Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

-¿Venían? ¿no te equivocas, negrilla? -exclamó el viejo chispeándole los ojos, en un arrebato de entusiasmo concentrado.

-¡Digo que sí, señor!… A algunos de esos, los traen enancados, con las casacas rotas, llenas de barro.

Don Carlos levantó el puño con un visaje que le formó diez arrugas en el semblante, restregose las manos con indecible goce, y corrió a la escalera del mirador, repitiendo con acento ronco:

-¡Esto marcha, mujer!… ¡Sí, marcha, por San Santiago!

Natalia cogió entre las suyas la mano de la señora, y mirando a su negra, dijo toda estremecida:

-¡Qué noticias buenas traes, Lupa! ¡Si supieras cuanto bien nos hacen!… Mucho tarda don Carlos en decir si allá en el campo se divisa algo. ¿No quiere V. que subamos, señora?

-¿Para qué, hija? Ya nos dará él noticias. Tú sabes que cogiendo el anteojo, no hay medio de quitárselo; es como un capitán de buque que se empeña en descubrir la costa, aunque esté a cien millas.

Y la señora se sonreía con el rostro encendido por la impresión, atrayendo a la joven en un dulce movimiento de simpatía.

-¡Ah, no! -murmuraba-, Guadalupe; tan pronto no han de llegar, niña. ¡Ni que tuvieran alas! Y si llegan han de ser tantos que hemos de sentir el ruido de lejos.

-¡Yo no sé; pero creo que llegarán pronto!

-¡Si viera, niña, los paulistas sucios que da miedo!… Los otros no han de venir más limpios; pero para esos tendremos ropa planchada y ponchos nuevos. Los pobrecitos han de estar muy necesitados con tanto andar a todos rumbos durmiendo al raso y pasando miserias…

-Cállate Lupa: ¿qué sabes tú?

-Yo sé, niña, pero adivino… ¿Y qué importa? Ellos a donde quiera que lleguen han de encontrar almas buenas que le hagan el gusto. No son como estos individuos que apestan de lejos y andan como maletas en los reyunos.

En esto oyose la voz de don Carlos que bajaba tramo a tramo, diciendo:

-Aun el lente no dibuja nada que se parezca a hombre, allá, en el Cerrillo… Por aquí cerca pululan soldados de la plaza en partidas que andan venteando las afueras. ¡Maldito campo taciturno! Ni un pájaro vuela espantado.

El español apareció en la puerta con su cabeza rígida y las manos bajo de la capa, castañeteando los dedos con impaciencia.

-¡Nada! -continuó violento-. No hay más que quieren desesperarlo a uno en esta incertidumbre en que se vive. Acaso esta negrilla ha confundido cangrejos con caracoles, porque yo no me explico cómo detrás de los ciervos no han aparecido los cazadores… Si quiera el cuerno ha debido oírse a lo lejos denunciando que se viene sobre la pista de la res cansada.

Al sentir la voz del amo, Guadalupe con un pretexto se había vuelto a la calle.

-No seas impaciente -dijo la esposa; al fin han de asomar.

-¿No crees lo mismo? -agregó abrazando a Natalia.

-¡Sí, sí! -contestó ésta con ingenua alegría-. Llegarán y quedarán cerca de nosotros; siquiera sabremos que están ahí…

Don Carlos movió la cabeza y se fue a su escritorio. No podía conformarse con tanta credulidad. Lo lógico era que las tropas brasileñas hubiesen llegado con las lanzas de los «insurgentes» en los riñones «para el efecto moral».

Apenas él las dejó, las dos mujeres subieron al mirador. Una en pos de la otra usaban del anteojo, graduándolo de distintas maneras, en el afán de distinguir alguna cosa sospechosa en los apartados horizontes.

La región del norte estaba desierta, con sus lomadas y valles vestidos de esmeralda inundados de luz. Algunos animales se destacaban como puntos negros en los declives o junto a los hilos de agua que doraba el sol con vivos reflejos. A trechos, algunos ombúes despojados de follaje en las copas, pero anchos, y ramosos en su medio, se elevaban a grande altura en parejas solitarias, como mudos centinelas indígenas enclavados al frente de las viejas almenas.

-¡Cierto! -dijo Natalia-. Todo está sólo.

-Uno que se presentase ahí, bastaría a animarlo, hija; pero no desespero en verlo llegar. Yo lo conozco bien; ¡es capaz de venir!

La joven bajó el anteojo, y miró a aquella madre amante con tal aire de ardorosa confianza, que ésta no pudo menos de tenderla los brazos y estrecharla contra su seno. Después volvieron a mirarse las dos con los ojos húmedos, como si alguna lágrima los hubiese bañado; pero sonrientes, conmovidas por la misma emoción, abrigando quizá idéntica fe a pesar de la ignorancia en que vivían.

-Bajemos -dijo la señora-. El goce queda para la tarde.

-¡No! -murmuró Natalia con cierta entonación grave;- para el sol de mañana. ¡Verá V.!…

La madre de Luis se puso a reír, y ella la acompañó como una aturdida, mientras bajaban.

Ponían el pie en el patio, cuando Guadalupe se acercó corriendo.

Regresaba la negrilla mucho más agitada que la otra vez temblando, llena de aspavientos.

Sus amas se quedaron sorprendidas.

-¡Lupa! -exclamó la joven-; ya me parece que de todo haces una montaña. ¿Qué pasa?

Guadalupe se cuadró como un soldado; puso sus dos manos en el pecho, los ojos en blanco y alargó el labio inferior.

-No se figura, niña -contestó muy autera-; no adivinaría su mercé lo que acabo de ver, ahí en la bocacalle de San Carlos, con estos ojos que no son ni pizca de tuertos… ¡Oh, si asombra, niña! La gente de a caballo que iba para el hueco de la Cruz, no hace un ratito, se paró a dar paso a un carretón que cruzaba con enfermos. En eso yo llegaba a la esquina; y estando a la curiosidad sin hacer mal a nadie, un soldado del escuadrón flaco y viejo me guiñó el ojo, y dijo como para que ninguno lo oyese: «retinta decile al patrón que me han pialao en un entrevero».

Él quiso seguir hablando, pero la gente marchó y ya no pudo… ¡Me quedé tiesa, niña!…

-¿Quién era?

-¿No adivinó su mercé? ¡El capataz! ¡Don Cleto en persona con su pelo de carnero y su nariz de mojinete, muy señor en una mula reyuna, y con lanza!…

-¡Qué estás diciendo, Lupa! ¿Don Anacleto aquí?

-Tan verdad es como esta cruz, niña.

Y la negra cruzó el pulgar sobre el índice, besándolo.

-Pues que lo juras, así será. Lo habrán tomado prisionero. Es preciso que de algún modo le hables y averigües todo… ¿Tendrá él mucho que decir?…

Cuando trajeron a mi padre de la estancia dos días después de la muerte de Dora, él se quedo allí con nosotros haciendo compañía a su hijo de V., que entraba en convalescencia de sus heridas. Souza no les hizo ningún daño. También quedaba Esteban que tanto quiere a su amo, y que era el que más lo asistía a toda hora con un cuidado que daba gusto…

-¡Oh, el pobre negro! -murmuró la madre-. Es muy fiel…

-Después, ¡quién sabe lo que habrá sucedido! Han pasado muchos días, y todas estas cosas que nos tienen en zozobra, sin sombra de concluir pronto.

-Él me escribió al poco tiempo -dijo la señora-. ¿No te acuerdas que te enseñé la carta, que tanto consuelo nos trajo?

-¡Oh, sí! -repuso Nata, encendiéndosele la mejilla al dulce recuerdo tal vez de lo que el joven había puesto en la carta para ella;- ¡cómo he de olvidar!… Pero, yo me refería a lo más adelante, al tiempo que ya llevamos sin noticias. Mi padre me las pedía ayer en la carta que recibí y que mandó Souza… Ahora podría decirle algo, por lo que Guadalupe nos informa. ¡Qué gusto tendría él en conversar con don Anacleto!

-Yo trataré de verlo, niña… Si su mercé me da permiso, voy hasta el hueco de la Cruz, adonde ha de estar acampada la gente.

-¿Y si no consienten que te acerques, Lupa?

-Déjeme su mercé a mí sola que yo he de buscarle la vuelta: más si están de guardia los pernambucanos, que me dicen siempre trompuda porque no les hago caso…

No pudieron sus amas reprimir una sonrisa ante la ocurrencia de la esclava; quien, sin esperar órdenes, acostumbrada como estaba a insubordinarse cuando así convenía a la casa, emprendió veloz el camino de la calle.

Dejáronla ir, en silencio, sin voluntad para detenerla.

– XV –

El hueco de la Cruz, hacia el mediodía, era un sitio despejado a cuyos flancos culebreaban tortuosas callejuelas orilladas de edificios bajos, chatos, de teja y ventanillos de verjas salientes, -especie de plaza alumbrada a candil por la noche, y de día, centro escogido de los vehículos de carga; por manera que desde la carreta al carromato y del carretón al carretoncillo, y desde el carricoche al último carrocín la industria de trasportes vivía allí, y en el hueco hacían parada sus conductores al habla el «picador» con el carrocero sobre todos los asuntos del día, los militares en primera línea, como si fuesen temas de su exclusiva competencia y ellos constituyeran algo como una democracia del ágora. Acudían también al hueco las negras con sus pasteles y los pescadores con sus palancas, cuando ya no quedaban sino rezagos de la factura o de la pesca, para hacer su último despacho por medias «patacas» o por «cuartillos».

Ese día, sin embargo, no se veían ni carretillas ni carromateros en aquel patio de los milagros o plazoleta de murciélagos. Sólo uno que otro vehículo de comercio ambulante, con el pértigo en tierra y la culata levantada, eran objeto de asedio por parte de la gente de la milicia allí apostada, la que a prisa se proveía de artículos de que había carecido algún tiempo.

Guadalupe llegó a este sitio en pocos momentos.

Un centinela la hizo retroceder, a pesar de sus protestas, cuando muy seria y alcotana iba a entrarse en el hueco.

Con todo, no se afligió ella por esto.

En la esquina cercana se hallaban varios oficiales de caballería de línea, a caballo todos, menos uno, que la miró con cierta curiosidad mezclada de sorpresa.

Guadalupe lo conoció al instante. Era el teniente Souza con la casaquilla abrochada hasta el collarín, y un capote echado sobre los hombros.

Esperó a que los otros se apartaran, lo que demoró bastante rato.

Así que, halló propicio el momento, y antes que el teniente se fuese al próximo cuerpo de guardia, frente a cuya entrada tenía del cabestro un soldado su montura, dirigiose a él rápida y atrevida.

El centinela, que era un pernambucano de cabeza aplanada, nariz de carpincho y labios como esponjas, incomodose al verla pasar sin mirarlo, y dando un golpe en la caja, del fusil, que llevaba al tercio, dijo brusco:

-¡Nao se pode pasar, revoltosa!

-Calláte hocicudo -respondió la negra; y siguió con mucho aire su camino.

Como la viese llegar presurosa, el teniente Souza se detuvo. La conocía de tiempo atrás. Ella acompañaba a don Luciano Robledo y a Natalia cuando él conducía preso al primero, después de una refriega habida en su campo entre una banda de «matreros» y un destacamento portugués. En cada posta o parada, la negra, le servía con solicitud, a la par de sus amos. El cariño que parecía profesarle, y el esmero extremoso en atenderlos, redoblando en cada etapa su actividad y su celo, atrajéronle la simpatía del oficial que miró en ella un modelo de criada fiel y sumisa.

Recordando estas impresiones del viaje obligado de la familia Robledo, esperó que Guadalupe se aproximase; y así que la tuvo cerca, le preguntó en buen castellano:

-¿Qué buscas tan apurada?

-Soy Guladalupe, para servir a su mercé.

-Ya sé. Dime qué deseas, y en qué puedo serte útil.

-¡Sí, señor! Vea su mercé: ahí en el hueco está acampada una gente que creo que es de Minas, toda bozalona y entruza, que ni sabe las calles. Entre esa gente está el capataz de la estancia de mi amo que ha de traerme noticias de una hermana mía, que tengo en Santa Lucía arriba, por las puntas; pero sucede que no me dejan conversar con él, ni siquiera acercarme unos pasos…

El oficial, que se estaba sonriendo, la interrumpió interrogando:

-¿Ese capataz es aquel hombre viejo que yo conocía en Tres Ombúes?

-El mismo en cuerpo y alma, señor: un vejestorio de nariz de loro, con una barba de chivo y ojos que reverberan; pero tan manso que no es capaz de hacer mal ninguno, como que lleva escapulario y es devoto de la virgen purísima… Si su mercé se acerca lo ha de columbrar de aquí junto a alguna carreta por no perder la costumbre de echarse a la sombrita con los bueyes…

-¿Tanto interés tienes en hablarlo? -dijo Souza, sin dejar de reír.

-Ya lo ve, su mercé… aunque más no fuese aquí al lado de esa centinela, como un favor.

-¿Cómo se llama?

-Anacleto Lascano.

Quedose el teniente un instante pensativo. En seguida llamó con una seña a un sargento y diole órdenes en voz baja.