Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Acordose que, una vez frente a las murallas, Calderón dirigiría en jefe, quedando el comandante Oribe de segundo.

Se extrañó esta resolución. No se quería en las filas al ex-jefe de dragones. Pero, se dijo que había sido adoptada a sugestión del mismo Oribe; y este detalle, acentuando la personalidad del que hasta ese momento venía posponiendo las satisfacciones vanidosas y los egoísmos irritantes al bien de su causa y del país, selló todos los labios. Debía aquello ser hábil y acertado, desde que él así lo quería. Nadie quiso entonces investigar el móvil determinante del hecho, dándose así adaptación práctica a la regla de obediencia que debía en adelante ser la base de subordinación y del respeto a las órdenes superiores.

Al expirar el día, esos cien hombres eran los únicos que formaban campamento a los ribazos del Canelón.

Con las primeras sombras, se mandó ensillar.

-¿Vamos adonde la madriguera? -preguntó Cuaró.

-Así es -respondiole Luis María, que impartía la orden de fogón en fogón-. ¡Cuando asome la aurora, veremos a Montevideo!

Al pronunciar estas palabras parecía nervioso y febril. Embarazábale una emoción violenta de alegría mal reprimida, el desborde de un goce mucho tiempo ansiado; acaso el goce mayor a que pudo aspirar en sus largos días de aventura y de peligro. ¡Montevideo!… ¡Allí estaba todo lo que, con el ideal de la patria gloriosa y libre, amaba más en la vida!

Al verlo excitado, Ismael ceñudo y triste, que había empezado a quererlo con el afecto que crea la comunidad de sacrificio, díjole:

-Está contento porque va a su pago… donde está la novia.

Berón se encendió como una mujer; y cogiéndolo entre las suyas la mano, se la estrechó con vehemencia.

El capitán Velarde acercole torvo la cabeza, que oprimió con la de él, silencioso, en una caricia de amigo adusto y silvestre, como de quien nunca había conocido otro halago que el del sol del desierto.

Luis María se conmovió. La caricia de aquel valiente pareciole como el resuello de una herida dolorosa, que nadie había restallado, mal curada en la soledad de los bosques como las de un toro bravío.

Después, cuando se emprendía la marcha a la sordina, caída la noche, los dos iban juntos y callados mirándose a veces con extrañeza cual si recién hubiesen hallado el secreto de una recíproca simpatía.

La marcha fue dura. Como no se llevaban prisioneros, ni convoy, y el número de hombres era muy limitado, se caminó a trote largo sin otras treguas que las necesarias para dar un descanso a las cabalgaduras, o para recoger los restos abandonados por el enemigo en su retirada. Algunos de estos despojos, por su calidad, demostraban que aquel iba pávidamente impresionado. Encontráronse carros de provisiones de guerra y de boca, espadas, clarines, uniformes de oficiales, pistoleras, monturas; y en ciertos sitios, a las orillas de la carretera, desertores y rezagados con todo su arreo encima. Los vecinos del tránsito decían que los paulistas a su paso como fantasmas de media noche, iban alarmando uno por uno los apostaderos del trayecto, a punto de no dar tiempo a cargar con lo más indispensable a las guardias; sintiéndose en el silencio profundo de las altas horas gritos y galopes desenfrenados en todas direcciones, rodar de carros y estridor de armas, todo lo que dejó de oírse a los pocos minutos como un ciclón que pasa de súbito y se pierde a lo lejos.

Entonces, Oribe dijo a sus oficiales y soldados:

-Mañana enarbolaremos la bandera en el Cerrito, sitio de tantas glorias; y cambiaremos balas con los opresores de nuestra tierra.

La pequeña legión acogió estas frases llena de ardimiento; moviose al unísono venciendo al sueño, enemigo el más terrible; del soldado; atravesó campos, arroyos, cañadas, valles y asperezas, dio lugar en sus filas a nuevos continentes de hombres resueltos, y se puso en los lindes del distrito antes que despuntase la alborada.

Al pasar por las Piedras, Ismael extendió el brazo hacia la zona el nordeste, y dijo a Luis María:

-Ahí vencimos a los godos con el viejo Artigas… Enlazamos los cañones, ¡les quitamos todo!…

Nenguno escapó; ni el mesmo Almagro.

-¿Quién era Almagro? -preguntó Berón.

Ismael guardó silencio un rato. Después dijo:

-¡Otra vez he de contar!

Comprendió el joven que en esta frase iba envuelto el desenlace de una historia dramática que resumía quizás toda la vida de aquel hombre.

Por eso, a pesar de su interés, no quiso insistir. Esas cosas no debían ser escudriñadas.

Con todo, ¡cuán grato lo había sido oír las palabras de su compañero, al felicitarle a su modo por la vuelta «al pago», y al hablarle de una novia que él debía tener allí que le esperaba ansiosa tras una larga ausencia!

Sin intención de sondear en lo íntimo, Ismael había acertado, rozándole con suavidad un sentimiento oculto; que no se amenguó nunca en la existencia aventurera, sino que tomó creces como una necesidad imperiosa de su espíritu.

En realidad, él tenía una novia, cuya imagen venía reproduciendo desde mucho tiempo atrás en su cerebro; imagen más hermosa cada vez, a medida que el deseo enardecía su mente y se agolpaban a su memoria los gratos episodios del pasado.

Rubia, de ojos garzos, piel de rosa, esbelta, más expresiva en el dulce ceño que en la frase, retraída, resignada, erguíase su interesante figura a cada paso, como llamándolo cerca con un ademán de suave ruego…

La conoció en la hacienda de Robledo en momentos para él amargos, cuando huía de los dominadores de monte en monte. Pudo hablarla en horas de pasajero reposo. Después cultivó su amistad; cuando herido en una refriega oscura, ella y su hermana Dora lo atendieron en la casa de su buen padre don Luciano, dueño del campo… Esta amistad fue lejos; pasó a ardiente simpatía. Aún no estaba restablecido el día en que aparecieron en el campo los brasileños, que se llevaron a Robledo y a su hija Natalia; aquella Nata que había puesto vendas en sus heridas, velado su sueño, oído sus delirios, atenuado sus dolores y échole pensar en los deliquios de la ventura.

Se acordaba él bien. Con su padre preso, acaso por su culpa fue la hija. También la negra Guadalupe. El teniente Souza había usado, de una conducta correcta con todos, a pesar de los antecedentes que de él lo habían separado en la paz y en la guerra. Cumplió sus deberes de soldado con modales corteses, atento, sin rigor: y esto le hacía halagar la esperanza de que el viaje de la estancia a Montevideo se hubiese hecho sin tropiezos ni sobresaltos.

Desde aquel día nada había sabido…

Ahora que marchaban en ese rumbo, el de las manchas del sur, que tanto conocía, avivábanse sus memorias y latía con fuerza el corazón. Iba hacia donde estaban su hogar, sus padres y su amada; a los lugares de su niñez y juventud primera con sus caseríos de teja roja, sus calles de laberintos, sus plazuelas sombrías, su puerto sembrado de velas y de mástiles y su cinturón de granito lleno de almenas y cañones. Y pensando que era mucho su gozo por sólo volver del interior de la tierra después de tantas contrariedades, imaginábase que sería acaso mayor el de otros que habían luchado más que él y que llegaban de otro país, sin recordar en esta hora de sacrificio las comodidades que dejaban en la opuesta orilla.

Así cavilando entre las excitaciones nerviosas de la marcha nocturna, alzábase ante su vista a pocos pasos el bulto de su jefe, que trotaba firme, silencioso, envuelto en las tinieblas como insensible a la fatiga y al sueño. Este era uno de los que había traspuesto el río y despedido las naves al volver a pisar el suelo nativo.

Venían de lejos en busca de la tierra, del agua y del fuego sin cálculos ni miedos, ellos que fueron siempre los valientes en la derrota y en la victoria, porque siempre pelearon uno contra veinte sin pedir tregua ni perdón. Dignos de mandar y de ser obedecidos, ¿qué eran los sacrificios de los jóvenes a la sombra de su heroísmo, consagrado por la tradición oral y el amor de la raza oprimida?

Apenas un eco débil en el grande esfuerzo anónimo…

Y al observar a su jefe erguido, avanzando en línea recta, como si fuese acaudillando innumerable hueste, rumbo a la plaza formidable que encerraba millares de hombres y un centenar de cañones dentro de sus muros, con la intención de retarla a duelo, su cabeza ya debilitada por el insomnio empezó por creer que detrás venía en realidad toda una legión invencible, en vez de un grupo de cien jinetes bamboleantes en los estribos.

El trote pesado de las cabalgaduras somnolientas pareciole extraño galope de hipogrifos; el ruido sordo de los cascos en el suelo, el rodar de artillería de sitio; una que otra voz ronca en las filas, algún son de trompeta precursora de ataque; y cuando vino el alba sin nubes a descubrir los horizontes lejanos, y vio a un flanco enhiesto en la ribera al cerro a modo de gigante taciturno con manto de yedra y corona de granito, y allá en anfiteatro reclinada en las arenas la plaza fuerte con sus altas murallas negras, llegó a apercibirse que estaban en la cima de un montículo cubierto de cardizales y «taperas». Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, y se le escapó un grito indefinible.

Como se restregase con ambas manos el rostro, Cuaró dijo:

-Espantá el sueño… Mandan formar.

El corto escuadrón desplegose al galope por retaguardia de la cabeza en batalla, contestando al unísono a una arenga breve de su jefe, en tanto el porta elevaba la bandera en la cumbre del pequeño calvario, sitio de históricas leyendas.

– XIII –

El general Lecor, gobernador de la Cisplatina, que creía saber bastante de ciencia militar, y que en punto a planes de tacticógrafo, no reconocía por entonces antagonista entre los capitanes más expertos del ejército a que servía, no dio importancia a la invasión de un pequeño grupo. Supuso que, por más que este grupo se aumentase, pasando sucesivamente de «montonera» a escuadrón, a regimiento, a división en el caso de que no fuese batido y disuelto desde el primer instante por las tropas regulares que se hallaban destacadas en puntos estratégicos, la guerra sería de caballería, contra caballería, no debiéndose dudar del éxito favorable, dada la cantidad y calidad de las fuerzas imperiales.

Aquellos centros estratégicos o ganglios del sistema militar ofensivo y defensivo de la época, aparte de Montevideo, plaza fuerte de primer orden y cuartel general de ejército, eran: la ciudad de la Colonia, provista de murallas y baterías, y una guarnición relativa de las tres armas, centinela vigilante de los ríos, con embarcaciones de guerra en la rada; el pueblo de Mercedes, también guarnecido, con lanchas armadas en el puerto, que exploraban sin cesar el curso del Uruguay en su confluencia con el Negro; la villa de San Pedro del Durazno situada en el centro del país sobre el Yi, donde tenía su asiento el comandante general de campaña; y los pueblos de San José y Canelones, escalonados en el trayecto a Montevideo, con sus cuerpos de paulistas en disponibilidad para acudir a cualquier zona amenazada.

Al norte, la misma antigua línea divisoria era una defensa por sí sola incontrastable, dado que allende ella estaban los refuerzos que en serie continua deberían desfilar en caso necesario hasta cubrir la provincia de hombres, armas y caballos.

En tales condiciones de defensa, el barón de la Laguna, que escudaba bien el derecho de la conquista dentro de fortalezas inexpugnables, descansaba confiado en la habilidad especial del brigadier Rivera para deshacer en un solo encuentro a los «gauchos» sin verse él en la necesidad de apelar a movimientos estratégicos que desdeñaba usar en absoluto con enemigos de esa estofa. Para precipitarlos al Uruguay y sepultarlos en su cauce con lanzas, sables y potros, bastaría una carga en dispersión del «brigadeiro» con los dragones de la provincia. Lavalleja era un «patria» que entendía más de picar bueyes que de organizar milicia; Oribe no pasaba de un conspirador oscuro; los demás invasores venían al mor del botín y del saqueo. Para gente de esta madera, el comandante de campaña se sobraba. ¡La cuña no podía ser mejor! Y esta ocurrencia, hacía feliz al vencedor de India Muerta.

Sobre la conducta de su subalterno no debía abrigar sospecha alguna, pues él le había reiterado con las protestas de su lealtad inconmovible, su patriotismo de brasileño.