Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Pero, cuando supo que Rivera había caído en poder de Lavalleja, y más tarde, que se había plegado al movimiento declarándose abiertamente rebelde, dio entonces al suceso unas proporciones que no había previsto y consideró perdida su acción en la campaña.

La prisión de Borba acabó por hacerle creer que un refuerzo de algunos millares de hombres se imponía para volver a la obediencia la asendereada Cisplatina.

Acudió al emperador.

Capaz de un plan militar acertado, y hasta decisivo en sus consecuencias matemáticas, habituado como lo estaba a combinarlos sobre planos exactos de un territorio reducido, lo mismo que sobre un damero movía hábil las piezas de ajedrez, llegó sin embargo a pensar que no le sería fácil la solución del problema, hasta tanto al menos no llegasen por el puerto dos mil infantes y por la frontera dos mil jinetes.

Las cosas se habían puesto muy turbias. Os patrias revoltosos aparecían ya maniobrando en campo raso y consiguiendo rápidas victorias; todo, sin mancharse con la sangre de los vencidos, ni asaltar las propiedades. Luego, estos «gauchos» tenían también su política, sus procederes correctos, sus cálculos de proyección al futuro como si hubiesen cursado estudios teórico-prácticos en el destierro.

En esta forma y por estos medios, la acción de los «insurgentes» se hacía temible.

Era probable la influencia del gobierno argentino en esos sucesos, cuya marcha y desarrollo vindicaban un derrotero fijo. ¿Cómo creer que los nativos solos se atreviesen a todo el poder del imperio? Esto no era posible en concepto de Lecor y de sus hombres.

Lo que ocurría era un principio de nueva tentativa de absorción y predominio; cuestión de fondo: o banda oriental o provincia cisplatina, según la bandera que llamease triunfante en la ciudadela del antiguo real.

¿Pretenderían acaso los nativos erigir su tierra en nación independiente? ¡Eso era ilusorio!

No faltaban, sin embargo, quienes sostenían que esa era la tendencia inflexible, aun cuando existiera una desproporción notoria entre la aspiración y los medios.

Los españoles viejos, que después de la jornada de Ayacucho habían perdido la fe en la restauración del régimen secular, afirmaban que la tierra uruguaya tenía en el mapa geográfico los fundamentos de su personalidad autonómica, aparte de las razones históricas que siempre la mantuvieron alejada de Buenos Aires. Los espíritus aparecían apasionarse a este respecto.

Distinguíase entre esos españoles -núcleo de la verdadera clase conservadora del país- el antiguo vecino don Carlos Berón, persona de fortuna.

Había sido este sujeto grande amigo de Elio y Vigodet y resuelto partidario, como es de suponerse, de la causa real. Odió en la misma medida a los argentinos, a Artigas, a los portugueses y a los brasileños, así como había odiado a los ingleses, contra quienes combatió en los días de la defensa encabezada por Huidobro; pero este aborrecimiento, sin reservas había sufrido en los últimos meses trascurridos una modificación tan sustancial como violenta respecto a los nativos.

Sus mismos íntimos lo extrañaban, aunque se sentían inclinados en definitiva a seguirle en su cambio de ideas.

El señor Berón daba sus razones, muy convencido de ser lógico con el mismo radicalismo hispano-colonial de principios del siglo.

Mientras España fue posible -decía en su dialéctica especial-, sostuve aquí sus fueros. Desde que no logró el intento, he sostenido y sostendré que esta tierra corresponde de exclusivo derecho a sus descendientes legítimos -vale decir: a los que en ella han nacido. De estos es la patria, que tiene por límites el Piratini, el Uruguay, el Plata y el Atlántico a los cuatro vientos; para conservarla han peleado contra los ingleses, los españoles, los argentinos, los portugueses y los brasileños durante todo un cuarto de siglo. ¡Y siguen peleando! No hay derecho contra derecho. La independencia es del que la busca sin descanso, la abona con su sangre y la conquista con su valor. ¿Por qué disputársela?… ¡¡Ea!! no porque son pocos los que luchan la justicia ha de abandonarlos. ¡Mejor! Quedarán sin brazos o sin pero con el alma entera y bravía, ¡por Santiago! ¿Por ventura no es sangre española la que corre por sus venas, y sus hechos no son dignos de la raza? Ya quisieran estos «San Sebastianes» valer cada uno lo que aquel dragonazo de Artigas que en nueve años no se bajó del caballo y tuvo a mal traer generales y ejércitos como si fuesen de poca monta… Es verdad que no vencieron, pero ¿quién no triunfa echando legiones sobre un puñado? ¡Vaya un mérito! Aquel centauro, que se andaba el territorio a escape haciéndose sentir aquí, allá y en todas partes, de día y de noche, como si no comiese ni durmiera, siempre tieso en los lomos, a través de inviernos y veranos, lo mismo bajo la helada o el sol rajante, nunca al abrigo, perseverante, duro, más soberbio en la derrota que en el triunfo, no se ha muerto por eso, se ha perpetuado en otros, dejando una cría que ha de costar extinguirla al mismo demonio… Es la cría de los indomables que tienen el brazo de ñandubay y las nalgas de hierro… ¡Que vayan estos con sus reyunos y sabrán otra vez lo que es amasijo! ¡No!… ya se ha derramado mucha, demasiada sangre para bautismo; y estos pobres criollos merecen que los aplaudan, que los estimulen, ser dueños de sus fértiles regiones, árbitros de su suerte, ya que su suerte los condena a una batalla continua en la que todos cejan al fin, menos ellos, lo mismo que sí se reprodujeran en los osarios que han ido amontonando las guerras implacables…

El asombro que estos o análogos desahogos causaba en el ánimo de sus familiares y contertulianos, por la sinceridad y la vehemencia con que eran vertidos, tenían su atenuación en el hecho de encontrarse su hijo único Luis María en las filas «insurgentes».

Por lo menos, todos se daban esa explicación del cambio operado en sus sentimientos e ideas.

Su esposa, particularmente, se sentía muy complacida de oírle expresarse en tales términos: aun cuando, antes del alejamiento de su hijo ella nunca se había preocupado de asuntos de esa naturaleza. Ahora pensaba y sentía como él; seguíale atentamente en sus disertaciones sobre las cosas del día, quedándose pendiente de sus labios callada y ansiosa, como si fuese a las más gratas a su corazón.

Por otra parte, tenía una compañera joven, hermosa, que dividía con ella sus impresiones ayudándola a sufrir las zozobras de la ausencia, cuyo vacío no le era dado llenar sino con su pensamiento, constantemente entristecido. No la vinculaba a esa joven lazo alguno de sangre; pero era ella hija de un amigo de su esposo, que estaba preso, y la que había atendido a su Luis, herido en una refriega allá en los campos desiertos, el día que él fue llevado casi moribundo a la estancia de su padre.

Este doble título a su aprecio fue razón de simpatía, que aumentó cada hora, al punto de no querer desprenderse de Natalia. Ésta debía estar siempre a su lado hasta que su padre recobrase la libertad. ¿Cómo dejarla sola? La pobre joven había perdido a su hermana en la última estadía de campo, a causa de lo que ella llamaba la «gota coral»; su reciente duelo reclamaba, cariños, y debía sentirse bien allí, en el hogar de Luis María, que éste había abandonado «siguiendo un ensueño», -según la frase melancólica de la madre.

La casa en que vivían era muy hermosa, en la calle de San Fernando. Muchas habitaciones con paredes macizas, patios grandes, jardín, huerta, y en el fondo un estanque. Tenía vistas a la plaza principal y a una iglesia de ladrillo desnudo, que era la Matriz.

Desde un pequeño mirador del fondo se divisaba la ciudadela con sus dos cúpulas chatas, la muralla del norte, la puerta de San Pedro y más allá el campo, las colinas ondulantes y el montículo de la Victoria.

A la izquierda, por encima de las techumbres rojizas y de las casernas de piedra con sus medias naranjas cubiertas de hierbas, las aguas en anfiteatro modelando la península, nuevas lomas airosas y el cerro con sus faldas sembradas de viviendas dispersas, como oscuros abejones en verde dosel.

Los buques de la armada asomaban sus cofas por arriba de la isleta de la bahía, a modo de lianas confundidas entre árboles sin hojas.

Don Carlos Berón tenía por costumbre en las tardes ir al mirador, en donde permanecía un rato, observando con un anteojo las naves que entraban o salían. A veces, el campo era su panorama predilecto. Espaciaba la visual en la vasta zona que se descubría delante, largos momentos, atento a las menores novedades del horizonte. Cuando descendía, daba sus noticias con aire sesudo. La fragata venía a toda vela del Janeiro; o un bergantín verileaba por la punta del este, rumbo a Maldonado; si ya no era que el vigía de señales indicaba buque a la vista; o unas nubes de occidente impelidas con fuerza, presagiaban la llegada del «pampero».

A ocasiones, reinando la borrasca, con un gorro de piel de mono y envuelto en una capa, subía a su observatorio, a fin de persuadirse si el viento y las olas habían hecho garrar los barcos de pescadores o las lanchas de guerra. Cuando era muy recia la «suestada», veía en la playa del norte como una resaca de gánguiles botes y balandras, unas de borda en las arenas, otras de quilla para arriba. En las costas del levante solía distinguir contra las piedras pequeñas embarcaciones hundidas que sólo enseñaban la mitad de los mástiles. Hacia el sur, naves dispersas empeñadas en ganar de bolina el puerto; o una goleta juguete de las olas con el timón roto, o una barca sin velamen ni masteleros que se ocultaba o resurgía entre crestas espumosas, para sepultarse al fin en el abismo.

Entonces cuando bajaba, traía nuevas de sensación a su esposa y huésped reunidas con otras personas en el comedor, al amor de la lumbre.

Condolíanse todos de los sufrimientos ajenos, en largos y animados comentarios: pero al fin caían en los propios, sin apercibirse de ello, como corolarios forzados de todas las conversaciones o íntimas confidencias.

Aquellas ideas de don Carlos al mirador eran frecuentes, aun en días crudos; siendo así que antes sólo lo hacía por pasatiempo, como un ejercicio higiénico, evitando en lo posible el contacto del aire frío. Su esposa había llegado a notarlo; y acaso adivinando la causa, sin trasmitirse impresiones, lo miraba fijamente al rostro cada vez que volvía, como si quisiera leer en él alguna nueva extra ordinaria.

El viejo soldado de Ruiz Huidobro nada decía que no fuese relato de algún accidente del puerto o apreciación del estado de la atmósfera. Aparte de eso su gran casa de comercio absorbíale casi todo el día. No se llevaban sin embargo los libros a su gusto, y esto, a pesar de dirigir él mismo la contabilidad con aquel esmero y pulcritud que tanto distinguían a los hombres probos de la época. Algo creía el viejo Berón que fallaba allí, que él no se explicaba claro, por lo cual siempre se exhibía a sus dependientes de mal ceño, rígido, al punto de ser temida su presencia detrás de mostradores.

Y como viese que nunca dejaba de tener una razón de disgusto, preguntole una tarde a su esposa si ella no notaba lo que a él le parecía gran deficiencia en su despacho.

-Sí, -había contestado la señora con un gesto de tristeza infinita-. Falta el tenedor de libros.

Don Carlos había tosido, sin replicar e ídose al mirador a paso firme, muy metido en su capa.

Esa tarde bajó casi de noche, diciendo que en el puerto y en todo el largo de la rambla del sur andaban varios barcos voltijeando sin tino y desgarrada la vela, buscando algún peñasco en donde abrirse o algún aterrado en donde enclavarse. Se habían izado señales y disparádose cañonazos de socorro; pero la mar estaba muy gruesa, del sur venial, como montañas de aguas verdinegras y espumas y el cielo oscuro prometía lluvia torrencial. Las goletas y patachos sacudidos en sus ancladeros lo mismo que grandes corchos, habíanse afirmado con cabos y maromas a los postes cercanos a los muelles, bien arreado el velamen. ¿Qué sumaca había de atreverse a verilear por la restinga de punta Brava para prestar auxilio sin caer en los bajíos pedregosos?

La tormenta iba tomando el giro del huracán.