-¡El cuento del gallego! -prorrumpió don Carlos-. Y aunque así fuese, ¿querría eso decir que los nativos no anhelan ser en absoluto independientes? No, señor de Camaño; ¡va V. en error lastimoso! Consulte V. uno por uno a los de esta batida, reúnalos a todos si puede en mitad del campo, allí donde ninguna influencia extraña llegue y donde nadie hable del rigor de la necesidad que los obligue a aceptar el concurso ajeno, aunque fuera el de los colombianos que están en la tercera esquina del mundo; reúnalos V., por mi madre, y pregúntelos si ellos pelean y se hacen matar por la causa de otros, o por su propio bienestar. Dirían a V. a grito herido que exponen el pellejo por su felicidad particular, por su terruño encantado, por sus familias y sus bienes, que valen tanto como los del emperador del Brasil. ¡Qué otra cosa le habían de contestar, hombre de Dios!… Ahora que V. me diga que sintiéndose débiles entre dos piedras de molino, notando que van a ser machucados se resuelvan a la incorporación a las otras provincias, de acuerdo, sí señor; de completo acuerdo. ¿No intentaron lo mismo cuando Artigas, como medio de salvarse? ¿No hicieron igual cosa con don Juan VI, para salir de la boca del lobo? ¿No reincidieron en idéntica pellejería con don Pedro I, por la fatalidad de los hechos? ¡Mil demonios!… ¡Lo que todo esto significa es que tienen instinto de conservación propia en medio de sus mismas aventuras temerarias!
Y don Carlos se tiró para abajo las orejas de su montera en un arrebato nervioso, poniéndose a pasear de uno a otro extremo del escritorio.
-¡No entro en eso!-dijo con cierta solemnidad don Pascual-, no me gustan las honduras, ni pesco más que en aguas conocidas. ¡Y yo sé lo que me pesco!… Mire V.: antes de hacerse buen vino la uva se mostea o se remosta. ¡Sabe bien entonces el añejo! Opino que hay que conocer bien la materia antes de enredarse en estas cuestiones, como es preciso a veces el remosto antes de llegar al lagar. De atrás del mostrador se observa muy claro porque la inteligencia se aguza.
-Sí, se aguza el ingenio, ¡canarios! ya lo creo que se aguza y se llena la talega… ¡Qué, señor de Camaño! No es ese el caso, y voy derecho a la cuestión. Diga don Pascual, ¿se encontraría V. dispuesto a abrir su gaveta para ayudar a bien morir a los de la banda insurgente?
El señor Camaño abrió enormes los ojos, diciendo:
-¿Por qué me lo pregunta V.?
-Por un tantico de compasión que me escuece en sentido de auxilio a los menesterosos. Nunca vi sin irritarme que la injusticia abrume al débil, y V., que ha sido como yo soldado y que conmigo cayó en la banqueta de la muralla al sur aquella noche maldita en que entraron los ingleses, ha de pensar lo mismo; que la sangre castellana nunca fue de pato ni de cerdo, sino ¡Santiago me confunda, canejo!
Don Pascual, que lo miraba azorado, se apresuró a balbucear ya con disposición de retirarse:
-Hay que meditarlo despacio… no sería imposible, amigo mío. Por el momento el espíritu no está muy sereno… Y ahora se me cruza a mientes que tengo que recibir una carga de tabaco de Bahía, en que viene la hoja flor, la de aquellos cigarros que a V. le gustan y que tanta salida han hallado entra estos hombres fumadores que rodean al gobernador. La carguita la trae el bergantín-goleta «El Corcovado» de los más veleros que cruzan el Atlántico, y ha de estar ya en franquía… Ha de disculparme V. hasta pronto, mi querido amigo.
Ya sabe V.: un ojo en la política y cuatro en el negocio sin incluir las gafas.
-Así es -repuso don Carlos, ya más calmado-. Hasta pronto. Lo invito a comer en casa el domingo, si no tiene compromiso.
-¡Procuraré venir, gracias!
Y estrechando la mano de Berón, don Pascual salió a prisa.
El viejo tosió, lanzando un juramento. Arreglose el gorro volviendo a su lugar las orejeras, aunque hacía frío, y encaminose a paso lento al comedor.
Era hora de almorzar. A pesar de eso, las señoras no estaban allí, lo que hizo suponer a don Carlos que todavía permanecían en el observatorio improvisado.
No se engañaba. Madre y joven seguían tenaces usando alternativamente del catalejo; y fue preciso que él fuese en busca de ellas para sustraerlas al encanto de una esperanza que no consiguieron ver realizada hasta esa hora.
La tarde, la noche, pasaron entre sordas inquietudes.
Oíanse en realidad toques de trompa y de tambores, marchas pesadas, rodar de trenes, toda una agitación anormal en las estrechas vías del recinto amurallado. Las voces, los galopes sobre las mismas aceras de piedras enriscadas, el estridor de espuelas, arreos, vainas y cascos completaban aquel tumulto inusitado de tropas en son de combate.
La madre de Luis María y Natalia se asomaron por una ventana.
Varios batallones estaban alineados a los costados de la plaza, con sus armas en descanso y banderas al centro, luciendo al sol sus uniformes y morriones.
En medio de la calle de San Carlos, algunas piezas de un bronce bruñido enseñaban sus fauces verdi-negras semi-atragantadas de escobillón.
Un montón de armones, avantrenes y cureñas obstruía con sus macizos rodados la bocacalle de San Pedro, con sus artilleros a los flancos montados en mulas.
Cuatro escuadrones de caballería con las carabinas cruzadas a la espalda, formaban columna a lo largo de la de San Carlos, y a retaguardia de la artillería.
Flotaban al aire los estandartes auri-verdes, resonando toda una fanfarria de trompetas.
Movíanse de uno a otro extremo al galope, espada en mano, alféreces de rostro enjuto y tez de cacao con una charretera de bronce sin canelones sobre el hombro, y espolines de gallo en el tacón de las botas.
En las filas reinaba esa descompostura que precede al momento de la marcha. Algunos soldados ponían colas de cigarros detrás de la oreja; otros chupaban «masacote» o algún «ticholo» revenido. Los semblantes expresaban cierta indiferencia o conformidad pasiva propia del oficio, demostrando alguna atención solamente cuando las voces de mando recorrían la línea a modo de recios y bruscos chasquidos.
Entre los ayudantes que pasaban impartiendo órdenes, uno llegó a detenerse un instante frente a las ventanas de la casa de Berón, y saludó con la espada. Era el teniente Souza.
A poco, la charanga del batallón allí alineado rompió en una marcha alegre; el cuerpo formó en columna y se movió.
El resto de las tropas siguió el movimiento, arma al brazo y paso de camino.
Don Carlos, que se había estado en la puerta de su casa muy atento entrose con rapidez en extremo nervioso.
-Estos salen con ánimo de combatir -dijo a su mujer-. ¡Ya veremos!… Vamos a almorzar,
La señora tenía un aire resignado.
-Ven -dijo a Natalia-. ¡No te aflijas! ¿Crees que éstos podrán más, aunque sean muchos?
-¡No creo, madre! -contestó la joven sonriendo, y estrechándola con su brazo de la cintura-. Dios ha de estar con ellos… ¡Si yo estoy tranquila!
Y la miraba de frente, encendida y palpitante.
Sin embargo, tenía los ojos llenos de lágrimas.
El señor Berón estaba cejijunto, callado. De vez en cuando lanzaba frases ininteligibles, o reñía a alguna negrilla del servicio por cualquier pretexto.
Sentáronse. El almuerzo fue silencioso, observándose a los rostros unos a otros, preocupados, inquietos. Los ecos de las charangas que se alejaban, y que ya sin duda habían salido de murallas, llegaban hasta ellos con un sonido hiriente, irónico, desalentador. Parecían de esas músicas monótonas e insultantes que se oyen en la fiebre o en las horas de duelo.
-¡Qué soplar el trombón y mover el «chinchín»! -exclamó la señora-. Parece que quisieran animarse.
-¿Ha visto V., madre? -repuso Natalia en un arranque de enojo que dejó sus labios trémulos-. ¡Qué gracia ir tantos contra un puñadito, qué valor tan caballeresco!… De ese modo podríamos ir las mujeres todas vestidas de corazas.
-¡Así es, hija! -barbotó don Carlos dando salida a un ronquido que se le había atravesado en la garganta, sordo, bronquial, colérico-. Estos «mamelucos» no acostumbran a acometer un tronco sino con veinte hachas; y asimismo cuando va a caer, se ponen a distancia… por cautela.
En seguida de esta explosión, encerrose en absoluta reserva.
El ruido de las charangas, alejándose cada vez más, concluyó por extinguirse. Apenas apercibíase casi apagado el redoble del tambor.
Una calma profunda reinaba en la ciudad. Y este sosiego aparente llegaba hasta allí, embargando más el espíritu.
Natalia se inclinó de improviso murmurando suave al oído:
-¡El catalejo!
-Sí -dijo la señora-. ¡Vamos al mirador!
– XVII –
Una parte de las tropas había salido de la ciudadela; la otra pasó por el portón de San Pedro, uniéndose en la carretera del centro.
Después de un alto breve, la columna siguió marcha hacia afuera camino recto.
Destacáronse dos escuadrones, uno con dirección al arroyo Seco; el otro, a vanguardia, en descubierta.
Nada de sospechoso se veía en los contornos, hasta tiro de cañón, el campo estaba desierto, los «potreros» sin los animales de pastoreo, los escasos edificios por allí dispersos cerrados, tristes como sepulcros.
Densos vapores se acumulaban en la atmósfera interceptando por completo la luz solar, y empezaba a correr de la costa un viento frío con rumor de olaje.
La columna hizo una nueva estación a una milla de los muros; a los pocos minutos continuó el avance, en un trecho de ocho o diez cuadras, y se mandó armas a discreción.
El escuadrón paulista, que hacia de gran guardia, llevando en despliegue una guerrilla, encontrose de súbito con tres hombres que, tendidos sobre el cuello de sus caballos detrás de un cardizal, a distancia de cien varas, se incorporaron en sus monturas y, echándose las carabinas al rostro, rompieron el fuego.
Un soldado se desplomó al suelo con el cráneo roto. El alférez de la avanzada recibió una contusión en la mejilla que le hizo saltar hasta grupas y bambolearse como un ebrio en la silla.
El ataque era brusco y atrevido.
La guerrilla contestó el fuego con una gran descarga.
Los tres hombres se habían apartado entre sí, y sin retroceder paso, hacían funcionar sus baquetas.
Sólo un caballo cayó herido en la frente.
Los paulistas reforzaron su guerrilla, adelantando impetuosos. Los enemigos parecían pocos.
Detrás del cardizal se alzaba una loma al flanco izquierdo, un «cañadón», cubierto de saúcos en sus bordes, orillaba el declive, a la derecha el terreno plano y herboso no presentaba obstáculo alguno.
Varios proyectiles, silbando del lado del «cañadón», detuvieron a los paulistas en su avance.
Otros tres hombres, guardando distancia, habían aparecido de improviso.
Simultáneamente, cinco nuevos tiradores en despliegue, surgieron por la derecha, saludando con otros tantos disparos a la guerrilla.
El jefe del escuadrón, en viendo caer dos de sus soldados a retaguardia de la avanzada, picó espuelas y amagó un carga.
Entonces coronó en ala la loma una fuerza de veinte jinetes que, a una voz de su jefe, sujetaron en la falda, quedando inmóviles en línea sencilla.
Los paulistas se pararon un tanto sorprendidos.
Las balas se cruzaban más frecuentes, y uno que otro grito extraño, ronco, bravío solía mezclarse a sus silbos siniestros.
Por pausas calculadas, la guerrilla «insurgente» se había ido engrosando hasta presentar quince tiradores en despliegue, con la protección de veinte que acababan de colocarse en la falda de la loma.
¿Podían ser éstos, todos? No era probable.
El jefe paulista, con ojo experto, notó que aquella tropa no traía bandera, ni siquiera un clarín de órdenes. Debía ser una simple avanzada de caballería volante.
Pero estaba obligado a descubrir, y para ello tenía fuerza de sobra. Antes de pasar un parte informal al jefe superior de la columna, que permanecía, quieta en las Tres Cruces, redobló las guerrillas, con el oído atento a detonaciones lejanas que venían de la zona del norte.
Sin duda había refriega por allá. Las descargas se sucedían sin interrupción; una especie de fuego graneado, cuyos ruidos se asemejaban a crepitaciones lejanas devoradas por las llamas.
Al refuerzo de las guerrillas, con orden de ganar terreno hasta dominar la loma, siguiose el avance de la protección al paso.
Los «insurgentes» se mantuvieron en sus puestos en el primer momento; luego volvieron grupas retirándose con lentitud; y fue entonces cuando atravesándose por retaguardia un joven jinete de cabellera rubia, que llevaba en la diestra el acero con marcial altivez, la tropa brasileña hizo una nueva descarga, que cubrió el espacio intermedio de humaza blanca y tacos ardiendo.