersticios vivo y sutil.
No parecía, sin embargo, muy mortificado, pues se mantenía inmóvil, envuelto en su «poncho». Acaso existía mucho ardor en su mente, tanto como vigor en sus músculos. Pero, el hecho es que, en cierto momento, llamole la atención un ruido leve de pasos a espaldas de su vivienda.
Leve era, en efecto, ese ruido; el que pudiesen producir las zarpas enguantadas de un tigrino al sentarse sobre la capa helada.
Se incorporó para escuchar mejor y cerciorarse, antes de abandonar su escondrijo inútilmente.
Por un instante cesó el rumor de las pisadas. Pero luego volvió a sentirse, ora lejos, ya cerca, hasta que resonó a la entrada, al mismo tiempo que se proyectaba delante una sombra.
-¡Soy yo, ayudante María! -murmuró una voz de mujer. Tengo que hablarle ahí adentro, que no oigan…
El joven, que había reconocido a la que hablaba, le hizo lugar, diciendo con alguna sorpresa:
-¡Entra V., Jacinta! La habitación es bastante estrecha, pero yo me haré lo más pequeño posible…
-No le hace. Aonde quiera me acomodo sin petardear.
Y se entró en cuatro manos, tendiéndose al lado de Luis María.
-¿Qué ocurre, Jacinta? ¿Ya tenemos a la emisaria?
-Sí, por eso he venido… Manée el malacara por no alborotar.
-Entonces es preciso avisar de lo que pasa al comandante…
-¡No! Él ya jué, y está calentándose en el fogón junto a los carretones. También hay tropa con el capitán Mael y el indio.
-¿Y la mujer emisaria?
-El comandante le sacó los papeles que traía debajo de la bata, y la puso presa en un carretón. ¡Está enojao!
-Me imagino. ¡Ahora mismo voy hasta allá, Jacinta!
-No, no vaya… Él dijo que no había que mover nada del campo hasta que no raye el día; que todo estaba siguro, y que quería tener el gusto de desarmar él mesmo al cordobés cuando se pusiese a churrasquear en su fogón. Ha mandao que naide deje los «ranchos», sino a hora de siempre… La gente que está en el «playo» vino de la guardia del ombú, y la hizo apearse hasta la mañanita.
Luis María notó que Jacinta venía inquieta; que algunos de sus estremecimientos frecuentes no eran causados quizás por el frío, pues en ciertos momentos parecía sufrir sobresaltos, incorporándose de súbito al menor ruido que se produjese en las proximidades del vivac.
En una de esas veces, se arrastró sobra sus rodillas y asomó la cabeza, poniendo el oído con atención.
Luego, al recogerse, se acercó bien al joven con la cara ardiendo a pesar del cierzo, y le preguntó:
-¿Tiene V. las armas a mano?
-Sí, están junto a mí, prontas. ¿Porqué esa pregunta, Jacinta?
-¡Oh, nada! Es bueno siempre. Mire: yo truje esta daga por si acaso. Hay «malevos» en el campo y puede antojárseles venir hasta aquí.
-No tenga cuidado por eso, que yo los recibiría como merecen -dijo Berón con lentitud, como si se diera cuenta de aquellos misterios-. Pero si Calderón se subleva no veo que le asista tan grande interés en sacrificar a un hombre que poco o nada significa; a no ser que tenga por lujo derramar sangre…
Jacinta lo miró de un modo intenso, murmurando bajito:
-No crea; ¡yo sé!… El cabo Mateo me preguntó anoche si yo conocía a un mozo alto, muy airoso, que era ayudante de Oribe, de apelativo… y si yo sabía donde hacia noche, si tenía fogón aparte, y en qué lugar del campamento… Le contesté que no conocía a naide de esa pinta. Pero yo caí en el ardite, y entré a averiguar haciéndome la poco alvertida para cuándo era el golpe; y me dijo que de esta noche a mañana con el alba, que no estaba en lo firme, porque tenían que salir tropas de la plaza… Entonces pregunté por qué iban a matar aquel mozo, si él no era jefe. Respondió, que había orden de adentro de no dejarlo con vida…
-¡Ah! ¿No añadió de quién podía venir esa orden?
-No dijo más nada. V. ha de saber.
Luis María se sonrió con tranquilidad.
-No adivino, Jacinta. ¡En verdad que es raro! De todos modos, mucho tengo que agradecerle este servicio, que me precave de una sorpresa.
Ella volvió a experimentar un sobresalto en ese instante, y sin desplegar los labios, arrastrose de nuevo hacia afuera mirando a todas direcciones.
Las formas correctas y llenas de su cuerpo ágil y flexible, dibujaban bien sus contornos entre las amplias haldas de la manta que lo servía de vestimenta. Llevaba puestas las botas de piel de puma que lo cubrían hasta la mitad las piernas y una «bombacha» de brin cuya blancura revelaba el aseo y cuidado de la persona; una blusa de paño azul ajustada al talle y un pañuelo de seda ceñido a la garganta.
Así que se volvió al primitivo sitio, pudo recién apercibirse Luis María que aquella especie de leona olía a junquillo y a aroma silvestre, y que esa emanación capitosa empezaba a embarazarle los sentidos.
-¡Qué atrevimiento! pensará V. -dijo ella.
Sin su licencia estoy yo aquí.
-No la necesitaba, Jacinta, y menos para hacerme el bien que tanto me obliga…
-¡Qué obliga! Yo soy asina cuando tengo gusto, guitarra dura para todos menos para quien sabe tañerla.
Deseos tuvo Luis María de decir que él la iba a pulsar entonces; pero, aún se mantuvo firme, un tanto preocupado con lo que le estaba pasando de un modo tan extraño e imprevisto.
Aquel interés en matarle, ¿de quién podía provenir? Su imaginación se abismaba.
Luego hizo ésta pregunta, como confuso:
-Y esas cartas ¿qué dirán Jacinta?
-¡Ya se ve lo que han de decir!… El comandante no conversó nada de eso. Toma «mate» no más, mirando al fogón. A ocasiones se levanta y camina aprisa como para quitarse el frío…
-Verdad que aquí dentro hacía uno intolerable; pero desde pocos minutos acá la atmósfera se ha templado, y parece esto un hornito.
-¡Ya creo! -murmuró Jacinta-. Tengo la cara como fuego, y aun los pies también se me calientan, a la fija porque dan en los tizones.
Y después, siguió diciendo con voz cariñosa:
-Qué gusto de querer irse con esta helada grande, cuando no lo llaman todavía… Si V. quiere yo me voy, señor ayudante María… ¡Qué nombre lindo! ¿V. tiene madre? Porque si tiene, aura ha de estar llorando al acordarse de su rubio.
Luis María se estremeció; y como ella estaba muy cerca acurrucada bajo el mismo poncho, pues el que trajo lo había puesto tendido encima, llegó a sentir aquel temblor,