Como una confirmación de estos datos, llegaba un sordo estruendo de atrás de las murallas del sur mezcla de los bramidos del viento con los furores del oleaje.
-¡Pobre de los pescadores y marineros! -dijo la señora-. Pero… ¿de la parte del campo, nada viste?
-¡Nada! -prorrumpía con violencia don Carlos-. ¡Está desolado y monótono, con sus eternas lomadas, sin alma viviente en parte alguna, como si todo lo hubiese arrasado una peste maldita!
En estos sus enojos de todos los días con un fantasma, pues a nadie nombraba, concluía siempre por irse a su habitación.
Su esposa y Nata quedábanse meditabundas, con una gran sombra de pesar en las frentes.
De este estado solía sacarlas la avispada Guadalupe entrando de improviso y trayendo alguna noticia oída entre los grupos de la calle o del café, de la esquina inmediata, cuando no la había recogido de labios de los esclavos de confianza o de los negros pasteleros que pululaban en las aceras de la plaza con sus canastas de empanadas rellenas.
No siempre sus informes eran verídicos o halagadores; pero por lo menos reavivaban las impresiones y deseos, engendrando nuevas dudas o esperanzas sobre la suerte de los «insurgentes».
Las medidas que se habían dictado contra los jefes del movimiento eran tan inflexibles, que hacían pensar cosas terribles acerca del fin que pudiera caberles a los que con ellos servían. Se habían ofrecido premios de sumas cuantiosas por ciertas cabezas, y era de temerse que este aliciente empujara a la perfidia y a la traición, pues que todos los medios se consideraban lícitos para restablecer el orden.
Las nuevas de Guadalupe se referían día a día a estas resoluciones, y a las seguridades que se daban de ser presentados pronto al gobernador los cráneos de los caudillos audaces.
Otras veces, eran rumores vagos, pero alarmantes sobre hechos ocurridos en el interior de la ciudadela y otros cuarteles. Se hablaba de extrañas maquinaciones, de síntomas inquietantes en la infantería pernambucana; y hasta llegó a difundirse con misterio la especie de haberse aplicado crueles castigos en las casernas a varios soldados.
Los principales hombres nativos, avecindados en el recinto de la plaza, habían sido apresados y conducidos entre guardias a bordo de una corbeta de guerra, la misma en que se encontraban don Luciano Robledo y otros patriotas, purgando imaginarios delitos.
La mano militar se hacía sentir a plomo. Últimamente no se toleraban reuniones, y al toque de queda todos debían recogerse en sus moradas, bajo la amenaza de una represión segura.
El mismo afán de inquirir datos para mistificarlos en beneficio de la situación, como recurso de adhesión pasiva, iba desapareciendo. Se conversaba con miedo, a medias palabras, sin afirmar nada concreto; de ahí que no viniese de la calle, otro ruido que el de los instrumentos militares y del paso precipitado de las tropas que relevaban los puestos.
No era solamente Guadalupe quien sorprendía a sus amas, en medio de las preocupaciones de cada día.
Otra persona, a quien ellas y el mismo señor Berón recibían con deferencia por razones bien explicables, venía de vez en cuando a ofrecerles sus respetos, de un modo tan cortés y afectuoso que, venciendo naturales escrúpulos, veíanse en el caso de retribuirlos con agasajo aun en medio de las tribulaciones de ánimo.
Era esa persona el teniente Pedro de Souza, de la caballería imperial -gallardo mozo de modales cultos que llevaba el uniforme con bastante bizarría y no arrastraba por el suelo la contera del sable, como otros de su arma.
Medido y circunspecto, sus frases nunca rozaban las cosas del día sino por incidencia, en cuanto eran ellas estrictamente precisas. Asuntos familiares eran sus temas; a veces delicados comentarios sobre la necesidad de la paz, el don precioso para los países jóvenes y ricos.
Jugaba al ajedrez o al dominó con don Carlos, quien rara vez perdía; por lo cual el visitante tenía para él sus méritos incuestionables. En ciertas noches se hacia tertulia a la malilla por breve rato. Las visitas no eran largas; mucho menos en el tiempo de que hablamos, porque el servicio exigía múltiples atenciones y se combinaban los medios de abrir campaña de un momento a otro.
Alguna vez la señora de Berón se permitía aventurar alguna expresión en sentido de investigar la verdad de lo que estaba pasando.
El teniente notaba entonces cuán fijos en su rostro se ponían los lindos ojos de Natalia, muy abiertos, cual si a ellos se agolpase de súbito todo lo que concentraba en el fondo del cerebro. ¡Emoción extraña le causaban aquellas pupilas llenas de luz serena!
Contestaba solícito diciendo que los informes no eran nunca seguros; pero lo cierto parecía que la insurrección había alcanzado algunas ventajas. Nada más agregaba. Era necesario resignarse.
Natalia había sido siempre con él atenta; pero reservada, casi prevenida. Algo de aspereza acompañaba a sus palabras, y de forzado a sus sonrisas.
Aquella joven blanda y bella sentía mal sus nervios en presencia del oficial extranjero. Causas concurrían para ello, aunque no fuesen de odio o antipatía profunda. Las vicisitudes de su familia y los pesares propios, inclinando su espíritu al aislamiento la habían hecho indiferente a todo anhelo que no naciese de lo que ella había amado o quisiera aún, como suprema aspiración de su vida solitaria.
Era una juventud llena de primores, pero adusta. Algo de altivez y de dureza se descubría en su ceño, a pesar de la expresión suave de sus pupilas sombreadas por doradas pestañas. Sus actitudes imponían a Souza, que ahogaba siempre en sus labios alguna frase insinuante, si es que a medias no la emitía coma fórmula de un pesar oculto o de un sentimiento amable. Sin duda ella había comprendido que el teniente reprimía deseos vehementes de expansión, ansias quizás de revelarse por entero; y ponía delante su frialdad como valía insuperable. Con todo; cuán bien dispuesta se hallaba en el fondo de estrechar más aquella relación, de hacerla más comunicativa y familiar, siquiera fuese para vencer las reservas discretas de Souza respecto a lo que ella tanto anhelaba conocer en sus menores detalles.
– XIV –
Una mañana, muy temprano, Guadalupe dirigiose presurosa a la pescadería del norte en busca de pescadillas de rey; bocado predilecto de don Carlos, que ella era muy hábil en preparar, y que a indicación de Natalia tenía dispuesto a lo menos dos veces en la semana. Iba la negra con su canasto al brazo, luciendo un vestido nuevo a listas moradas y un pañuelo de colores vivos cruzado por el pecho, echando miradas por encima del hombro a los pernambucanos del tránsito, cuando al llegar a la calle de San Pedro viose en el caso de detenerse, pues estaba obstruida por un regimiento de caballería.
Ella miró con atención. Sabía distinguir los cuerpos del ejército por sus números, aun por sus uniformes; y conocía a sus jefes por haberlos visto muchas veces en revistas y paradas.
-¡Hem! -dijo en voz alta con cierta ironía y no poca desenvoltura-. ¿De dónde vendrán éstos?… ¿El segundo de paulistas del coronel Pintos entreverado con el que salió el domingo? Ha de calentar la cosa en el campo…
Y observaba con atrevida curiosidad, llevando sus miradas de la cabeza a la cola de la columna, que aún no había traspuesto la puerta de la muralla.
Las cabalgaduras parecían transidas, cubiertas de lodo, escuálidas, con las cabezas gachas y los vientres lastimados por la espuela.
Los jinetes todavía somnolientos, muy pálidos, encogidos en las monturas, con las carabinas a la espalda, los abrigos a medio cuerpo, denunciaban con sus bostezos que la marcha había sido de toda la noche. Algunos traían sólo la mitad de sus prendas de vestido o de «recado», como si los hubiesen dejado caer en el camino u olvidado en los vivacs. Otros estaban sobre los lomos limpios de jamelgos que los exhibían como sierras. Estos se apoyaban en una pierna, con el tronco colgante al lado opuesto, doloridos, malhumorados, exhaustos de fuerzas. No faltaba quienes murmurasen pasándose las manos por las cabezas polvorientas. Los oficiales estaban silenciosos, inclinados sobre el pescuezo de los caballos; que a su vez, al tascar los frenos, con las narices a una línea del lodo, parecían abrumados por el cansancio, el hambre, la sed y el sueño. Un clarín se había apeado, y dormitaba recostado en la montura. El porta, con el estandarte en su funda puesto en su caja, estaba cogido de él a dos manos, con los ojos cerrados y un pie fuera del estribo. El coronel Pintos recorría al paso las filas, deteniéndose para cambiar palabras con los capitanes.
-¡No digo yo! Estos han llevado una azotaina -murmuró Guadalupe alargando su labio pulposo y mostrando sus dientes, de una blancura de «mazamorra».
Y recogiendo el vestido, pasó zarandeándose por entre dos mitades con un gesto desdeñoso.
Los soldados rezongaron, dirigiéndole algunas pullas medio dormidos. Fue como un murmullo de insectos gruñones, zumbándole en los oídos.
Aunque ninguna de las frases llegó a entender claro, la negra volvió de lado la cabeza con el hombro encogido, torció la boca y dijo, sin pararse:
-¿A mí monos? ¡Ya se quisieran!… ¡Lindo les fue en el baile!
Y siguió, riéndose, con un contento que le retozaba por todo el cuerpo entre visajes y contorsiones.
La pescadería estaba allí cerca; de modo que en pocos momentos hizo su compra, pero no de pescadillas esta vez, pues no las había sino de brótolas extraídas en la noche por las redes de jorro en la costa del este.
De todos modos ella había hecho otra pesca de importancia que se sentía ansiosa de comunicar a su ama; por lo cual se volvió casi corriendo por el mismo camino para no perder ni un minuto.
El regimiento marchaba a lo largo de la calle de San Fernando al trote, y sus últimas mitades enfrentaban con las de San Carlos que conduela en línea recta a la ciudadela.
Guadalupe llegó jadeante a la casa de Berón.
Era la hora precisamente en que todos debían encontrarse ya de pie. Natalia se levantaba con el sol por hábito invariable. Concluido su atavío, en el cual ponía pulcro esmero, recorría el jardín y la huerta, reuníase a la madre de Luis María, y se ocupaba con ella de dirigir las cosas domésticas alternándose en la labor, hasta que todo quedaba en orden.
Después, como atraídas por el mismo pensamiento, a veces sin comunicárselo, cual de un modo maquinal, hallábanse juntas de nuevo al pie de la escalera del mirador, o en el mirador mismo, con el anteojo en la mano para observar el campo, que de allí se dominaba sin obstáculo alguno al frente.
Guadalupe las encontró en camino del observatorio, cuando el señor Berón, dirigiéndose también allí, notando la agitación de la esclava, acercose preguntando:
-¿Qué ocurre, muchacha? ¿qué has visto en la calle? ¡Anda lista!
-¡Qué ha de ser, señor! -dijo Guadalupe sofocada-. Los paulistas han vuelto… acabo de verlos, han pasado por aquí, todos corridos y causados.
-¿Cuáles? ¿Los de Borba, o los de Pintos?
-Los de Pintos, señor, los conozco bien. Vienen que da miedo; mugrientos, sin ánimo, con los caballos que se caen de aplastados… El coronel parecía un fantasma; con la cara de difunto, todo metido en el capote hecho una espiga.
-¡Aguarda, muchacha, aguarda! -repuso don Carlos con el aire grave de quien calcula, echándose el gorro a la nuca, y el índice en la frente-. Pintos estaba en Canelones y Borba en San José; pues que Pintos ha trasnochado al galope, según tus datos Borba ha caído en poder de los invasores y éste ha buscado la salvación en la fuga… ¡Golpe de mano atrevido!… No hay duda. Una marcha forzada a la buena de Dios hecha por esos guapos; una sorpresa de tente tieso y no te muevas, y zas… todo el regimiento en la trampa. ¡No puede ser de otro modo! Luego se han venido ganando largas al sueño derecho a Guadalupe, para caer sobre el segundo cuerpo, el que, por una fatalidad del diablo, que siempre se atraviesa, sintió el avance y, matando caballos ha enderezado a la guarida, atrás del cascarón a donde no alcanza el plomo… ¡Hum! Esto marcha…
Las mujeres casi sin desplegar los labios. En sus rostros, sin embargo, trasparentábase una emoción de intensa alegría.
-Los otros que salieron el domingo -se atrevió a decir la negra, interrumpiendo al señor Berón,- venían también revueltos…